martes

LA RUEDA DE LA VIDA - ELIZABETH KÜBLER-ROSS



UNDÉCIMA ENTREGA

PRIMERA PARTE

"EL RATÓN".

9. TIERRA BENDITA. (2)

Hasta ese momento todas las necesidades médicas eran atendidas por dos mujeres, Hanka y Danka. Eran personas enérgicas y francas, fabulosas, a quienes llamaban Feldsckers. Las dos habían colaborado con la resistencia polaca en el frente ruso, donde habían aprendido los rudimentos de la medicina de campo y habían visto todos los tipos posibles de heridas, lesiones, enfermedades y horrores. Para qué decir que no se arredraban ante nada.

Cuando se enteraron de que yo había detenido la hemorragia en la pierna del hombre, me hicieron preguntas acerca de mi formación. En cuanto oyeron la palabra "hospital", me acogieron como a una de ellas. Desde entonces llevaban a los enfermos y lesionados al edificio que estábamos construyendo para que yo los examinara.

Me veía ante todo tipo de males, desde infecciones a extremidades que había que amputar. Yo hacía todo lo que podía, aunque muchas veces no era más que un buen abrazo lleno de cariño.

Un día me hicieron un regalo increíble. Era una cabaña de troncos con dos habitaciones. La habían limpiado, habían instalado una cocina de leña y unos cuantos estantes, y decidieron que ésa sería una clínica donde las tres podríamos tratar a los pacientes. Y ahí acabó mi trabajo en la construcción.

No sé si lo que hice a continuación fue ejercer la medicina o rezar pidiendo milagros. Todas las mañanas se formaba una cola de veinticinco a treinta personas fuera de la clínica. Algunas habían caminado durante días para llegar allí. Con frecuencia tenían que esperar horas. Si estaba lloviendo, se les permitía aguardar en la habitación que normalmente reservábamos para los gansos, pollos, cabras y otras aportaciones que hacía la gente a nuestro campamento en lugar de dinero. La otra habitación la usábamos para intervenciones quirúrgicas. Teníamos poco instrumental, pocos remedios y nada de anestesia. Sin embargo, he de decir que realizamos muchas operaciones osadas y complicadas. Amputábamos extremidades, extraíamos metralla, asistíamos a parturientas.

Un día se presentó una mujer embarazada a la que se le había formado un tumor del tamaño de un pomelo. Se lo abrimos, sacamos el pus y nos esmeramos en eliminar el quiste. Cuando la hubimos tranquilizado diciéndole que el bebé estaba muy bien, se levantó y se fue a casa.

La resistencia de aquella gente no tenía límites. Su valentía y voluntad de vivir me causaron una profunda impresión. A veces atribuía el elevado índice de recuperación a esa sola determinación. Comprendí que la esencia de su existencia, y de la existencia de toda criatura humana, era simplemente continuar viviendo, sobrevivir.

Para alguien que en otro tiempo había escrito que su objetivo era descubrir el sentido de la vida, ésa fue una profunda lección.

La prueba más difícil se me presentó una noche cuando Hanka y Danka estaban fuera; habían ido a atender unas urgencias en pueblos cercanos y yo estaba a cargo de la clínica.

Era mi primer vuelo a solas. Y en qué circunstancias: se nos habían agotado todas las provisiones médicas. Si ocurría algo, tendría que improvisar. Por suerte el día estuvo tranquilo y la noche se presentaba seductoramente agradable. Me enrollé en mi manta pensando: "Ah, nada me va a despertar esta noche. Por una vez voy a disfrutar de una buena noche de sueño."

Pero pensar eso me trajo mala suerte. Alrededor de la medianoche oí algo que me pareció el llanto de un niño pequeño. Me negué a abrir los ojos, tal vez era un sueño. Y si no era un sueño, ¿qué? Los pacientes solían llegar a cualquier hora, incluso por la noche. Si los atendía a todos, jamás habría dormido ni un momento, así que fingí que dormía.

Pero volví a oírlo. Era el lloro de un niño pequeño, un gemido suplicante, impotente, que no cesaba; después una inspiración ronca, una dolorosa inspiración de aire.

Reprendiéndome por ser tan blanda, abrí los ojos. Tal como lo temía, no estaba soñando. Iluminada por la suave luz de la luna llena, había una campesina sentada a mi lado. Se había envuelto en una manta. Ciertamente los gemidos no provenían de ella. Cuando me incorporé, volví a oír el ronco vagido y vi que acunaba a un niño pequeño en los brazos. Lo observé lo mejor que pude mientras trataba de mantener los ojos abiertos; sí, era un niño. Después miré a la madre. Ella me pidió disculpas por despertarme a aquellas horas, pero me explicó que había caminado desde su pueblo tan pronto como se enteró de que había unas señoras doctoras que ponían bien a las personas enfermas.

Le toqué la frente al pequeño, que tendría unos tres años. Ardía de fiebre. Observé ampollas alrededor de la boca y en la lengua, y señales de deshidratación. Síntomas de una cosa: fiebre tifoidea. Desgraciadamente era muy poco lo que yo podía hacer. No teníamos medicamentos. Se lo expliqué con un encogimiento de hombros.

-Nada -le dije-. Lo único que puedo hacer es invitarla a la clínica y preparar una taza de té caliente.

Agradecida, me acompañó al interior de la clínica. Mientras su hijo se esforzaba por respirar, me miró fijamente como sólo una madre sabe mirar. Callada, triste, suplicante, con unos ojos negros que reflejaban profundidades inimaginables de aflicción.

-Tiene que salvarlo -me dijo con naturalidad. Yo negué con la cabeza, en actitud resignada.

-No, tiene que salvar a mi último hijo -insistió. Entonces, sin el menor estremecimiento de emoción, explicó-: Es el último de mis trece hijos. Todos los otros murieron en Maidanek, el campo de concentración. Pero éste nació allí. No quiero que muera, ahora que hemos salido de allí.

Aun en el caso de que esa pequeña clínica hubiera sido un hospital totalmente equipado, había pocas probabilidades de salvar al niño. Pero no quise parecer una idiota impotente. Esa mujer ya había soportado suficientes crueldades. Si de alguna manera había logrado aferrarse a una esperanza mientras toda su familia era asesinada en las cámaras de gas, entonces yo también tenía  que apelar a todas mis fuerzas.

Así pues, me devané los sesos durante un rato e ideé un plan. Había un hospital en Lublin, una ciudad que estaba a unos 30 kilómetros de distancia. Aunque el campamento no podía proporcionar medios de transporte, podíamos caminar. Si el niño sobrevivía al trayecto, tal vez podríamosconvencer al personal del hospital de que lo admitieran.

El plan era arriesgado. Pero la mujer, sabiendo que era la única opción, cogió al niño en susbrazos y me dijo: -De acuerdo, vamos.

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