miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREEN

NOVENA ENTREGA

PRIMERA PARTE

III

El río (4)

Media docena de cabañas de barro y zarzo se alzaban en un claro; dos de ellas ruinosas. Unos cuantos cerdos hozaban alrededor, y una vieja llevaba de cabaña en cabaña una ascua, encendiendo fuego en el centro de cada una para llenarla de humo que alejase los mosquitos. Las mujeres vivían en dos de las cabañas, los cerdos en otra; en una de las que estaban todavía en pie, donde se almacenaba el maíz, residían un anciano, un muchacho y una tribu de ratas. El anciano, de pie en el claro, vigilaba la ronda del fuego que revoloteaba por la negrura como un rito repetido a la misma hora durante la vida entera. Pelo cano, hirsuta barba blanca y manos morenas y frágiles como las hojas del año anterior, el viejo producía un sorprendente efecto de permanencia. Viviendo en el límite de la existencia, nada podía cambiar gran cosa en él. Hacía tiempo que era viejo.

El forastero entró en el claro. Calzaba lo que habían sido unos zapatos de ciudad, negros y puntiagudos; pero tan sólo quedaba la parte de encima, de modo que, prácticamente, andaba descalzo. Los zapatos eran simbólicos como los estandartes con telarañas de las iglesias. Llevaba una camisa y unos pantalones negros destrozados, y acarreaba su cajita atada como si fuera un viajero con abono en el ferrocarril. También él casi alcanzaba un estado de permanencia, pero llevaba las cicatrices del tiempo: los averiados zapatos implicaban un pasado diferente, las arrugas de su cara indicaban esperanzas y temores del futuro. La vieja de las ascuas se detuvo entre dos chozas y le observó. El forastero penetraba en el claro con los ojos bajos y la espalda encorvada como si temiera las miradas. El anciano avanzó a su encuentro: le tomó la mano y se la besó.

-¿Pueden dejarme una hamaca para pasar la noche?

-Ah, Padre, tendría usted que ir a la ciudad para encontrar una hamaca. Aquí ha de conformarse con lo que haya.

-No importa. Cualquier sitio donde acostarme. ¿Me pueden dar... un poco de alcohol?

-Café, Padre. No tenemos nada más.

-Algún alimento.

-No lo tenemos.

-No importa.

El muchacho salió de la choza y les observó; todos observaban. Era como en una corrida de toros: el animal estaba cansado y ellos acechaban el próximo movimiento. No eran duros de corazón; contemplaban el raro espectáculo de alguien en peor situación que la de ellos mismos. El forastero se dirigió renqueando hacia la choza. Dentro, de rodillas para arriba, todo estaba oscuro; no había llama en el suelo, sólo unas brasas mortecinas. El sitio estaba medio ocupado por una muela de maíz; las ratas hacían crujir las secas hojas exteriores. Había una cama de tierra con un colchón de paja encima, y una mesa compuesta de dos cajas de embalaje. El forastero se tumbó, y el anciano cerró la puerta detrás de ambos.

-¿Estamos seguros?

-El muchacho vigilará. Él está enterado.

-¿Me aguardaban ustedes?

-No, Padre. Pero hacía cinco años que no veíamos un cura... algún día tenía que ser.

El cura se durmió con sueño tranquilo, y el anciano, agazapado en el suelo, avivó el fuego soplando. Alguien llamó a la puerta y el cura se incorporó de un brinco.

-No pasa nada -dijo el anciano-. Sólo el café, Padre.

Se lo acercó: era un café de maíz, de color grisáceo, humeando en un cubilete de hojalata; pero el cura estaba demasiado cansado para beber. Yacía inmóvil de costado. Una rata lo miraba desde las panojas.

-Los soldados estuvieron aquí ayer -manifestó el anciano.

Sopló el fuego; el humo llenó la choza. El cura empezó a toser y la rata metiose en las hacinas, rápida como la sombra de una mano.

-El muchacho no está bautizado, Padre -explicó el anciano-. El último cura que estuvo aquí quería dos pesos. Yo no tenía más que uno. Ahora sólo dispongo de cincuenta centavos.

-Mañana -pronunció abrumado el cura.

-¿Dirá usted misa, Padre, por la mañana?

-Sí, sí.

-¿Y la confesión, Padre? ¿Nos oirá en confesión?

-Sí, pero antes déjenme dormir.

Volvió la espalda y cerró los ojos para protegerlos del humo.

-No tenemos dinero para darle. Padre. El otro sacerdote. el Padre José...

-Denme alguna ropa entonces -dijo con impaciencia.

-Pero si no tenemos más que lo puesto.

-Coja la mía en cambio.

El viejo murmuró en son de protesta mirando al soslayo lo que el fuego iluminaba del roto traje negro.

-Si es necesario, Padre -dijo. Sopló al fuego con sosiego durante unos minutos. Los ojos del cura se cerraron de nuevo-. Después de cinco años hay mucho que confesar.

El sacerdote se incorporó rápidamente.

-¿Qué ha pasado?

-Estaba usted soñando, Padre. El muchacho nos avisará si vienen los soldados. Yo tan sólo decía...

-¿No puede dejarme dormir cinco minutos? -se lamentó.

Se tumbó de nuevo. En alguna parte, en una de las cabañas de mujeres, alguien cantaba:

Yo bajé a mi jardín y encontré una rosa...

El anciano dijo, muy quedo:

-Sería una lástima si vinieran los soldados antes de que tuviéramos tiempo... semejante peso sobre nuestras pobres almas, Padre...

El cura se incorporó apoyando el hombro contra la pared y concedió con furia:

-Muy bien. Empiece. Le confesaré. -Las ratas peleaban en el maíz-. Diga, pues. No malgastemos el tiempo. Aprisa. ¿Cuándo fue la última?

El viejo se arrodilló junto al fuego mientras al otro extremo del claro cantaba la mujer:

Yo bajé a mi jardín y la rosa estaba marchita.

-Hace cinco años. -Hizo una pausa y sopló al fuego-. Es difícil acordarse, Padre.

-¿Ha pecado contra la pureza?

El cura se apoyaba en la pared con las piernas dobladas debajo de él, y las ratas, acostumbradas a las voces, volvían a moverse en el maíz. El anciano escogía sus pecados con dificultad, soplando al fuego.

-Haga un buen acto de contrición -dijo el sacerdote-, y diga..., diga..., ¿tiene usted rosario?, entonces rece los Misterios de Gozo.

Se le cerraron los ojos; lengua y labios farfullaron la absolución, que no acertaba a terminar...

Volvió a despertar sobresaltado.

-¿Puedo traer a las mujeres? -decía el anciano-. Hace cinco años...

-¡Oh, que vengan! ¡Que vengan todas! -gritó el cura con ira-. Soy vuestro servidor.

Se llevó la mano a los ojos y empezó a llorar. El viejo abrió la puerta: fuera, la oscuridad no era completa bajo el arco inmenso del cielo estrellado. Fue a las chozas de mujeres y llamó:

-¡Venid! Tenéis que confesaros. Se trata de una cortesía para con el Padre.

Ellas se lamentaron, pues estaban cansadas... lo harían por la mañana.

-¿Es que le queréis ofender? -protestó él-. ¿Para qué creéis que ha venido? Es un cura muy santo. Allí está, en mi cabaña, llorando por nuestros pecados.

Las sacó a empellones: una tras otra cruzaron el claro hacia la cabaña, y el anciano se quedó abajo en el sendero, cara al río, en el lugar del muchacho que vigilaba el vado a causa de los soldados.

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