traducción de José Ferrater Mora
SEPTUAGESIMOPRIMERA ENTREGA
XXI
CONCLUSIÓN (2)
Kant “criticaba” la razón pura, mas la única verdad ante la cual Kant se inclinaba era la verdad racional, es decir, la que obliga. La idea de que la “coracción” testimonia, no a favor, sino contra la verdad de un juicio, de que todas las “necesidades” deben y pueden resolverse en la libertad (prudentemente relegada por Kant a la Ding an sich), era una idea tan ajena a la “fislosofía crítica” de Kant como a la filosofía dogmática de Spinoza, de Leibniz y de los escolásticos de tendencias místicas. Y la audacia de Dostoievski, que se permite poner en duda el valor probatorio de las pruebas, aparece a la filosofía especulativa como algo todavía más incomprensible y escandaloso: ¿cómo puede un hombre permitirse descartar la verdad sólo porque le repugna? Sean cuales fueren las consecuencias de la verdad, hay que aceptarla. Más todavía: el hombre tiene que aceptarlo todo, pues de lo contrario se arriesga a sufrir espantosas torturas físicas y morales. He aquí el articulus stantis et cadentis de la filosofía especulativa. Cierto es que no lo ha formulado nunca explicite. Siempre lo disimula cuidadosamente, pero, como ya lo hemos visto, se halla implicite siempre presente en ella y continuamente la inspira. Se necesita la audacia de Dostoievski, la “dialéctica intrépida” de Kierkegaard, las intuiciones de Lutero, la pasión de Tertuliano y de Pedro Damián para reconocer en las verdades eternas aquella bellua qua non occisa homo non potest vivere y para atacar sin más armas que el homo non potest vivere esa legión de “pruebas” que ofrecen las evidencias. O, más exactamente, se necesita estar sumido en esa desesperación sin límites de que nos ha hablado Kierkergaard, y que es lo único que puede proyectar al hombre sobre esa dimensión del ser en que terminan las coacciones y, con ellas, las verdades eternas, o en que terminan las verdades eternas y, con ellas, las coacciones.
La impotencia de Dios que, según Kierkegaard, desfallece bajo el abrazo pétreo de la inmutabilidad, o el Dios de Lutero que resulta haber sido el mayor pecador que jamás haya existido en la tierra… Sólo el que ha vivido y vive -no en palabras, sino en experiencia- todo el horror y el peso aplastante de ese último enigma de nuestra existencia, tendrá la suficiente audacia para “desviar su atención” de los “datos inmediatos de la conciencia” y para esperar la verdad del “milagro”. Este es el momento en que Kierkegaard proclama su “divisa”: todo es posible para Dios. Es el momento en que Dostoievski hace frente a los muros de piedra y a los “dos y dos son cuatro”; en que Lutero ve que no es el hombre, sino Dios quien ha cogido el fruto del árbol prohibido; en que Tertuliano trastorna nuestros seculares pudet, ineptum e impossibile; en que Job expulsa a sus piadosos amigos; en que Abraham levanta el cuchillo sobre su hijo; en que, por fin, la Verdad revelada absorbe y destruye todas las verdades obligatorias que el hombre ha obtenido del árbol de la ciencia del bien y del mal.
Es difícil, terriblemente difícil para el hombre percibir la eterna oposición entre la revelación y las verdades del conocimiento. Más difícil aun le es aceptar la idea de una verdad que no obliga. Y, sin embargo, en el fondo de su alma el hombre odia la verdad que obliga, como si presintiera que encubre un engaño, un embrujo, que ha nacido de la Nada vacía e impotente, paralizadora de nuestra voluntad. Y cuando llegan hasta él las voces de quienes, como Dostoievski, Lutero, Pascal, Kierkegaard, le recuerdan la caída del primer hombre, el más despreocupado de los seres escucha con atención. No hay verdad donde reina la coacción. Es imposible que las verdades obligatorias e indiferentes a todo determinen el destino del universo. No tenemos bastante fuerza para disipar los embrujos de la Nada; no podemos librarnos del entorpecimiento y del embotamiento sobrenaturales que nos dominan: para vencer a lo sobrenatural se necesita una intervención sobrenatural.
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