(extraído del libro publicado en 1986 por SCALA BOOKS WITH THE ARCHER M. HUNTINGTON OF THE UNIVERSITY OF TEXAS AT AUSTIN / c 1986 Elizabeth Fonseca / Printed in Italy)
SEGUNDA ENTREGA
-Si bien la consideras -digo- la evolución del arte es una sucesión de plagios geniales, a través de la historia. Sólo se puede llegar a expresar algo nuevo y permanente si se ha sabido imitar la novedad permanente de lo que nos ha precedido. Malraux -que también tiene grandes aciertos- dice que el arte no empieza en nadie, porque siempre se sigue haciendo. Giotto -es su ejemplo- no descubrió la pintura contemplando a las ovejas, sino mirando al Cimabue. Para plagiar bien hace falta tener mucho talento, porque sólo merece ser imitado aquello que la mayoría no puede imitar. Hay que ser Virgilio para copiar a Homero, y hay que ser Dante para imitar a Virgilio. Muchos habían pasado ante Velázquez sin verlo, hasta que vino Goya y lo copió. Vino, vio y copió, que es una manera de vencer, y, sobre todo, de vencerse a sí mismo. Por eso, cuando, con esa humildad a que te referías, logras capturar el milagro de la pintura que ves en otro pintor, la pintura, milagrosamente, te hace expresar lo más tuyo, y no lo ajeno…
Augusto me interrumpe:
-La pintura no es propiedad de nadie, sino un absoluto que algunos se aproximan mucho. Pero la tentación de ese absoluto no debe hacer que perdamos de vista a la naturaleza… Es verdad que sin la abstracción, o sea, sin la idea de estructura -que sustenta y anima a toda creación artística-, la realidad nunca se convertirá en una obra de arte, y, sin embargo, es necesario contar con la realidad, para que esa estructura tenga el misterio de la vida. Hay que apoyarse en la realidad y conservarla también en nuestra alma, para que allí se asocie con los pensamientos y los sentimientos que la pintura ha dejado en nosotros… Lo mismo que puedo decir de mí mismo es que, cuando era un niño, me gustaba observar ciertas cosas de la realidad, y que después -sin tenerlas delante- buscaba, solo en mi habitación, dibujar de distintas maneras, las imágenes que, a partir de aquellas observaciones, se habían formado dentro de mí. Es posible que deseara ser fiel a las cosas reales, y sentirme, al mismo tiempo, libre de ellas… Lo sigo deseando todavía.
-Tu padre me contaba que tenías una especial predilección por los caballos -le digo-. Que, a veces, recorrías las calles de París, durante horas, siguiendo a un caballo, y que, después, podías dibujarlo de memoria, en cualquier postura… Conociéndote como te conozco -y de acuerdo a lo que has dicho-, supongo que te sentías con derecho a dibujar libremente al caballo real, sin traicionarlo, cuando te habías apoderado de él, convirtiéndote en su dueño espiritual. Entonces, ese caballo ya no pertenecía a su antiguo propietario, sino a ti, o mejor, a cada uno de los dibujos que hacías de él… Es probable que, en la infancia del arte, el hombre de las cavernas dibujara al bisonte para apropiárselo… La verdad es que siempre has pintado caballos, que han evolucionado junto con tu pintura. Si los hubieras conservado a todos -cosa imposible en ti-, hoy tendrías una manada tan numerosa como única en su género… No ha sido por azar que, para mencionar un ejemplo supremo del gran arte, hayas recordado al caballo negro de Paolo Ucello.
-Las manías se conservan -dice Augusto-. Todos estamos condenados a seguir siendo los mismos, en el fondo, aunque nuestros conocimientos y nuestro mundo se amplíen y se enriquezcan constantemente. La mayor de las diferencias entre mi niñez y mi juventud es que mis trabajos posteriores a aquellos dibujos infantiles han nacido de la observación de la realidad, y, sobre todo, de observar la pintura de otros, entre las que se destaca la de mi padre, que fue mi maestro y que formó, en el Uruguay, una gran escuela: el “Taller Torres-García”. Como todos los integrantes del “Taller”, me eduqué en el Constructivismo, que, apartándose de la abstracción pura de los neoplasticistas, buscaba la universalidad a través de lo símbolos, o grafismos. Para no caer en una intención temática, ajena a los valores propios del arte, el Constructivismo establece que los símbolos no deben ser pensados por el artista previamente a la ejecución de la obra, sino a partir de su estructura, compuesta según el orden ortogonal y dentro de la medida que establece la Sección Áurea. Aunque yo no he sido capaz de seguir practicando ese tipo de arte, porque mi sensibilidad me arrastraba, la verdad es que esa educación me ha permitido encontrarme conmigo mismo, en una dimensión superior a mí mismo. Ahora puedo olvidarme de la utilidad de los objetos reales, para intentar captarlos en su puro ser. Así liberados del uso común que se hace de ellos -y que los disimula, en vez de revelarlos-, esos objetos se asocian mejor entre sí y coinciden con el objeto del arte, que los estructura, dentro de un ritmo quieto. Al principio todo esto se me presenta como un caos anímico, como una extraña mezcla de realidad y de pintura, que me inquiera y que me desconcierta. Cuando ese caos comienza a tener cierto orden e intuyo la posibilidad de hacer una estructura, cojo los pinceles y el compás de medir, y procuro exteriorizar ese mundo que la realidad y el arte han ido formando en mi interior. Si lo expreso bien o mal, no soy yo quien puede juzgarlo.
Augusto hace una pausa, me mira fijamente y me dice:
-Ahora… hablemos de otra cosa.
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