SEGUNDA ENTREGA
PRIMERA PARTE
II
La capital (1)
LA PATRULLA de policía volvía al cuartelillo. Hombres pequeños con misteriosos ojos negros de indio, marchaban desharrapados con los fusiles colgados de cualquier modo, con desechos de algodón que debieran tener botones, y con las polainas caídas sobre el tobillo. La reducida plaza, sobre un altozano, se iluminaba con globos en grupos de a tres enlazados por cables aéreos. La Tesorería, la Presidencia, un consultorio de dentista, la cárcel (blanco edificio bajo, con peristilo, que databa de trescientos años), una calle en rápida pendiente y la pared trasera de una iglesia en ruinas: en cualquier dirección que se anduviera, inevitablemente se llegaba al agua y al río. Las clásicas fachadas color de rosa se desconchaban mostrando el barro encubierto, y el barro lentamente revertía al barro. Alrededor de la plaza continuaba el paseo de la tarde: las mujeres en una dirección, los hombres en la opuesta. Jóvenes con camisas rojas pugnaban tumultuosamente en torno a los puestos de agua mineral.
El teniente marchaba al frente de sus hombres con aire de amargo tedio. Parecía ir unido a ellos contra su voluntad: acaso el chirlo de su quijada fuese reliquia de una fuga. Llevaba las polainas y la funda de la pistola lustrosa, todos los botones cosidos. Su nariz cortante y ganchuda resaltaba en su flaco rostro de bailarín: su limpieza daba una impresión de ambición excesiva en la ciudad andrajosa. Un olor acre subía desde el río a la plaza y los buitres se acostaban en los tejados bajo la tienda de sus alas negras y ásperas. A veces una cabecita obtusa fisgaba hacia abajo y una garra cambiaba de sitio.
A las nueve y media en punto se apagaron todas las luces de la plaza. Un guardia presentó armas torpemente y la patrulla entró en el cuartel; no esperaron orden alguna, colgaron los fusiles junto al comedor de oficiales, esparciéndose por el patio hacia las hamacas o los excusados. Algunos se quitaron las botas de un puntapié y se acostaron. Se descascarillaba el estuco que cubría los muros de tapia; varias generaciones de policías había garrapateado mensajes en el jalbegue. Unos cuantos labriegos aguardaban en un banco con las manos entre las rodillas. Nadie les prestaba atención. Dos hombres reñían.
-¿Dónde está el jefe? -preguntó el teniente.
Nadie lo sabía; creían que estaría jugando al billar en cualquier parte de la ciudad. El teniente sentose con irritación a la mesa del jefe: detrás de su cabeza dos corazones a lápiz se entrelazaban sobre el estuco.
-Muy bien -dijo-, ¿qué aguardáis? Traed los detenidos.
Éstos entraron inclinándose, sombrero en mano, uno detrás de otro.
-Fulano de Tal, borracho y alborotador.
-Cinco pesos de multa.
-Pero yo no puedo pagar, Su Excelencia.
-Entonces que limpie el lavabo y las celdas.
-Fulano de Tal, por estropear un cartel electoral.
-Cinco pesos de multa.
-Fulano de Tal, que llevaba una medalla religiosa bajo la camisa.
-Cinco pesos de multa.
Del servicio se deducía una conclusión: no había nada de importancia. A través de la puerta abierta entraban zumbando los mosquitos. Se oyó afuera al centinela presentando armas: era el jefe (le Policía. Entró, garboso, un hombre fornido de cara gorda y colorada, vestido de franela blanca con un sombrero ancho y un cinturón-canana con un enorme revólver que rebotaba sobre el muslo. Sostenía un pañuelo junto a la boca: estaba triste.
-Otra vez el dolor de muelas -se lamentó-, ¡dolor de muelas!
-Sin novedad -anunció el teniente con desprecio.
-El gobernador hoy ha vuelto a meterse conmigo -manifestó el jefe, quejoso.
-¿Licor?
-No, por un cura.
-Hace unas semanas que se fusiló al último.
-Él no lo cree así.
-La peste del caso es que no tenemos fotografías -dijo el teniente.
Echó una ojeada a la pared, al retrato de James Calver, reclamado por los Estados Unidos por robo en un Banco y por homicidio: una cara ordinaria e irregular tomada de frente y de perfil. Descripción enviada a todos los puestos de América Central: la frente estrecha y los ojos fanáticos y fijos. Le miró con pena; era poco probable que le echaran mano, allí en el Sur; le cogerían en algún garito cerca de la frontera. En Juárez, o Piedras Negras, o Nogales.
-Dice que sí, que tenemos -se condolió el jefe-. ¡Mis muelas! ¡Oh, mis muelas! -Intentó sacar algo del bolsillo del pantalón, pero se interpuso la funda de la pistola. El teniente se azotaba impaciente las lustrosas botas-. Aquí está.
Gran número de personas sentadas alrededor de una mesa: jovencitas vestidas de muselina blanca; mujeres de edad con el pelo descuidado y expresión cansada; unos cuantos hombres asomaban tímidos y preocupados en el fondo. Los rostros estaban formados por multitud de puntitos: era una fotografía de periódico, una fiesta de primera comunión retratada años atrás. Un mozuelo con alzacuello romano se sentaba entre las mujeres. Se le podía imaginar mimado con menudas delicadezas, acaparado por las mujeres en una atmósfera sofocante de intimidad y respeto. Allí estaba, regordete, con ojos saltones, regocijado con los inocentes chistes femeninos.
-Esto es de hace años.
-Tiene el aspecto de todos -comentó el teniente. La fotografía era oscura, pero podía vislumbrarse una quijada, bien afeitada y empolvada, de excesivo desarrollo para su edad. Las cosas buenas de la vida le llegaron demasiado pronto: el respeto de sus coetáneos, la subsistencia segura. La trivial frase religiosa en la punta de la lengua, la chanza para despejar el camino, la fácil aceptación del homenaje ajeno... Total: un hombre feliz. Un odio instintivo, como el del perro al gato, se agitó en las entrañas del teniente.
-Ya hemos fusilado seis ejemplares como ése -exclamó.
-El gobernador tiene un informe... Intentó escapar a Veracruz la semana pasada.
-Pero, ¿qué hacen los “camisas rojas” que acuden a nosotros?
-Oh, se les escabulló. Suerte que no tuvo tiempo de coger el vapor.
-¿Qué le ocurrió?
-Encontraron su mulo. El gobernante dice que lo quiere tener dentro de este mes. Antes que empiecen las lluvias.
-¿Cuál era su parroquia?
-Concepción y las aldeas inmediatas. Pero salió de allí hace años.
-¿Tiene algo de particular?
-Puede pasar por gringo. Estuvo seis años en un seminario de los Estados Unidos. No sé otra cosa. Nació en Carmen; hijo de un tendero. Eso nos ayuda muy poco.
-Para mí todos se parecen -manifestó el teniente.
Algo que pudiera llamarse horror le agitó al mirar los vestidos de muselina blanca: recordó el olor a incienso de las iglesias durante su infancia, los cirios, la presunción de los hombres revestidos de encajes; las enormes peticiones hechas desde los escalones del altar por hombres que ignoraban el significado de un sacrificio. Los viejos aldeanos con los brazos en cruz ante las imágenes de los santos; fatigados por la tarea de una larga jornada en las plantaciones, aún se les exprimía para una mortificación adicional. Y el cura circulaba con la bolsa de la colecta, cogiendo sus centavos, prohibiéndoles los pecadillos que daban alegría a su existencia y sin sacrificar nada en cambio, a no ser un poco de complacencia sexual. Y eso era fácil, pensaba el teniente. Él mismo no sentía necesidad de mujeres. Exclamó:
-¡Le echaré mano; es cuestión de tiempo!
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