viernes

PEDRO PÁRAMO - JUAN RULFO -


DECIMOSÉPTIMA ENTREGA

Allá afuera debe estar variando el tiempo. Mi madre me decía que, en cuanto comenzaba a llover, todo se llenaba de luces y del olor verde de los retoños. Me contaba  cómo llegaba la marea de las nubes, cómo se echaban sobre la tierra y la descomponían  cambiándole los colores... Mi madre, que vivió su infancia y sus mejores años en este  pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su  lugar. Es curioso, Dorotea, cómo no alcancé a ver ni el cielo. Al menos, quizá, debe ser el mismo que ella conoció.

-No lo sé, Juan Preciado. Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del  cielo. Y aunque lo hubiera hecho, ¿qué habría ganado? El cielo está tan alto, y mis ojos  tan sin mirada, que vivía contenta con saber dónde quedaba la tierra. Además, le perdí  todo mi interés desde que el padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria.  Que ni siquiera de lejos la vería... Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo  dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies  es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber nacido... El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.

-¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?

-Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me  hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara  de culpas. Ni siquiera hice el intento: «Aquí se acaba el camino -le dije-. Ya no me quedan  fuerzas para más». Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis  manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.

Llamaron a su puerta; pero él no contestó. Oyó que siguieron tocando todas las  puertas, despertando a la gente. La carrera que llevaba Fulgor -lo conoció por sus pasos- hacia la puerta grande se detuvo un momento, como si tuviera intenciones de volver a llamar. Después siguió corriendo.

Rumor de voces. Arrastrar de pisadas despaciosas como si cargaran con algo pesado.  Ruidos vagos. Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto, recostada contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado y olvidado muchas veces, diciéndole: «¡Han matado a tu padre!». Con aquella voz quebrada, deshecha, sólo unida por el hilo del sollozo.

Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otrasmuertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara.

-¡Descánselo aquí! No, así no. Hay que meterlo con la cabeza para atrás. ¡Tú! ¿Qué esperas?

Todo en voz baja.

-¿Y él?

-Él duerme. No lo despierten. No hagan ruido.

Allí estaba él, enorme, mirando la maniobra de meter un bulto envuelto en costales viejos, amarrado con sicuas de coyunda como si lo hubieran amortajado.

-¿Quién es? -preguntó.

Fulgor Sedano se acercó hasta él y le dijo:

-Es Miguel, don Pedro.

-¿Qué le hicieron? -gritó.

Esperaba oír: «Lo han matado». Y ya estaba previniendo su furia, haciendo bolas duras  de rencor; pero oyó las palabras suaves de Fulgor Sedano que le decían:

-Nadie le hizo nada. Él solo encontró la muerte.

Había mecheros de petróleo aluzando la noche.

-... Lo mató el caballo -se acomidió a decir uno.

Lo tendieron en su cama, echando abajo el colchón, dejando las puras tablas donde acomodaron el cuerpo ya desprendido de las tiras con que habían venido tirando de él. Le colocaron las manos sobre el pecho y taparon su cara con un trapo negro. «Parece más grande de lo que era», dijo en secreto Fulgor Sedano.

Pedro Páramo se había quedado sin expresión ninguna, como ido. Por encima de él sus pensamientos se seguían unos a otros sin darse alcance ni juntarse. Al fin dijo:

-Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano, para terminar pronto.

No sintió dolor.

Cuando le habló a la gente reunida en el patio para agradecerle su compañía, abriéndole paso a su voz por entre el lloriqueo de las mujeres, no cortó ni el resuello ni sus palabras. Después sólo se oyó en aquella noche el piafar del potrillo alazán de Miguel Páramo.

-Mañana mandas matar ese animal para que no siga sufriendo -le ordenó a Fulgor  Sedano.

-Está bien, don Pedro. Lo entiendo. El pobre se ha de sentir desolado.

-Yo también lo entiendo así, Fulgor. Y diles de paso a esas mujeres que no armen tanto  escándalo, es mucho alboroto por mi muerto. Si fuera de ellas, no llorarían con tantas ganas. 

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