SEXAGESIMONOVENA ENTREGA
XXI
EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN (4)
Platón estaba en lo cierto: al renunciar a la razón, al renunciar al conocimiento nos exponemos a los peores males. Tenía también razón cuando en su Eutifrón proclamaba, en nombre de Sócrates (como si presintiese lo que descubrirían en la Biblia sus lejanos descendientes espirituales, Duns Escoto y Occam), que la idea del bien es increada, que halla, por encima de los dioses, que lo santo no es santo por ser amasado de los dioses, sino que los dioses aman, deben amar lo santo por ser santo. Platón comprendía perfectamente que la moral monta guardia ante la verdad y que si abandonara su puesto la verdad escaparía de nuevo. La verdad y el bien son increados; no menos que el hombre, Dios, en tanto que conoce y elige, está sometido a las normas de la verdad y de la moral. Non ridere, non lugere, neque destetari – sed intelligere: he aquí el primer mandato del pensamiento humano y divino ante el cual todos los mandamientos bíblicos pasan a segundo plano. Pero, en vista de que los Padres de la Iglesia y los escolásticos se remitían continuamente a los textos de la Escritura, es más exacto decir: reflejada por el prisma de la filosofía de Aristóteles, la enseñanza bíblica se transforma en su contrario. El deseo de comprender, intelligere, hizo y hace todavía sordos para el mismo trueno bíblico a los hombres más sensibles.
Kierkegaard nos coloca frente a este momento desconcertante de la historia en que el amor y la misericordia divina chocaron con la inmutabilidad de las verdades increadas, en que el amor tuvo que retroceder. Como el hombre, Dios se declara incapaz de responder a los clamores de la desesperación suprema. Kierkegaard sabía lo que hacía cuando planteaba la cuestión con esa intransigencia. Aun en él no había revestido jamás la expresión indirecta una forma tan sorprendente como en ese conflicto. El intelligere vació a Dios tanto de su omnipotencia como de su alma. Su voluntad “cayó en síncope”; se encontró sometida a no se sabe qué “principio”, y el mismo Dios se transformó en “principio”. En otros términos, Dios se dejó tentar, Dios probó los frutos contra los cuales había advertido a los hombres… No se puede ir más lejos: Kierkegaard nos ha llevado a reconocer que fue Dios y no el hombre el que cometió el pecado original. Pero, ¿es Kierkegaard quien nos ha llevado a reconocerlo? ¿No ha sido llevado él mismo a este reconocimiento?
He aquí por qué he evocado el comentario de Lutero a la Espístola a los Gálatas. Citaré un fragmento de ella que es en cierto modo un comentario a los intentos realizados por Kierkegaard en sus principales obras con el fin de penetrar en el sentido y el alcance de la caída. Teniendo evidentemente presente el célebre cap. 53 del profeta Isaías, Lutero escribe las siguientes palabras: Todos los profetas han visto en espíritu que Cristo había de ser el mayor bandido, adúltero, ladrón, sacrílego, blasfemo, etc, que jamás existiera en el mundo. Así hablaba Lutero, y este es efectivamente el verdadero sentido del terrible capítulo 53 del profeta Isaías, que aniquiló nuestra razón y nuestra moral. Y en otro fragmento, en forma aun más cruda e insoportable para nosotros, Lutero expresa de nuevo la misma idea: Dios envió a su hijo único al mundo y lo cargó con todos los pecados diciéndole: Tú eres Pedro, el que renegó; eres Pablo, perseguidor y blasfemo; eres David, adúlero; eres el pecador que comió la manzana en el paraíso; eres el ladrón crucificado, eres el que ha cometido todos los pecados del mundo.
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