miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREEN


SÉPTIMA ENTREGA


PRIMERA PARTE


III


El río (2)

-¿Y bien, teniente? -dijo éste con jovialidad. Se le ocurrió que Coral tenía más de común con el teniente que con él mismo.

-Estoy buscando a un hombre -explicó el teniente-. Se le ha visto en este distrito.

-No puede hallarse aquí.

-Su hija de usted me dice lo mismo.

-Ella sabe lo que dice.

-Se le acusa con cargos muy serios.

-¿Asesinato?

-No. Traición.

-¡Oh, traición! -exclamó Fellows perdiendo todo interés: había tanta traición por todas partes...; era como el hurto en los cuarteles.

-Es un sacerdote. Confío en que usted le denunciará en cuanto sea visto. -El teniente hizo una pausa-. Usted es un extranjero bajo la protección de nuestras leyes. Esperamos corresponda de modo correcto a nuestra hospitalidad. ¿Es usted católico?

-No.

-Entonces, ¿puedo confiar en su informe?

-Lo supongo.

El teniente permanecía allí, al sol, como un punto de interrogación amenazador y oscuro; por su actitud parecía indicar que ni siquiera aceptaría de un extranjero el beneficio de la sombra. Pero había usado una hamaca: aquello, suponía Fellows, debía considerarse como una requisa.

-¿Quiere un vaso de gaseosa?

-No. No, gracias.

-Bien -suspiró el capitán Fellows-, no puedo ofrecerle nada más, ¿no es cierto? Beber alcohol es también una traición.

El teniente giró de pronto sobre sus talones como si no pudiera soportar por más tiempo su presencia, y se fue dando zancadas por la senda que llevaba a la aldea; las polainas y la pistolera centelleaban a la luz del sol. Se pudo ver que a cierta distancia se detenía para escupir: no había sido descortés, había esperado lo que suponía suficiente para no ser visto antes de descargar su odio y su desprecio por un estilo de vida diferente, por la comodidad, la seguridad, la tolerancia, la complacencia.

-No quisiera tenerlo de enemigo -comentó el capitán Fellows.

-Desde luego, no se fía de nosotros.

-Ellos no se fían de nadie.

-Creo -aventuró Coral- que se ha olido algo.

-Esos huelen en todas partes.

-Verás, es que yo no le dejé registrar aquí.

-¿Y por qué no? -saltó el capitán Fellows; pero en seguida su mente confusa salió por la
Tangente-. ¿Cómo se lo impediste?

-Le dije que le soltaría los perros... y que me quejaría al cónsul. No tenía derecho alguno...

-¡Oh, derecho! -repuso Fellows-. Ésos llevan el derecho en la pistola. Ningún mal había en dejarle mirar.

-Yo le di mi palabra.

La niña era tan inflexible como el teniente: menuda, negruzca y desplazada entre los platanares. Su candor no hacía concesiones a nadie; el futuro, lleno de compromisos, ansiedades y bochorno, permanecía del lado de fuera; la puerta que algún día lo dejaría entrar estaba cerrada. Pero en cualquier momento una palabra, un gesto, el acto más trivial, pudiera ser un sésamo ábrete... ¿para qué? El capitán Fellows se sobrecogió de temor; dábase cuenta que su cariño excesivo le robaba autoridad. Uno no puede regir lo que ama; uno lo observa cuando se arroja con temeridad hacia el puente roto, el carril levantado, el horror de los setenta años futuros... Cerró los ojos (era un hombre feliz) y tarareó una canción.

Coral dijo:

-No me hubiera hecho gracia que un hombre como ése me cogiera... Mintiendo, quiero decir.

-¿Mintiendo? ¡Dios mío! ¿No querrás decir que lo escondes aquí? -exclamó Fellows.

-Desde luego que está aquí. -declaró Coral.

-¿Dónde?

-En el hórreo grande -explicó con suavidad-. No podíamos dejar que lo cogieran.

-¿Sabe tu madre algo de esto?

La niña contestó con una probidad asoladora:

-¡Oh, no! No podía fiarme de ella.

Era independiente de ambos: pertenecían una y otro al pasado. En un plazo de cuarenta años estarían tan muertos como el perro del año pasado. Dijo él:

-Será mejor que me lo enseñes.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+