PRIMERA PARTE
8. EL SENTIDO DE MI VIDA. (1)
Parecía una adolescente camino del campamento de vacaciones cuando entré en Écurcey montada en una vieja bicicleta que alguien encontró en la frontera. Ésa era la primera vez que me aventuraba fuera de las seguras fronteras suizas, y allí recibí un curso acelerado sobre las tragedias que la guerra había dejado a su paso. La típica y pintoresca aldea que fuera Écurcey antes de la guerra había sido totalmente arrasada. Por entre las casas derruidas vagaban sin rumbo algunos jóvenes, todos heridos. El resto de la población lo formaba en su mayoría personas ancianas, mujeres y un puñado de niños. Había además un grupo de prisioneros nazis encerrados en el sótano de la escuela.
Nuestra llegada fue un gran acontecimiento. Todo el pueblo salió a recibirnos, entre ellos el propio alcalde, el cual manifestó que en su vida se había sentido tan agradecido. Yo sentía lo mismo; mi gratitud era inmensa por la oportunidad de servir a personas que necesitaban asistencia. Todo el grupo de voluntarios vibrábamos de vitalidad. Rápidamente puse en práctica todo lo que había aprendido hasta ese momento, desde las elementales técnicas de supervivencia que me había enseñado mi padre en las excursiones por las montañas hasta los rudimentos de medicina que había aprendido en el hospital. El trabajo era tremendamente gratificante. Cada día estaba lleno de sentido.
Las condiciones en que vivíamos eran malísimas, pero yo no podría haberme sentido más feliz. Dormíamos en camastros desvencijados o en el suelo bajo las estrellas. Si llovía nos mojábamos. Nuestras herramientas consistían en picos, hachas y palas. Una mujer sesentona que iba con nosotros nos contaba historias de trabajos similares después de la Primera Guerra Mundial, en 1918. Nos hacía sentir bienaventurados por lo que teníamos, por poco que fuese.
Por ser la más joven de las dos voluntarias, se me encomendó la tarea de cocinar. Puesto que ninguna de las casas que seguían en pie tenía cocina aprovechable, entre vanos construimos una al aire libre, con un enorme hornillo de leña. El mayor problema era los alimentos. Las raciones que llevábamos desaparecieron casi en seguida al distribuirlas por toda la aldea; en la tienda de comestibles, que estaba milagrosamente intacta, no quedaba nada, aparte del polvo en las estanterías. Varios voluntarios se pasaban todo el día explorando los bosques y granjas de los alrededores para conseguir alimentos suficientes para una sola comida. En una ocasión sólo dispusimos de un pescado frito para alimentar a cincuenta personas. Pero compensábamos la falta de carne, patatas y mantequilla con animada camaradería. Por la noche nos reuníamos a contar historias y a entonar canciones, con las que, según descubrí después, disfrutaban los prisioneros alemanes desde el sótano de la escuela. Los días siguientes a nuestra llegada observamos que todas las mañanas sacaban a los prisioneros y los obligaban a caminar por toda la zona. Cuando volvían, a la caída del sol siempre faltaban uno o dos. Haciendo preguntas nos enteramos de que los utilizaban para detectar minas. Los que no volvían habían saltado en pedazos al pisar una de las minas que ellos mismos habían puesto. Horrorizados, pusimos fin a esa práctica amenazando con ir caminando delante de los alemanes; convencimos a los aldeanos de que era mejor emplear a los nazis en los trabajos de construcción.
A excepción de los habitantes de la aldea, nadie odiaba más a los nazis que yo. Si las atrocidades cometidas en esa aldea no hubieran sido suficientes para atizar mi hostilidad, sólo tenía que pensar en el doctor Weitz preguntándose en el laboratorio si seguirían con vida sus familiares en Polonia. Pero durante las primeras semanas que pasé en Ecurcey comprendí que esos soldados eran seres humanos derrotados, desmoralizados, hambrientos y asustados ante la idea de volar en pedazos en sus campos minados, y me dieron lástima.
Dejé de pensar que eran nazis y empecé a considerarlos simplemente hombres necesitados. Por la noche les pasaba pequeñas pastillas de jabón, hojas de papel y lápices a través de los barrotes de hierro de las ventanas del sótano. Ellos a su vez expresaron sus más hondos sentimientos en conmovedoras cartas a la familia. Yo las guardé entre mi ropa para enviarlas a sus parientes cuando estuviera de vuelta en casa. Años después, las familias de esos soldados, la mayoría de los cuales regresó con vida, me hicieron llegar misivas de sincera gratitud. En realidad, el mes que pasé en Ecurcey, a pesar de las penurias y a pesar de que sentí tener que abandonar la aldea, no podría haber sido más positivo. Reconstruimos casas, es cierto, pero lo mejor que dimos a esas personas fue amor y esperanza.
Ellos a su vez confirmaron nuestra creencia de que ese trabajo era importante. Cuando nos marchábamos, el alcalde se acercó a mí para despedirme, y un anciano achacoso que se había hecho amigo de los voluntarios y que me llamaba la "cocinenta" me entregó una nota que decía: "Has prestado un maravilloso servicio humanitario. Te escribo porque no tengo familia. Quiero decirte que, tanto si morimos como si continuamos viviendo aquí, jamás te olvidaremos. Acepta por favor la profunda y sincera gratitud y amor de un ser humano a otro." En mi búsqueda por descubrir quién era yo y qué deseaba hacer en la vida, este mensaje me sirvió muchísimo. La maldad de la Alemania nazi recibió su merecido durante la guerra y cuando ésta terminó sus atrocidades continuaron siendo juzgadas. Pero comprendí que las heridas infligidas por la guerra, así como el consiguiente sufrimiento y dolor experimentados en casi todos los hogares (al igual que los actuales problemas de violencia, carencia de techo y el sida) no podían curarse a menos que la gente reconociera, como yo y los voluntarios por la paz, el imperativo moral de cooperar y ayudar.
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