sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON


Traducción y prólogo de ALFONSO REYES

NOVENA ENTREGA


CAPÍTULO CUARTO (1)
LA HISTORIA DE UN DETECTIVE

Gabriel Syme no era un detective que pretendiera pasar por poeta: era realmente un poeta que se había hecho detective. Su odio a la anarquía no era fingido. Era Syme uno de esos hombres a quienes la aterradora locura de las revoluciones empuja, desde edad temprana, a un "conservatismo" excesivo. Este sentimiento no provenía de ninguna tradición: su amor a la respetabilidad era espontáneo, y se había manifestado de pronto, como una rebelión contra la rebelión.

Procedía de una familia de extravagantes, cuyos más antiguos miembros habían participado siempre de las opiniones más nuevas. Uno de sus tíos acostumbraba salir a la calle sin sombrero, y el otro había fracasado en el intento de no llevar más que un sombrero por único vestido. Su padre cultivaba las artes, y la realización de su propio Yo. Su madre estaba por la higiene y la vida simple. De modo que el niño, durante sus tiernos años, no conoció otras bebidas más que los extremos del ajenjo y el cacao, por los cuales experimentaba la más saludable repugnancia. Cuanto se obstinaba su madre en predicar la abstinencia puritana, tanto se empeñaba su padre en entregarse a las licencias paganas; y cuando aquélla dio en el vegetarianismo, éste estaba ya a punto de defender el canibalismo.

Rodeado, desde la infancia, por todas las formas de la revolución, Gabriel no podía menos de revolucionar en nombre de algo, y tuvo que hacerlo en nombre de lo único que quedaba: la cordura. Pero no podía negar su sangre de fanático, en el exceso de convicción, bastante ostensible, con que defendía el sentido común. Un accidente vino a exasperar su odio de la anarquía moderna. Sucedióle, pues, pasar por cierta calle en el momento de un atentado dinamitero. Por unos segundos se quedó ciego y sordo, y al recobrarse pudo ver -disipado el humo-, vidrios rotos y caras ensangrentadas. Después continuó, corno de costumbre, tranquilo en apariencia, cortés, amable; pero ya había una lesión oculta... en su mente. No veía en los anarquistas, como ve la mayoría, un puñado de locos que combinan el intelectualismo con la ignorancia, sino que los consideraba como un inmenso peligro, como una especie de invasión china.

Continuamente vertía en los periódicos y en los cestos de las redacciones verdaderos torrentes de cuentos, versos, violentos artículos, poniendo a los hombres en guardia contra este torrente de barbarie y de negación. Pero no por eso lograba herir seriamente al enemigo, ni, lo que es peor, lograba un seguro medio de vida. Paseaba por las orillas del Támesis, mordiendo con amargura su mal tabaco y meditando en los progresos del anarquismo, y no había anarquista dinamitero de aire más salvaje ni más solitario que él. "El Gobierno, se decía, lucha solo, y en situación desesperada". De otro modo, como él era muy quijote, nunca se hubiera puesto del lado del Gobierno.

Una tarde -el crepúsculo parecía de sangre- Syme paseaba, como de costumbre, por la orilla del río. Rojo estaba el río donde el cielo rojo se reflejaba, y ambos remedaban su cólera. El cielo estaba tan cargado y el río tan luminoso, que la llamarada del agua parecía más encendida que la del crepúsculo: verdadera fuente de fuego que se precipitara en las cavernas de una ciudad subterránea.

Syme andaba por aquellos días hecho un desarrapado. Llevaba una chistera anticuada y un gabán negro todavía más anticuado y raído, todo lo cual le daba el aspecto de los personajes sospechosos de Dickens y de Bulwer Lytton. Su barba y sus cabellos amarillentos estaban más descuidados y leoninos que en los días de aseo y de cosméticodel Saffron Park. Entre sus contraídos dientes, llevaba un cigarro negro, largo, delgado, comprado en el Soho por dos peniques. Cualquiera lo hubiera tomado por un ejemplar de aquel anarquismo al que había declarado una guerra santa. Probablemente por eso se le acercó un policía del muelle y le dio, como al descuido, las buenas noches.

Syme, en plena crisis de temor por la suerte de la humanidad, se enardeció ante aquel saludo automático del guardia que, en el crepúsculo, se destacaba como un bulto de sombra azul.

-Conque buenas noches, ¿eh? -dijo con un tono insolente-. Hay quien le llame buena a la noche en que ha de sobrevenir el fin del mundo. Mire usted ese sol sangriento, mire usted ese río sangriento. Si todo eso fuera sangre humana derramada y humeante, ahí seguiría usted tan fresco, sólo preocupado de hacer circular a tal o cual vagabundo inofensivo. Ustedes, los policías, son crueles con el pobre, pero hasta eso les perdonaría yo si no fuera por su cachaza.

-Si somos calmosos -contestó el otro- es porque tenemos la calma de la resistencia organizada.

-¿Dice usted? -preguntó Syme, interesado.

-El soldado debe permanecer tranquilo entre el tumulto de la batalla. La serenidad de  los ejércitos está hecha con la furia de las naciones.

-¡Por Dios! -exclamó Syme-. ¡Teorías de la escuela! ¿Y eso es lo que llaman educación laica?

-No -dijo el policía con tristeza-, yo no he disfrutado nunca de esas ventajas. Las "Board Schools" son posteriores a mi época. La educación que a mí me dieron fue muy tosca, y aun temo que muy anticuada.

-¿Pues dónde recibió usted su educación? -preguntó Syme intrigado.

-Yo, en Harrow -dijo el guardia.

Las simpatías de clase que, por falsas que sean, son, para algunos, lo más sincero, estallaron en el corazón de Syme, sin que éste pudiera contenerlas.

-¡Pero hombre de Dios! ¡Usted no debería estar en la policía!

Y el guardia, suspirando y moviendo la cabeza.

-Lo sé -exclamó solemnemente-. Demasiado sé que soy indigno.

-Pero ¿por qué entró usted en la policía? -preguntó Syme indiscretamente.

-Más o menos por la misma razón que usted tiene para calumniar a la policía -replicó  el otro-. Porque comprendí que, en este servicio, hay ciertas oportunidades para aquellos cuyo interés por la humanidad afecta más bien a las aberraciones del intelecto científico, que no al estado anormal -y, aunque excesivo, excusable-, de la voluntad humana. Creo que hablo claro.

-Si quiere usted decir que habla para sí mismo -dijo Syme-, es posible. Pero si quiere decir usted que se explica, no hay tal, no señor. ¿Qué filosofías son éstas en un hombre que lleva el casco azul, aquí, en los muelles del Támesis?

-Ya se ve que no ha oído usted hablar de los últimos desarrollos de nuestro sistema policíaco -le contestó el otro-. Y no me extraña: como que procuramos ocultarlos a las clases cultas, que es donde tenemos más enemigos. Pero me parece que a usted no le faltan disposiciones. Yo creo que usted podría ser de los nuestros.

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