sábado

LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN


TERCERA ENTREGA


3

Un calzado natural

Había recorrido una corta distancia cuando noté un dolor punzante en los pies. Miré hacia abajo y vi que me asomaban unas espinas. Me las arranqué, pero cada vez que daba un paso me clavaba más. Intenté avanzar saltando sobre un pie y extrayendo al mismo tiempo las lacerantes agujas del otro. A los miembros del grupo que se volvían para mirarme les debió parecer cómico. Sonrieron de oreja a oreja. Outa se detuvo para esperarme, y la expresión de su rostro parecía más comprensiva cuando dijo: «Olvídate del dolor. Sácate las espinas cuando acampemos. Aprende a resistir. Fija la atención en otra cosa. Después nos ocuparemos de tus pies. Ahora no puedes hacer nada».

La frase «Fija la atención en otra cosa» fue la que tuvo un mayor significado para mí. He trabajado como médico con cientos de personas que sufrían, sobre todo en los últimos quince años en que me he especializado en acupuntura. En situaciones terminales, a menudo el paciente debe decidir entre tomar una droga que le deje inconsciente o someterse a la acupuntura. En mi programa educativo a domicilio he utilizado esas mismas palabras.

Esperaba que mis pacientes fueran capaces de hacerlo y ahora alguien esperaba lo mismo de mí. Del dicho al hecho hay un gran trecho, pero lo conseguí. Al cabo de un rato nos detuvimos para descansar un momento y descubrí que la mayoría de las puntas se habían partido. Los cortes sangraban y las agujas se me habían metido debajo de la piel. Caminábamos sobre spinifex. Es lo que los botánicos llaman hierba de playa, que se aferra a la arena y sobrevive donde hay poca agua gracias a sus hojas afiladas como cuchillos. La palabra «hierba» es muy engañosa porque esa planta no se parece a ninguna hierba que yo conozca, no sólo porque sus hojas cortan sino porque además las agujas que sobresalen de ella son como espinas de cactos. Al penetrar en mis pies me dejaron la piel irritada, roja, hinchada y escocida. Por suerte soy una mujer aficionada al aire libre, que disfruta tomando el sol moderadamente y que a menudo camina descalza, pero las plantas de mis pies no estaban en absoluto preparadas para el trato que les aguardaba. El dolor no cesaba y me brotó sangre de todos los tonos, desde el rojo brillante hasta el marrón oscuro, a pesar de que yo trataba de no pensar en ello. Al mirarme los pies ya no distinguía la laca descascarillada de las uñas, del rojo de la sangre. Finalmente se me quedaron insensibles.

Caminábamos en completo silencio. Parecía muy extraño que nadie dijera nada. La arena estaba caliente, aunque no quemaba. El sol era cálido, pero no insoportable. De tanto en tanto el mundo parecía apiadarse de mí y me proporcionaba una breve brisa de aire fresco. Cuando miraba más allá del grupo, no distinguía una línea claramente definida entre el cielo y la tierra. En todas direcciones se repetía la misma escena, como una acuarela, en la que el cielo se mezclaba con la arena. Mi mente científica quería mitigar el vacío con unos límites. Una formación de nubes a miles de metros por encima de nuestras cabezas hacía que un solitario árbol en el horizonte pareciera una «i» con su punto. Tan sólo oía el crujido de los pies sobre la tierra, como si unas tiras de Velcro se unieran y se separaran repetidamente. De vez en cuando alguna criatura del desierto rompía la monotonía al moverse en un arbusto cercano.

Un gran halcón pardo apareció de la nada y sobrevoló encima de mi cabeza en círculos. Sentí que en cierto modo vigilaba mi avance. No se acercó a ninguno de los otros, pero yo tenía un aspecto tan diferente al de los demás que pensé que tal vez necesitaba inspeccionarme más de cerca.

Sin previo aviso, la columna dejó de caminar hacia el frente y se desvió. Me cogieron por sorpresa; no se había dado ninguna instrucción de variar el rumbo. Todo el mundo pareció darse cuenta menos yo. Pensé que tal vez ellos se supieran el camino de memoria, pero era evidente que no seguíamos ningún camino en la arena con spinifex. Caminábamos sin rumbo por el desierto.

Mi cabeza era un torbellino de pensamientos. En el silencio me resultaba fácil observar mis pensamientos huyendo de un tema a otro. ¿Estaba ocurriendo todo aquello realmente? Quizá fuera un sueño. Habían hablado de atravesar Australia. ¡Eso no era posible! ¡Caminar durante meses! Tampoco eso era razonable. Habían oído mi grito de auxilio. ¿Qué significaba eso? Era algo a lo que estaba destinada... Menuda broma. No es que la ilusión de mi vida fuera precisamente sufrir explorando el Outback. También me preocupaba la inquietud que mi desaparición provocaría en mis hijos, sobre todo en mi hija. Estábamos muy unidas. Pensé en mi casera, que era una matrona anciana y respetable. Si no pagaba el alquiler a tiempo, ella me ayudaría a arreglar las cosas con los dueños. Apenas una semana antes había alquilado un televisor y un aparato de vídeo. ¡Bueno, volver a tomar posesión de todo aquello sería una experiencia única! En aquel momento no creía que estuviéramos fuera más de un día, como mucho. Después de todo, no había nada a la vista para comer o beber.

Me eché a reír. Era una broma mía, personal. ¿Cuántas veces había dicho que quería ganar un viaje exótico con todos los gastos pagados? Ahí lo tenía, con provisiones incluidas. Ni siquiera tenía que llevarme el cepillo de dientes. No era lo que yo había pensado, desde luego, pero sí lo que había expresado más de una vez.

A medida que avanzaba el día, tenía tantos cortes en las plantas y los lados de los pies que los cortes, la sangre coagulada y las hinchazones rojizas les daban el aspecto de unas extremidades feas, insensibles y teñidas. Mis piernas estaban rígidas, los hombros quemados me escocían, y tenía el rostro y los brazos en carne viva. Ese día caminamos durante unas tres horas. Los límites de mi resistencia se expandían una y otra vez. A veces creía que si no me sentaba enseguida me desplomaría. Entonces ocurría algo que atraía mi atención. Aparecía el halcón, lanzando sus extraños y horripilantes chillidos sobre mi cabeza, o alguien se ponía a andar a mi lado y me ofrecía un trago de agua de un recipiente de aspecto desconocido que no era de alfarería y que llevaba atado con una cuerda alrededor del cuello o la cintura.

Milagrosamente la distracción siempre me proporcionaba alas, me daba nuevas fuerzas, un nuevo soplo de aire. Por fin llegó el momento de detenerse para pasar la noche.

Inmediatamente todos tuvieron algo en que ocuparse. Encendieron un fuego sin usar cerillas, con un método que recordé haber visto en el Manual del desierto para exploradoras. Yo nunca había intentado hacer fuego dando vueltas a un palito en un agujero. Nuestros monitores no lo habían conseguido nunca. Apenas lograban producir el calor necesario para encender una llama diminuta, y al soplar sobre ella sólo se conseguía apagarla. En cambio aquella gente era muy experta. Algunos recogieron leña, y otros plantas. Dos hombres habían compartido una carga durante toda la tarde. Llevaban un trapo descolorido atado a dos largas lanzas, a modo de bolsa. Su contenido abultaba mientras caminaban, como si se tratara de enormes bolas. Lo depositaron en el suelo y sacaron varias cosas.

Una mujer muy anciana se acercó a mí. Parecía tan vieja como mi abuela, que pasaba ya de los noventa. Sus cabellos tenían la blancura de la nieve. Unas suaves arrugas llenaban su rostro de pliegues. Su cuerpo era esbelto, fuerte y flexible, pero tenía los pies tan secos y duros que parecían pezuñas. Era la mujer que había visto antes con la cinta de complicados dibujos, para el pelo, y los adornos en los tobillos. La anciana se quitó una pequeña bolsa de piel de serpiente que llevaba atada a la cintura y vertió algo que parecía vaselina descolorida en la palma de su mano. Me enteré de que era un ungüento de aceite de hojas. Señaló mis pies y yo asentí a su oferta de ayuda. La mujer se sentó frente a mí, puso mis pies en su regazo, me frotó el ungüento en las llagas hinchadas y entonó una canción. Era una melodía tranquilizadora, casi como una nana. Le pregunté a Outa cuál era su significado.

«Le está pidiendo perdón a tus pies -me contestó-. Les dice que los aprecias mucho. Les dice que todo el mundo en el grupo aprecia tus pies, y les pide que se pongan buenos y fuertes. Hace sonidos especiales para curar heridas y cortes. También emite sonidos que extraen los fluidos de la hinchazón. Pide que tus pies se vuelvan fuertes y duros.»

No fueron imaginaciones mías. Realmente noté que la quemazón, el escozor y el dolor de las llagas empezaban a aplacarse, y sentí un alivio progresivo. Mientras permanecía sentada con los pies en aquel regazo maternal, mi mente desafió la realidad de aquella experiencia. ¿Cómo había ocurrido? ¿Dónde había comenzado?

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