miércoles

EL PODER Y LA GLORIA - GRAHAM GREEN (1904 – 1991)


PRIMERA ENTREGA

NOTA DEL AUTOR
Esta novela se basa en la situación de uno de los Estados de Méjico hace algo más de diez años. No se ha intentado reproducir ninguna persona viviente en ninguno de los caracteres.

El cerco se estrecha; el poder sagaz de los
sabuesos y de la mente amenaza de hora en hora.
DRYDEN


PRIMERA PARTE


I


El puerto

MR. TENCH salió a buscar el otro cilindro, afuera, bajo el sol llameante de Méjico y el polvo blanquecino. Unos cuantos zopilotes se asomaron desde el tejado con apática indiferencia; él todavía no era una carroña. Un vago sentimiento de rebeldía sacudió su corazón; se destrozó las uñas al arrancar un pedrusco del suelo, que arrojó a las aves. Una de ellas partió aleteando sobre la ciudad: sobre la plaza chiquitita; sobre el busto de un ex presidente, ex general, ex ser humano; sobre los dos tenderetes donde se vendía agua mineral; hacia el río y el mar. No encontraría nada, ya que los tiburones buscaban carroña por allí. Mr. Tench siguió atravesando la plaza.

Le dijo Buenos días a un hombre con pistola que estaba sentado en un cuadrito de sombra contra la pared. Pero allí no era como en Inglaterra: el hombre no dijo nada, tan sólo alzó la vista con malevolencia, como si jamás hubiera tenido trato con él, como si él no fuera quien puso el forro de oro en dos de sus muelas.

De todos modos esto no le hizo detenerse. Dejó atrás la Tesorería que antes fue iglesia, y se dirigió al muelle. A mitad de camino se le olvidó de pronto por qué había salido. ¿Por un vaso de agua mineral? Era cuanto se podía beber en estado de prohibición, excepto la cerveza; pero ésta era monopolio del Gobierno y demasiado cara, salvo en ocasiones especiales. Una horrible sensación de náusea le afligió el estómago. No podía ser agua mineral lo que necesitaba. Desde luego era el otro cilindro...; había llegado el barco. Sintió su alborozado silbido desde la cama después del almuerzo. Pasó ante la barbería y dos dentistas y alcanzó la orilla del río entre un almacén y la Aduana.

El río avanzaba lento cerca del mar entre los platanares; el General Obregón estaba amarrado y descargaba la cerveza; un centenar de cajas aparecían ya apiladas sobre el muelle. Míster Tench, de pie a la sombra de la Aduana, pensaba: “¿Por qué estoy aquí?” Perdía la memoria con el calor.

Reunió la bilis y escupió con abandono al sol. Sentóse después sobre una caja y esperó. Nadie le había de visitar antes de las cinco. El General Obregón estaba a unas treinta yardas. Con unos pies de barandilla deteriorada, un bote salvavidas, una campana colgada de una cuerda podrida, una lámpara de aceite en la serviola, parecía poder resistir dos o tres años más en el Atlántico si no se metía en una nortdestada del golfo. Ése, por supuesto, sería su final. En realidad no importaba: todos van asegurados automáticamente al comprar el pasaje. Media docena de pasajeros se apoyaban en la borda entre los pavos trabados y miraban el puerto: el almacén, las calles vacías y calcinadas con consultorios de dentistas y barberías.

Mr. Tench oyó crujir una funda de pistola detrás de sí y volvió la cabeza. Un oficial de  aduanas le observaba con irritación. Decía algo que él no pudo entender.

-Perdóneme -dijo.

-Mis dientes -pronunció confusamente el aduanero.

-¡Oh! -exclamó Mr. Tench-. Sí, sus dientes.

El hombre no tenía ninguno; por esto no podía hablar claro; él se los había arrancado  todos. Le sobrecogió otra náusea. Algo no estaba en regla: lombrices, disentería... Dijo:

-La dentadura estará pronto. Esta noche -prometió, despreocupadamente.

Era, por supuesto, del todo imposible; pero así vivía uno, aplazándolo todo. El hombre quedaba satisfecho: él podía olvidarse y, en todo caso, ¿qué iba a hacer el cliente? Había pagado por adelantado. Aquello era el mundo entero para míster Tench: el calor y el olvido, el aplazamiento hasta mañana, dinero en mano a ser posible... y además ¿para qué preocuparse?

Miró el río calmoso: una aleta de tiburón se movía como un periscopio en la desembocadura. En el curso de los años varios barcos habían encallado y ahora se procuraba reforzar las orillas. Las chimeneas se inclinaban como cañones apuntando objetivos distantes a través de los bananos y las marismas.

Él pensó: “El otro cilindro; casi lo había olvidado”. Se le abrió la boca y empezó taciturno a contar las botellas de Cerveza Moctezuma. Ciento cuarenta cajas. Doce veces ciento cuarenta (la boca se le llenó de saliva espesa); doce por cuatro son cuarenta y ocho. Musitó en inglés:

-Dios mío, qué bonita.

Se refería a la suma: mil doscientas, mil seiscientas ochenta; escupió mirando con vago interés a una muchacha en la barandilla del General Obregón; una hermosa figura esbelta. En general eran más gordas, de ojos oscuros desde luego, y el brillo inevitable del diente de oro, pero algo lozanas y juveniles... Mil seiscientas ochenta botellas, a un peso la botella. Alguien preguntó en inglés:

-¿Qué decía usted?

Él giró en redondo.

-¿Es usted inglés? -inquirió asombrado; pero al ver la cara redonda y hundida, tiznada con una barba de tres días, modificó la pregunta-. ¿Habla usted inglés?

-Sí -contestó el hombre.

Permanecía tieso a la sombra; era pequeño, iba vestido con un traje de calle oscuro y andrajoso, y llevaba una caja pequeña atada. Bajo el brazo una novela, cuya cubierta mostraba una escena de amor en colores chillones. Dijo:

-Dispénseme. He creído hace un momento que usted me hablaba.

Tenía los ojos saltones; daba una impresión de regocijo inestable, como si tal vez viniese de celebrar un cumpleaños... solo. Mr. Tench se aclaró la garganta y escupió.

-¿Qué ha sido lo que he dicho?

-Ha dicho usted: “Dios mío, qué bonita”.

-¿Y qué puedo haber querido decir con eso? -Levantó la vista al cielo implacable. Allí estaba un zopilote como vigilando-. ¿Qué? ¡Ah! La chica, supongo. No se ve a menudo una monada así por estos alrededores. Nada más que una o dos al año dignas de verse.

-Es muy joven.

-¡Oh! No tengo intención alguna -repuso Mr. Tench, aburrido-. Un hombre puede mirar. He vivido solo durante quince años.

-¿Aquí?

Quedaron callados y el tiempo corrió; la sombra de la Aduana avanzó unas pulgadas hacia el río; el zopilote se apartó un poco, igual que la manecilla negra de un reloj.

-¿Ha venido usted en el barco? -indagó Mr. Tench.

-No.

El hombrecillo parecía evadir la contestación, pero como se requiere una explicación,  manifestó:

-Miraba tan sólo. Supongo que se hará a la mar en seguida, ¿verdad?

-Para Veracruz -respondió Mr. Tench-. Dentro de pocas horas.

-¿Sin hacer escalas?

-¿Dónde habría de hacerlas? -Y de repente inquirió-: ¿Cómo ha venido usted aquí?

El forastero dijo vagamente:

-En canoa.

-Tiene usted una hacienda, ¿eh?

-No.

-Es agradable oír hablar en inglés -observó Mr. Tench-. Entonces, ¿lo aprendió usted en los Estados Unidos?

El hombre asintió. No era muy locuaz.

-¡Ah, lo que yo daría -suspiró Mr. Tench- por encontrarme allí ahora! -Y acto seguido añadió en voz baja y ansiosa-: ¿No tendría usted acaso algo de beber en esa caja? Algunos de ustedes lo justifican allí (he conocido a uno o dos) un poco por motivos medicinales.

-Tan sólo llevo medicinas.

-¿Es usted médico?

Los ojos inyectados en sangre miraron a hurtadillas y de soslayo a Mr. Tench.

-¿Quizá me llamaría usted... curandero?

-¿Remedios patentados? Vivir y dejar que vivan -opinó Mr. Tench.

-¿Se embarca usted?

-No, he bajado aquí para... para... Oh, bueno, de todos modos no importa. -Se puso la mano sobre el estómago y agregó-: ¿No tiene usted alguna medicina, sabe usted, para...? ¡Oh, infierno! No sé para qué. Sólo es a causa de esta tierra cruel No le es posible a usted curarme de esto. No puede nadie.

-¿Desearía usted volver al hogar?

-Hogar -repitió él-, mi hogar está aquí. ¿No vio usted a cuánto está el peso en Ciudad de Méjico? A cuarto el dólar. ¡Cuarto! ¡Oh, Dios! Ora pro nobis.

-¿Es usted católico?

-No, no. Es tan sólo una expresión. No creo en nada de eso. -Y añadió fuera de propósito-: De todos modos hace demasiado calor.

-Deberíamos buscar donde sentarnos.

-Suba a mi alojamiento -le invitó Mr. Tench-. Tengo una hamaca sobrante. El barco tardará una hora en salir... si es que desea usted vigilar su salida.

El forastero explicó:

-Lo aguardaba para ver a alguien. A un tal López de nombre.

-Oh, lo fusilaron hace unas semanas -observó Tench.

-¿Muerto?

-Ya sabe usted que aquí eso es corriente. ¿Era amigo suyo?

-No, no -protestó el hombre con presteza-. Tan sólo amigo de un amigo.

-Bien, esto es lo que ocurre -comentó Mr. Tench. Aclaró de nuevo su garganta y escupió a la dura luz solar-. Dicen que acostumbraba dar ayuda... oh, a los indeseables... pues, para que escaparan. Ahora su chica vive con el jefe de policía.

-¿Su chica? ¿Quiere usted decir su hija?

-No era casado. Quiero decir la joven con quien vivía. -Mr. Tench se sorprendió un momento al ver cierta expresión en la cara del forastero. Siguió diciendo-: Ya sabe usted lo que ocurre. -Miró hacia el General Obregón-. Es un buen bocado. Por supuesto, en dos años será como las demás. Gorda y estúpida. ¡Oh, Dios, me gustaría beber! Ora pro nobis.

-Tengo un poco de aguardiente -anunció el forastero.

Él le miró con ansia.

-¿Dónde?

El hombre de rostro demacrado se llevó la mano a la cadera; era como si señalara la fuente de su regocijo nervioso. Mr. Tench le asió la muñeca.

-Cuidado -advirtió-. Aquí no. -Miró el cuadro de sombra; un centinela sentado sobre un canasto vacío dormía junto a su fusil-. Venga a mi casa.

-Me proponía tan sólo ver partir el barco -manifestó el hombrecito de mala gana.

-¡Oh, tardará unas horas todavía! -volvió a asegurarle Mr. Tench.

-¿Unas horas? ¿Está usted seguro? Al sol hace mucho calor.

-Sería mejor que viniera usted a casa. Casa: frase usada para dar a entender las cuatro paredes detrás de las cuales uno dormía. Allí nunca hubo un hogar.

Atravesaron ambos la placita abrasada donde el general muerto enverdecía con la humedad y los tenderetes de gaseosa se alzaban bajo las palmeras. Parecía una postal ilustrada en un montón de otras postales; barajando el paquete obtendríais Nottingham, una vista de los arrabales de la ciudad natal y otra de unas vacaciones en Southend. El padre de Mr. Tench también había sido dentista. Su recuerdo más lejano era el hallazgo de un desecho en un cesto de papeles vacíos: una basta boca de arcilla, desdentada, que parecía proceder de las excavaciones de Dorset: Neandertal o Pithecantropus. Aquello fue su juguete favorito. Procuraron tentarle con un mecano; pero el destino había llamado. Siempre hay un momento en la infancia en que se abre la puerta y deja penetrar el futuro. El cálido y húmedo puerto fluvial y los buitres yacían en el cesto de los papeles, y él los extrajo. Deberíamos estar agradecidos por no poder contemplar los horrores y envilecimiento esparcidos alrededor de nuestra niñez en aparadores y estanterías, por todas partes.

Allí no había pavimentación; durante las lluvias el pueblo (en realidad no era otra cosa) se enfangaba. Ahora el terreno notábase duro como piedra bajo los pies. Los dos hombres anduvieron silenciosos, pasando ante los establecimientos de barberos y dentistas; los zopilotes sobre el tejado parecían tranquilos como volatería doméstica: se buscaban los parásitos bajo las alas toscas y polvorientas.

Deteniéndose ante un tugurio de madera, de un solo piso, con veranda, donde se columpiaba una hamaca, Mr. Tench dijo:

-Dispénseme.

La casucha era un poco mayor que las demás de aquella calleja que, doscientas yardas más allá, se perdía en la marisma. Pronunció con nerviosismo:

-¿Le gustaría echar una ojeada dentro? No quiero alardear, pero soy aquí el mejor dentista. No es mal sitio. Dado lo que pueden ser los sitios.

El orgullo oscilaba en su voz como una planta de raíces superficiales. Acto seguido le guió hacia dentro, cerrando tras de sí la puerta, hasta un comedor donde había un par de mecedoras a los lados de la mesa desnuda; una lámpara de petróleo, algunos números atrasados de periódicos norteamericanos y un aparador.

-Voy a sacar los vasos, pero antes quisiera enseñarle... Usted es un hombre educado...

El consultorio daba a un corral donde unos pavos paseaban nerviosos su pompa raída; un torno movido a pedal, una silla de dentista con chillona felpa encarnada, una estantería de cristal donde los instrumentos se mezclaban polvorientos. Unas tenazas se remojaban en una taza, una lámpara de alcohol rota estaba arrinconada en un extremo, y sobre los estantes esparcíanse mordazas de algodón en rama.

-Magnífico -opinó el forastero.

-No es tan malo, ¿verdad? -repuso Mr. Tench-, para esta ciudad. No puede usted imaginarse las dificultades. Ese torno -añadió con un dejo de amargura- es de construcción japonesa. Sólo hace un mes que lo tengo y ya está gastado. Pero no me los puedo proporcionar de procedencia norteamericana.

-La ventana es muy hermosa -dijo el forastero.

Le habían ajustado una hoja de vidriera en colores; una Madona miraba, por la rejilla mosquitera, a los pavos del corral.

-La puse -explicó Mr. Tench- cuando saquearon la iglesia. No es propio de un gabinete de dentista sin una vidriera pintada. No es civilizado. En casa, quiero decir en Inglaterra, en general suelen poner el “Caballero Alegre”, no sé por qué; o si no la rosa de los Tudor. Pero uno no puede coger y escoger. Abrió la puerta.

-He aquí mi cuarto de trabajo.

Lo primero que se veía era una cama con mosquitero.

-Me falta espacio, ¿comprende usted? -se justificó.

Un jarro y una jofaina, junto a una jabonera, estaban en un extremo de un banco de carpintero; en el otro, había un soplete, una bandeja con arena, alicates y un hornillo.

-Moldeo en arena -continuó diciendo-. ¿Qué otra cosa puedo hacer en este lugar? -Cogió un molde de mandíbula inferior y añadió-: No siempre las puede sacar uno exactas. Por supuesto, los clientes reclaman.

Lo dejó de nuevo y se inclinó hacia otro objeto sobre el banco: algo correoso, de aspecto intestinal, con dos breves vejigas de goma.

-Fisura congénita. Es la primera vez que la he tratado. Es el caso Kingsley. Yo dudaba poder hacerlo. Pero un hombre ha de procurar hallarse al corriente de los adelantos.

Se le abrió la boca; volvió al aspecto de vacuidad. El calor era abrumador en aquel cuartito. Permanecía en él como un hombre perdido en una caverna entre fósiles e instrumentos de una edad poco conocida. El forastero insinuó:

-Si pudiéramos sentarnos...

Él le miró inexpresivo.

-Podríamos beber el aguardiente.

-Oh, sí, el aguardiente.

Mr. Tench sacó dos vasos de una alacena que había debajo del banco y los limpió de un rastro de arena. Después ambos fueron a sentarse en las mecedoras de la habitación delantera. Él escanció.

-¿Agua? -preguntó el forastero.

-No puede usted fiarse del agua -contestó Mr. Tench-. Me ha puesto así. -Con las manos sobre el estómago tomó un gran sorbo-. Tampoco usted tiene muy bien aspecto -agregó mirándole con más insistencia-. A ver sus dientes. -Le faltaba un colmillo y los incisivos estaban amarillentos de sarro y caries-. Debe usted cuidarlos -le aconsejó.

-¿Qué utilidad tiene? -exclamó el forastero.

Sostenía su vaso lleno de aguardiente, con cautela, como si fuese un animal que cobijara, pero del cual no se fiase. En su poquedad y descuido tenía aspecto de persona sin importancia, vencido incidentalmente por la enfermedad o la inquietud. Sentábase en el mismo borde de la mecedora con su cajita atada en equilibrio sobre las rodillas y retardando beber el aguardiente con afición culpable.

-¡Adentro! -le animó Mr. Tench (el aguardiente no era suyo)-. Le hará bien.

Este hombre de traje oscuro y hombros caídos le traía el recuerdo penoso de un ataúd; la muerte ya residía en su boca cariada. Suspirando se sirvió otro vaso.

-Aquí está uno muy solo -dijo-. Es agradable hablar en inglés, aunque sea con un extranjero. Considero que tal vez le guste ver un retrato de mis pequeños. -Sacó una instantánea amarillenta de su cartera y se la entregó. En un jardín dos chiquillos pugnaban por coger el asa de una regadera-. Por supuesto -hizo constar-, esto era dieciséis años atrás.

-Pues ya serán unos hombres.

-Uno ha muerto.

-¡Oh! -pronunció el otro con dulzura-. ¿En un país cristiano?

Tomó un trago de aguardiente y sonrió con cierta estupidez a míster Tench.

-Sí, así lo creo -contestó éste con sorpresa. Expelió la flema y añadió-: Por supuesto, a mí no me parece cosa de importancia.

Quedóse callado y sus pensamientos se extraviaron, se le abrió la boca y pareció gris y ausente, hasta que un dolor de estómago le hizo volver en si y se sirvió un poco más de aguardiente.

-A ver, ¿de qué estábamos hablando? De los chiquillos... Oh, sí, los pequeños. Tiene gracia, lo que recuerda uno. Sabe usted, yo me acuerdo de esa regadera mejor que de los niños. Costó tres chelines, once peniques y tres cuartos, y estaba pintada de verde; podría llevarle a usted a la tienda donde la compré. Pero en cuanto a los chiquillos -se detuvo en el pasado mirando el vaso- no puedo recordar sino que lloraban y apenas algo más.

-¿Tiene usted noticias?

-Oh, dejé de escribir antes de instalarme aquí. ¿De qué servía? No podía mandarles dinero. No me sorprendería que mi esposa se hubiese vuelto a casar. A su madre le gustaría; la vieja zorra nunca se ha interesado por mí.

El forastero manifestó en voz baja:

-Es horrible.

Mr. Tench volvió a examinarle con sorpresa. Allí estaba, sentado como un negro signo de interrogación, pronto a irse, pronto a quedarse, en equilibrio sobre su asiento. Su aspecto era ignominioso con la barba gris de tres días, canijo. Uno podría ordenarle cualquier cosa. Aclaró:

-Me refiero al mundo, a las cosas que ocurren.

-Beba su aguardiente.

Lo sorbió. Fue como una condescendencia. Después preguntó:

-¿Recuerda usted este lugar antes... antes de que vinieran los camisas rojas?

-Por supuesto que sí.

-¡Qué feliz era esto entonces!

-¿Ah, sí? No lo noté.

-De todos modos había... Dios.

-Eso no influye en la dentadura -replicó Mr. Tench, sirviéndose un poco más de aguardiente-. Siempre ha sido un sitio espantoso. Solitario. ¡Dios mío! En mi tierra dirían que es muy pintoresco. Yo pensé: cinco años aquí y partiré después. Había mucho trabajo. Dientes de oro. Pero entonces el peso bajó. Y ahora no puedo irme. Lo haré algún día. Sí, me retiraré. A mi país. A vivir como debe vivir un caballero. Esto -señaló el cuarto ruin y desnudo-, he de olvidar todo esto. Oh, ya no tardaré mucho. Soy optimista.

El forastero inquirió de pronto:

-¿Cuánto tarda para llegar a Veracruz?

-¿Quién?

-El barco.

Mr. Tench respondió sombrío:

-En cuarenta horas estaríamos allí. Hay el Diligencia. Un buen hotel. También salones de baile. Una ciudad alegre.

-Al parecer está cerca -repuso el forastero-. Y el pasaje, ¿cuánto costaría?

-Tendría que preguntarlo a López -contestó Mr. Tench-. Es el encargado.

-Pero López...

-Oh sí; se me olvidaba. Lo han fusilado.

Alguien llamó a la puerta. El forastero deslizó la caja debajo de la mecedora, y Mr. Tench se dirigió con cautela a la ventana.

-Nunca es uno demasiado precavido -comentó-. Todo dentista digno de este nombre tiene enemigos.

Una voz débil les imploraba: -¡un amigo!- y Mr. Tench abrió la puerta. En el acto entró el sol como un lingote calentado al blanco. Un chico preguntaba desde el umbral por un doctor. Llevaba un sombrero enorme y tenía los ojos pardos y estúpidos. Detrás de él dos mulos resoplaban y piafaban sobre la calle calcinada. Mr. Tench explicó que él no era doctor, sino dentista. Mirando alrededor vio al forastero agachado en la mecedora con la vista fija expresando ruego, súplica... El chico dijo que había un doctor nuevo en la ciudad; el antiguo tenía calentura y no quería salir. La enferma era su madre. Un vago recuerdo activó el cerebro de Mr. Tench. Pronunció con el aire de descubrir algo:

-¡Hombre! Usted es doctor, ¿no es cierto?

-No, no. He de alcanzar el barco.

-Creí que dijo usted...

-He cambiado de idea.

-¡Oh, bueno! No saldrá en unas horas todavía -aseveró Mr. Tench-. Estos barcos nunca son puntuales.

Le preguntó al chico si vivía lejos y aquél contestó que a seis leguas.

-Demasiado lejos -comentó él-. Anda. Busca a otro. -Y dirigiéndose al forastero-: ¡Cómo se esparcen las noticias! Todo el mundo ya debe saber que está usted en la ciudad.

-No podría serle útil -manifestó el forastero con ansia, como si pidiera humildemente la opinión de Mr. Tench.

-Vete -dijo éste.

El chico no se movía. Estaba bajo el sol cruel mirando adentro con paciencia infinita. Dijo que su madre se estaba muriendo. Los ojos pardos no expresaban emoción: se trataba de un hecho. Uno nace, sus padres mueren, uno se hace viejo, uno se muere también.

-Si se está muriendo -replicó Mr. Tench-, no es caso de que la vea un médico.

Pero el forastero se había levantado. A regañadientes se doblegaba ante un suceso que no podía evitar.

Musitó con tristeza:

-Ocurre siempre así. Como ahora.

-Tendrá suerte si no pierde usted el barco.

-Lo perderé -afirmó-. Está resuelto que lo pierda. -Le sacudía una ira diminuta-. Deme mi aguardiente.

Tomó un gran sorbo, mirando al impasible muchacho, a la calle caldeada, a los zopilotes como manchitas negras sembradas en el cielo.

-Pero si ella se está muriendo... -empezó nuevamente Mr. Tench. -Yo conozco a esas gentes. No estará más moribunda que yo. No puede usted serle útil.

El chico los contemplaba como si no le importase. El razonamiento en lengua extranjera sostenido allí dentro era algo abstracto: no le concernía. Él debía esperar allí hasta que el doctor se decidiera.

-No entiende usted nada de esto -decía el forastero con furia-. Eso es lo que todo el mundo dice en todos los casos: no servirá de nada. -El aguardiente le había afectado. Añadió con amargura monstruosa-: Oigo lo mismo en todas partes.

-De todas formas -repuso Mr. Tench-, habrá otro barco. Dentro de quince días. O de tres semanas. Tiene usted suerte. Podrá usted marcharse. No ha ganado usted aquí su capital.

Pensaba en el suyo propio: el torno japonés, la silla de dentista, la lámpara de alcohol, los alicates y el hornillo pequeño para los empastes de oro: un interés contingente en el país.

-Vamos -dijo el forastero al muchacho.

Luego se volvió hacia Mr. Tench y le dijo que le agradecía el descanso al abrigo del sol. Tenía la clase de dignidad a la cual estaba hecho Mr. Tench: la dignidad empequeñecida de la gente temerosa de un leve dolor y que, sin embargo, permanecía en la silla con cierta firmeza. Acaso se preocupaba por el viaje en mulo. Con un aspecto anticuado en los modales, prometió:

-Rezaré por usted.

-Ha sido usted bien venido -contestó Mr. Tench.

El hombre montó en el mulo, y el chico emprendió el camino muy lentamente, bajo el resplandor brillante, hacia el pantano, tierra adentro. De allí había surgido el forastero por la mañana, para echar un vistazo al General Obregón: ahora volvía atrás. Se ladeaba muy ligeramente en la silla por los efectos del aguardiente. Se convirtió en una diminuta figura desilusionada hacia el final de la calle.

“Ha sido grato hablar con un forastero”, pensaba Mr. Tench, retornando a su habitación y cerrando la puerta tras sí (uno nunca sabe...). Encarábase de nuevo con la soledad, el vacío. Pero estaba tan acostumbrado a los dos como a su propia cara vista en el espejo. Se sentó en la mecedora y se columpió creando una débil brisa en el aire pesado. Una estrecha columna de hormigas atravesaba el cuarto hasta la porción del suelo donde el forastero derramara un poco de aguardiente: se detenían en ella y después se dirigían metódicamente hacia la pared opuesta, desapareciendo.

Allá, en el río, el General Obregón pitaba dos veces. Él no sabía por qué. El forastero había dejado un libro. Yacía debajo de su mecedora: una mujer con vestidos del tiempo del rey Eduardo, sollozando arrodillada sobre una alfombra, abrazaba los zapatos castaños, bruñidos y puntiagudos de un hombre, el cual permanecía desdeñoso y lucía un bigotillo engomado. El libro se titulaba. La Eterna Mártir. Al cabo de un rato Mr. Tench lo cogió. Al abrirlo se sorprendió totalmente: la cubierta no parecía concordar con lo que dentro estaba impreso: era latín.

Esto le hizo quedarse pensativo; cerró el libro y se lo llevó al cuarto de trabajo. Uno no puede quemar un libro, pero tal vez baste con esconderlo si uno no está seguro... seguro (eso es) de lo que hubiera en todo aquello. Lo puso dentro del hornillo para fundir el oro. Después quedóse junto al banco de carpintero, con la boca abierta: se acordó de lo que le había llevado al muelle, del otro cilindro que le traía, río abajo, el General Obregón. De nuevo sonó el pito en el río, y él salió corriendo al sol, sin sombrero. Le habían dicho que el barco no partiría antes de la madrugada, pero aquella gente no era de fiar, no para que guardara sus retrasos en el horario, y desde luego, cuando llegó a la orilla, pasando entre la Aduana y el almacén, el General Obregón ya se había separado diez pies por el calmoso río, dirigiéndose a la mar. Vociferó sin que sirviera de nada: no había rastros del cilindro en todo el muelle. Gritó una vez más y luego dejó de preocuparse. No importaba gran cosa, después de todo: un leve dolor adicional apenas se notaría entre la enorme incuria.

Sobre el General Obregón comenzó a soplar una débil brisa: los platanares de los lados, unas antenas de radio sobre un promontorio, el puerto, desaparecieron de la vista. Mirando hacia atrás no podría siquiera uno decir si aquello había existido jamás. Abríase el ancho Atlántico; las grandes olas cilíndricas levantaban la proa y los pavos trabados rodaban por la cubierta. El capitán aparecía de pie en la diminuta casilla de cubierta con un mondadientes en el pelo. La tierra se alejaba con un balanceo lento y uniforme, y casi de repente llegó la noche mostrando un cielo lleno de estrellas bajas y brillantes. Encendióse una lámpara de petróleo a proa y la muchacha que míster Tench observara desde la orilla empezó a cantar dulcemente; una canción de melancolía sentimental y resignada sobre una rosa manchada con la sangre del amado. Había una sensación inmensa de libertad y de aire en el golfo, la línea de la baja costa tropical estaba enterrada en la oscuridad, tan profundamente como si se tratara de una momia en la tumba.

-Soy feliz -dijo la joven para sí, sin considerar el motivo-, soy feliz.

Allá lejos, en la oscuridad, los mulos continuaban atrafagados. El efecto del aguardiente había desaparecido rato antes y el hombre, a través del paraje pantanoso, que con las lluvias quedaría intransitable, sentía en su cerebro el sonido de la sirena del General Obregón. Sabía qué significaba aquello: el barco no retrasaba la salida; estaba abandonado. Sintió inquina involuntaria por el chico que iba delante y por la mujer enferma; era indigno de la misión que cumplía. Un olor a humedad subió a su alrededor; era como si las llamas no hubieran secado aquella parte de la tierra cuando el mundo fue lanzado rodando por el espacio: habían tan sólo absorbido la niebla y las nubes de aquellos parajes espantosos. Empezó a rezar, rebotando con las zancadas del mulo en su vaivén escurridizo; su voz era aguardentosa:

-Que me cojan pronto... Que me cojan pronto. Había procurado escapar, pero era como el rey de una tribu del África Occidental, el esclavo de su pueblo, que ni siquiera puede acostarse cuando los vientos fallan.

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