SÉPTIMA ENTREGA
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¿Qué es la Seguridad Social? (1)
A la mañana siguiente, antes de que el sol pudiera bañarme con sus rayos, me despertó el ruido de la gente recogiendo las escasas pertenencias diseminadas que habíamos usado la noche anterior. Me dijeron que los días se hacían cada vez más calurosos, así que caminaríamos durante las horas más frescas de la mañana, descansaríamos y reanudaríamos nuestro viaje hasta entrada la noche. Doblé la piel de dingo y se la entregué a un hombre que estaba guardando las cosas. Las pieles quedaron a mano, porque cuando el calor apretara más buscaríamos refugio, construiríamos un wiltja, o paravientos de broza, o utilizaríamos nuestras pieles de dormir para hacernos sombra.
A casi ningún animal le gusta el resplandor del sol. Sólo los lagartos, arañas y moscas permanecen alerta y activos a cuarenta grados. Incluso las serpientes se han de enterrar en caso de calor extremo, de lo contrario mueren deshidratadas. A veces no es difícil distinguir a las serpientes porque nos oyen llegar y sacan la cabeza del suelo arenoso para descubrir la fuente de la vibración. Por suerte en aquella época yo no sabía que hay doscientos tipos diferentes de serpientes en Australia, de los que más de setenta son venenosos.
Lo que sí aprendí aquel día fue la extraordinaria relación que tienen los aborígenes con la naturaleza. Antes de iniciar la marcha formamos un cerrado semicírculo, encarados todos hacia el este. El Anciano de la Tribu se colocó en el centro y entonó un cántico. El ritmo lo establecieron y mantuvieron los miembros del grupo, batiendo palmas, dando patadas en el suelo o golpeándose los muslos. Duró unos quince minutos. Era una rutina que se repetía cada mañana y que, según descubrí, constituía una parte muy importante de nuestra vida en común.
Era la plegaria matutina, o el modo de centrarse o de fijar un objetivo cada mañana, como queramos llamarlo. Esta gente cree que todo en el planeta existe por una razón. Todo tiene un propósito. No hay monstruos, inadaptados ni accidentes. Sólo hay malentendidos y misterios que aún no se han revelado al hombre mortal.
El propósito del reino vegetal es alimentar a los animales y los humanos, mantener la tierra firme, realzar la belleza y equilibrar la atmósfera. Me dijeron que las plantas y los árboles cantan a los humanos en silencio y todo lo que piden a cambio es que nosotros les cantemos a ellos. Mi mente científica interpretó al instante que se referían al intercambio entre oxígeno y dióxido de carbono de la naturaleza. El principal propósito del animal no es alimentar a los humanos, pero lo acepta cuando es necesario. En realidad está para equilibrar la atmósfera y ser compañero y maestro con el ejemplo. Así pues, cada mañana la tribu envía un pensamiento o mensaje a los animales y plantas que nos aguardan. Dicen: «Caminamos hacia vosotros para honrar el propósito de vuestra existencia». Corresponde a animales y plantas decidir quiénes de entre ellos serán los elegidos.
La tribu de los Auténticos no se queda nunca sin comida. El universo responde siempre a su correspondencia mental. Ellos creen que el mundo es un lugar de abundancia. De igual modo que usted o yo podríamos reunirnos para oír a alguien tocar el piano y honrar su talento y su propósito, ellos hacen lo mismo con toda la naturaleza y con total sinceridad. Cuando aparecía una serpiente en nuestro camino, obviamente se encontraba allí para servirnos de comida. El alimento diario era una parte muy importante de nuestra celebración vespertina.
Aprendí que el alimento no se daba por supuesto. Primero se solicitaba, se esperaba siempre que apareciera y así era, en efecto, pero se recibía con agradecimiento, mostrándose siempre una auténtica gratitud. La tribu empieza cada día dando gracias a la Unidad por el día, por sí mismos, por sus amigos y por el mundo. Algunas veces piden cosas concretas, pero siempre se expresa así: «Es por mi supremo bien y por el supremo bien de la vida en todas partes».
Después de la reunión matinal en semicírculo intenté decirle a Outa que había llegado el momento de que me acompañara de vuelta al jeep, pero no conseguí encontrarlo. Finalmente admití que podía soportar un día más. La tribu no llevaba provisiones. No plantaba semillas y no participaba en ninguna cosecha. Caminaba por el ardiente Outback australiano, sabiendo que recibiría diariamente las generosas bendiciones del universo. El universo no le decepcionaba nunca.
El primer día no desayunamos nada, lo que resultó ser la pauta habitual. Algunas veces comíamos de noche, pero por lo general lo hacíamos siempre que encontrábamos alimento, sin tener en cuenta la posición del Sol. Muchas veces echábamos un bocado aquí y otro allá, en lugar de hacer una comida tal como nosotros la entendemos.
Llevábamos con nosotros varios pellejos de agua hechos de vejigas de animales. Sé que los seres humanos son agua en un 70 por ciento y que necesitan un mínimo de tres litros y medio al día en condiciones ideales. Observando a los aborígenes me di cuenta de que ellos necesitaban mucho menos y bebían menos que yo. De hecho, apenas bebían de los pellejos de agua. Sus cuerpos parecían aprovechar al máximo la humedad de la comida. Ellos opinan que los Mutantes tienen muchos vicios y que el agua es uno de ellos.
Utilizábamos el agua para mojar lo que parecían hierbas secas y muertas en las comidas. Se introducían los tallos marrones como palos sin vida, deshidratados, y salían muchas veces con el milagroso aspecto de tallos de apio frescos. Sabían encontrar agua donde no había el más mínimo indicio de humedad. En ocasiones se tumbaban en la arena y oían el agua bajo la superficie o colocaban las manos con las palmas hacia abajo y exploraban la tierra en busca de agua. Clavaban largas cañas huecas en la tierra, sorbían por el extremo y creaban una pequeña fuente. El agua salía arenosa y de color oscuro, pero tenía un sabor puro y refrescante. Conocían la existencia de agua a lo lejos por los vapores que se formaban con el calor, e incluso podían olerla y sentirla en la brisa.
Cuando sacamos agua de una grieta rocosa me enseñaron el modo de acercarme sin contaminar la zona con mi olor humano, para que no se asustaran los animales. Después de todo, el agua también era suya. Los animales tenían tanto derecho a ella como las personas. La tribu no se la llevaba nunca toda, aunque su provisión de agua fuera escasa en ese momento. En todos los lugares en que había agua, la gente bebía siempre por el mismo sitio.
Todas las especies observaban este mismo comportamiento. Sólo los pájaros hacían caso omiso de esta regla de acceso y bebían, salpicaban y excretaban a sus anchas. A los miembros de la tribu les bastaba con examinar el terreno para saber qué criaturas andaban cerca. De niños se habituaban a la observación minuciosa y a reconocer así, de un vistazo, el tipo de marcas que dejan en la arena las criaturas que caminan, brincan o reptan.
Están tan acostumbrados a verse las huellas de los pies que no sólo pueden identificarse unos a otros sino que incluso pueden saber, por la longitud de los pasos, si una persona se encuentra bien o si está enferma y camina lentamente. La más leve desviación en la huella del pie sirve para indicarles el destino más probable del caminante. Su percepción traspasa con mucho las limitaciones de las personas que se educan en otras culturas. Su sentido del oído, de la vista y del olfato parece sobrehumano. Las huellas de pisadas tienen vibraciones que indican mucho más de lo que puede verse mirando simplemente la arena.
Más tarde aprendí que se han registrado casos de perseguidores aborígenes que, por las huellas de los neumáticos, han sabido la velocidad, tipo de vehículo, fecha y hora, e incluso el número de pasajeros.
Durante los días siguientes comimos bulbos, tubérculos y otros vegetales parecidos a las patatas y los ñames, que crecían bajo tierra. Podían localizar una planta lista para ser recolectada sin sacarla de la tierra. Movían las manos por encima de la planta y comentaban: «Esta está creciendo, pero aún no está lista» o «Sí, ésta está preparada para nacer». A mí todos los tallos me parecían iguales, así que después de desbaratar unos cuantos y ver cómo volvían a replantarlos, decidí que era mejor esperar hasta que me dijeran lo que tenía que extraer. Ellos lo explicaban como una habilidad natural para encontrar agua que tienen todos los humanos. Debido a que mi sociedad no fomentaba que los individuos se dejaran guiar por su intuición, e incluso lo miraban con desagrado, considerándolo sobrenatural y posiblemente nocivo, tuvieron que enseñarme para que aprendiera lo que se da de forma natural.
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