El pasado 5 de noviembre falleció en Buenos Aires Juan Manuel Tenuta, fundador de El Galpón junto con Atahualpa del Cioppo y otros. Tenía 89 años. Actor de enorme popularidad, Tenuta caló hondo en el alma humana de su pueblo ofreciendo enormes pruebas de su talento artístico y sumándose (como víctima) a las persecuciones ideológicas registradas durante los años negros de la dictadura uruguaya. Pero el exilio, pese a su traumática incidencia y gracias a la empecinada voluntad que le distinguía, le abrió nuevas puertas tras las cuales mantuvo siempre una inconmovible y ejemplar línea de conducta ética, al tiempo que proyectaba su igualmente inconmovible profesión de artista comprometido.
Walter Acosta, camarada de Tenuta desde sus días en El Galpón, evoca la memoria de este entrañable gran actor uruguayo que acaba de pasar a la inmortalidad con el unánime y emocionado homenaje de toda la colectividad teatral del Río de la Plata.
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Tenuta resultó un compañero más, particularmente sensible a nuestra bisoña necesidad no sólo de palmaditas en el hombro sino también a saludables y cautelosos juicios críticos tras nuestros incipientes pasos en la escena. Durante mi pasaje en la escuela, quedan recuerdos imborrables de Tenuta como actor: su Chebutikin en “Las Tres hermanas”, el notable Proctor de “Un enemigo del Pueblo”, su estremecedor y surrealista Enésimo Lupus en “El centroforward murió al amanecer”… y el recalcitrante Señor Peachum en “La ópera de dos centavos”. Más tarde -como gran diamante de su corona tespiana- Tenuta alcanzaría la consagración suprema al interpretar al juez Azdak en “El círculo de Tiza Caucasiano” donde yo, compartiendo con el teatro mi flamante luna de miel, interpreté cinco personajes en el multitudinario elenco y jamás perdí de atisbar noche a noche entre bambalinas aquella gozosa lección suya de histrionismo visceral, desopilante y espléndidamente sobredimensionada. Ocurrió tanto en Montevideo como en Buenos Aires.
Entre muchas otras cosas, vendrían después algunas aventuras donde yo fui su partenaire. Primero, Ugo Ulive me asigna un papel en una obra de Mauricio Rosencof donde comparto protagonismo con Tenuta y Blas Braidot. La obra se titula “El Gran Tuleque” y para El Galpón marca un hito en los intentos primeros de “popularizar” el teatro nacional recurriendo a fuentes vernáculas tan representativas como la murga. Criticar esa premisa puede parecer casi risible hoy día pero en aquellos tiempos provocó agrias polémicas, tanto así que algunos periodistas exaltados pusieron en la picota la política de repertorio que pretendía aplicar El Galpón. Al producirse el estreno de esta obra en el Teatro Victoria, 1959, un anónimo crítico uruguayo encabezó su artículo a tres columnas con un titular en el que compara a “El gran Tuleque” con la decadencia del teatro vocacional.
El rol de Sacucho (nombre con el que desde entonces siempre me saludará Mauricio Rosencof dondequiera me encuentre) me obligó a tocar el redoblante en una murga, técnica que sólo alcancé a dominar muy torpemente pero que -según dijo un crítico- fue compensada con un emotivo patetismo del personaje en su dura realidad cotidiana. Tanto los versos de Carlos Maggi como la ferviente y contagiosa actuación de la murga contribuyeron al éxito de aquella urticante y polémica elección en el repertorio de El Galpón que se presentó en el marco de la floreciente revolución cubana y de una crisis económica y política imparable en el Uruguay. Todo estuvo magníficamente liderado por Tenuta en su aplaudido rol de Juan Jesús Pacheca, director de la murga “Los laburantes de la draga”.
En 1960 se toma una audaz decisión: llega Molière al Galpón con “El Burgués Gentilhombre” y termina siendo otra gran creación de Tenuta. Su personificación de Monsieur Jourdain no podía estar más lejos del Azdak brechtiano o del Pacheca que inventara Rosencof. En lo que a mí se refiere fue un doblete, pues en aquella aclamada dirección de Pedro Orthous donde yo comencé siendo el Maestro Sastre, la suerte quiso que terminara interpretando a Covielo, el inefable bufón que Blas Braidot debió abandonar para efectuar una obligada visita a China en medio de nuestra temporada. Fue gracias a esa circunstancia que con Tenuta y El Galpón llegamos a representar la obra en 1960 en el augusto escenario del Teatro Solís. Un incomparable Monsieur Jourdain que adornó de ingenuidad casi redentora las inevitables y repudiables pretensiones de clase que distinguían al personaje. ¡Y nada me quitará una pizca de orgullo al respecto por haber compartido en el Solís aquella comedia con Adela Gleijer, mi colega en la escuela dramática y compañera eterna de Tenuta en la vida real!
Pocos meses después de aquella memorable aventura, se me acerca un día Tenuta antes de una asamblea y me dice: “Acosta, tengo una obra para vos. Tendrás que encarnar a una especie de pirata que anda en monopatín haciendo estragos por todos lados. Se llama Juan el Malo”.
Fue mi única incursión en el teatro infantil. La obra se titulaba “La Princesa Clarisa”, escrita por el titiritero y dramaturgo Rolando Speranza en 1961, año de su estreno en el Teatro Odeón. La puesta marcó el debut de Juan Manuel Tenuta como director, un trabajo al que supo imprimir gran ritmo e inventiva escénica. La escenografía de Marta Grompone (responsable también del vestuario) se componía de una serie de plataformas y practicables dominados por una rampa elevada que arrancaba desde el fondo del escenario del Odeón hasta llegar al borde del proscenio. El recorrido de unos seis metros y el declive pronunciado de la rampa aseguraban que mi primera aparición en monopatín, luciendo un bicornio napoleónico y botas, fuera espectacular.
Los villanos son roles apetecidos por los actores y bajo la firme dirección de Tenuta mi Juan el Malo no escapó a la tradición: un villano que resultó simpático a la audiencia infantil la cual terminaba intercediendo ante la justicia para que –arrepentido de sus fechorías– no recibiera un castigo excesivo.
En 1962, Las Piedras demandó mi tiempo para fundar el Teatro de los Comediantes. Siete años después de una empecinada lucha por sobrevivir y crear un público, el grupo fue víctima de las Medidas de Seguridad y de una redada policial, episodio que marcó el fin de la aventura local y precedió sin merecer ninguna atención por parte de la capital al gran operativo policial y clausura de El Galpón, grave atropello que sí ocupó los grandes titulares de la prensa. Allí comienza el desbande con un exilio trashumante para Tenuta, Adela y otros… mientras varios galponeros más, acogidos por México, construyen de la nada y paso a paso un largo y emotivo trabajo de supervivencia y proyección en el nuevo campo de acción.
Recién me reencontraré con Tenuta y Adela en Buenos Aires en el año 2007. Poco sabemos cada uno de nosotros sobre lo sucedido en el largo intervalo de dos décadas: Tenuta no se ha enterado realmente de mis años de teatro en Europa o del Premio Casa de las Américas en el 2010 por la obra sobre Pinochet y Margaret Thatcher, ni yo de los múltiples éxitos que la pareja ha obtenido en Venezuela y en Argentina. La única gran excepción es, naturalmente, la aclamada versión cinematográfica de “Esperando a la carroza”, éxito que consagra popularmente a Tenuta.
Comienza entonces una lenta “reconstrucción” de nuestras interrumpidas relaciones, signada por episodios cada vez más frecuentes que culminan con la presentación de mi obra “Con tinta y con sangre” en el Teatro Nacional Cervantes, en 2010. Tenuta estaba en ese momento representando en la calle Corrientes “Agosto, condado de Osange”. La larga y exitosa temporada de esa obra nos permitió encuentros frecuentes junto al teatro en la Calle Corrientes para llenar el tiempo que transcurría entre su notable escena inicial y el saludo final al que se sentía obligado en honor al público de cada noche. Fueron momentos de particularísimo valor para mí hablando siempre de nuestra común pasión por el teatro y evocando una y otra vez los años de El Galpón desde sus inicios. Acariciando nuevos planes, también. Es así que durante esa temporada de “Agosto”, Tenuta no dudó un solo instante en apoyar y convencer a sus compañeros de elenco que colaboraran en el lanzamiento en el Teatro Nacional Cervantes de mi obra “Con tinta y con sangre”, ambicioso ensayo épico sobre la Revolución de Mayo en el que con su voz áspera y distintiva interpretó a Cornelio Saavedra. En cambio, no pude convencerlo nunca de que me estrenara mi obra premiada en Montevideo “El hombre en su cama” interpretando a Juan Carlos Onetti. Habría estado genial.
Poco después sobreviene el episodio que obliga a Tenuta a interrumpir su actividad artística. Es un momento que marcará su progresivo alejamiento de las tablas aunque acaricie siempre la esperanza del regreso. En tal sentido, yo mismo llegué a decirle juguetonamente (sin saber que faltaba poco para el fin) que debía olvidar alguna secreta pero obvia coquetería reconociendo la necesidad de enfrentar la “nueva” vida de otra manera. Como pude juzgar durante algunas privilegiadas visitas domiciliarias, jamás se deterioró su interés por el acontecer cotidiano… no sólo en Argentina sino también en Uruguay y el mundo. Tenuta confirmaba de esta manera aquello de que siempre fue un artista preocupado, ocupado y comprometido con los avatares del tiempo que le tocó vivir.
Hoy, portavoz de tantos colegas y de mi propio dolor, despido agradecido al camarada diciéndole “¡Adiós, Nino!”.
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