domingo

LAS VOCES DEL DESIERTO - MARLO MORGAN


QUINTA ENTREGA


5

Un poco de entusiasmo

Sólo había una cosa en el país que no me gustaba. Tenía la impresión de que los pobladores originarios del continente, los nativos de piel oscura llamados aborígenes, seguían estando discriminados. Se les trataba de modo muy parecido a como nosotros los americanos tratamos a nuestros nativos. La tierra que les dieron para vivir en el Outback es arenosa y sin valor, y la zona norte está configurada por escarpados riscos, maleza y matorrales. La única zona razonable que aún se considera como suya se ha declarado parque nacional, de modo que tienen que compartirla con los turistas.

No vi aborígenes ejerciendo ningún tipo de función social, ni caminando por la calle con colegiales de uniforme. No vi a ninguno en los servicios religiosos de los domingos, aunque asistí a los de diversas confesiones. No vi a ningún aborigen trabajando como dependiente en las tiendas de ultramarinos, ni manejando paquetes en Correos, ni vendiendo artículos en los grandes almacenes. Visité oficinas gubernamentales y no vi a ningún empleado aborigen. No hallé a ninguno trabajando en las gasolineras ni sirviendo a los clientes en los puntos de venta de comida rápida. Su número parecía escaso. Se veían en las ciudades, actuando en los puntos turísticos. Los veraneantes podían observarlos en los cercados de ovejas y ganado trabajando como ayudantes, a los que llaman jackaroos. Me dijeron que cuando un ranchero descubre ocasionalmente indicios de que un grupo nómada de aborígenes ha matado a una oveja, no lo denuncian. Los nativos sólo cogen lo que de verdad necesitan para comer y, todo hay que decirlo, se les atribuyen poderes sobrenaturales para vengarse.

Una noche observé a un grupo de jóvenes mestizos aborígenes de poco más de veinte años llenando unas latas de gasolina e inhalándolas luego mientras se dirigían caminando al centro de la ciudad. Se intoxicaron visiblemente con aquellos vapores. La gasolina es una mezcla de hidrocarburos y productos químicos. Yo sabía que potencialmente podía dañar la médula ósea, el hígado, los riñones, las glándulas suprarrenales, la espina dorsal y todo el sistema nervioso central. Pero, al igual que el resto de personas que había aquella noche en la plaza, no hice ni dije nada. No hice intento alguno por detener su estúpido juego. Después me enteré de que uno de aquellos jóvenes a los que había visto había muerto por intoxicación de plomo y fallo respiratorio. Sentí la pérdida con tanta intensidad como la que hubiera sentido al enterrar a un viejo amigo. Fui al depósito de cadáveres y vi los trágicos despojos. Como persona que dedicaba su vida a intentar prevenir las enfermedades, me pareció que la pérdida de cultura y de perspectivas personales habrían contribuido a aquel juego con la muerte. Lo que más me preocupaba era mi actitud, porque los había visto y no había levantado un dedo por detenerlos. Interrogué a Geoff, mi nuevo amigo aussie. Era un hombre de mi edad, propietario de un importante concesionario de automóviles, soltero y muy atractivo, el Robert Redford de Australia. Habíamos salido juntos varias veces, así que durante una cena a la luz de las velas, tras escuchar una sinfonía, le pregunté si la gente era consciente de lo que estaba ocurriendo. ¿No había nadie que intentara hacer algo al respecto?

Me dijo: «Sí, es triste, pero no se puede hacer nada. Tú no entiendes a los abos. Son primitivos, salvajes, gente del interior. Nos hemos ofrecido a educarlos. Los misioneros se han pasado años intentando convertirlos. En el pasado eran caníbales. Aún hoy siguen negándose a abandonar sus costumbres y viejas creencias. La mayoría prefiere la dureza del desierto. El Outback es una tierra dura, pero ellos son la gente más dura del mundo. Rara vez triunfan los que viven a caballo de las dos culturas. Es cierto que es una raza en extinción. Están disminuyendo por voluntad propia. Son totalmente analfabetos, sin ambiciones ni empuje para el éxito. Tras doscientos años siguen sin encajar en nuestra sociedad, y ni siquiera lo intentan. Carecen de formalidad en los negocios y no son de fiar; actúan como si el tiempo no existiera. Créeme, no se puede hacer nada para motivarlos».

Pasaron unos cuantos días, pero yo no dejaba de pensar en el joven muerto. Hablé de mi inquietud con una mujer que trabajaba también en la sanidad y que, como yo, estaba desarrollando un proyecto especial. Su trabajo la llevaba a tratar con ancianos aborígenes.

Buscaba información sobre plantas, hierbas y flores silvestres que sirvieran para prevenir o tratar enfermedades, y que fuera científicamente demostrable. La gente del interior era la mayor autoridad en la materia. Su longevidad y la baja incidencia de las enfermedades degenerativas hablaban por sí solas. Ella me confirmó que no se habían hecho progresos hacia una auténtica integración de las diferentes razas, pero estaba dispuesta a ayudarme si yo quería descubrir qué podía conseguir otra persona.

Invitamos a veintidós jóvenes mestizos a una reunión. Ella me presentó. Aquella noche hablé sobre el sistema de gobierno de libre mercado y sobre una organización llamada Junior Achievement para jóvenes urbanos marginados. El objetivo era hallar un proyecto que aquel grupo pudiera fabricar. Les dije que les enseñaría a comprar materias primas, a organizar la mano de obra, a realizar el producto, comercializarlo y establecerse en el mundo de los negocios y de la banca. Se mostraron interesados.

En la siguiente reunión charlamos de posibles proyectos. Cuando yo era joven, mis abuelos vivían en Iowa. Recordaba haber visto a mi abuelo subir el armazón de la ventana, tirar de una cortinilla ajustable que llegaba hasta el alféizar y luego volver a bajarlo. La cortinilla proporcionaba una sombra de unos treinta centímetros en el interior. La casa en la que yo vivía no tenía cortinillas, como era típico en la mayoría de las casas viejas de las zonas residenciales australianas. El aire acondicionado no era habitual en las casas particulares, así que la gente se limitaba a subir el armazón de las ventanas y dejar que toda clase de criaturas aladas entraran y salieran volando. No había mosquitos, pero teníamos una lucha diaria con las cucarachas voladoras. Me acostaba sola, pero a menudo me despertaba y descubría que compartía la almohada con varios insectos de cinco centímetros de largo, negros y de caparazón duro. Me pareció que las cortinillas servirían para protegerse de esa invasión.

El grupo decidió que las cortinillas serían un buen artículo para empezar sus negocios. Yo conocía a una pareja en Estados Unidos a la que podríamos pedir ayuda. El era ingeniero en una gran empresa, y ella artista. Sabía que ellos diseñarían el proyecto original si yo les explicaba por carta lo que necesitaba. Llegó dos semanas más tarde. Mi querida y anciana tía Nola me ofreció apoyo financiero en forma de préstamo desde Iowa para comprar los primeros suministros. Necesitábamos un local para trabajar. En Australia los garajes son escasos, pero el lugar está lleno de cobertizos abiertos para guardar coches, así que adquirimos uno y empezamos a trabajar al aire libre.

Cada uno de los jóvenes mestizos acabó dedicándose de forma espontánea y gradual a aquello para lo que estaba mejor dispuesto. Teníamos un contable, otro que se ocupaba de comprar los suministros y otro que se enorgullecía de llevar nuestro inventario al detalle. Disponíamos de especialistas para cada fase de la producción, e incluso varios representantes natos. Yo me mantuve al margen y observé cómo se iba formando la estructura de la compañía. Era evidente que, sin que yo les indicara cómo debía hacerse, ellos mismos habían convenido en que la persona a la que le gustaba ocuparse de la limpieza y el mantenimiento era tan importante para el éxito del proyecto como los que realizaban la venta final. Nuestra estrategia consistía en ofrecer a prueba las cortinillas, de forma gratuita durante unos cuantos días. El cliente nos pagaba cuando volvíamos a visitarlo, si las cortinillas habían resultado satisfactorias. Habitualmente nos hacían un pedido para las restantes ventanas de la casa. También les enseñé la buena y tradicional costumbre norteamericana de pedir referencias.

Fueron pasando los días. Yo dedicaba mi tiempo a trabajar, escribir manuales, viajar, enseñar y dar conferencias. La mayor parte de las tardes las pasaba disfrutando de la compañía de los jóvenes mestizos. El grupo original permaneció intacto. Su cuenta corriente iba en aumento y establecimos fideicomisos para cada uno de ellos.

Durante un de fin de semana con Geoff le expliqué nuestro proyecto y mi deseo de ayudar a aquellos jóvenes a ser económicamente independientes. Tal vez las compañías no quisieran contratarlos como empleados, pero no podrían impedirles que compraran una si conseguían el capital necesario. Supongo que presumí un poco de mi contribución al progresivo sentimiento de autoestima que iba naciendo en ellos. Geoff me dijo: «Estupendo, yank», pero cuando volvimos a vernos me entregó unos libros de historia. Sentada en su jardín con vistas al puerto más hermoso del mundo, me pasé una tarde de sábado leyendo.

En los libros de historia se citaba al reverendo George King, que el 16 de diciembre de 1923 había escrito en el Australian Sunday Times: «Los aborígenes de Australia constituyen, sin lugar a dudas, un tipo primitivo en la escala de la humanidad. No poseen una historia tradicional fiable de ellos mismos, de sus obras ni de sus orígenes. Si fueran barridos de la faz de la Tierra en el momento presente, no dejarían tras ellos una sola obra de arte a modo de recuerdo de su existencia como pueblo. No obstante, parece ser que han vagado por las vastas llanuras de Australia desde tiempos muy remotos».

Había otra cita más moderna de John Burless con respecto a la actitud de la Australia blanca: «Yo te daré algo, pero tú no tienes nada que yo quiera». Un fragmento de etnología y antropología del Decimocuarto Congreso de la Asociación para el Desarrollo Científico de Australia y Nueva Zelanda decía: «Su sentido del olfato está subdesarrollado. Su memoria sólo está levemente desarrollada. Los niños no tienen fuerza de voluntad. Son proclives a la traición y a la cobardía. No padecen el dolor con tanta agudeza como las razas superiores».

Había también libros de historia en los que se decía que un adolescente aborigen se convertía en hombre cuando le rajaban el pene desde el escroto hasta el meato con un cuchillo de piedra embotado, sin anestesia y sin una sola muestra de dolor. Para ser considerado como adulto, era necesario que un hombre santo le partiera un diente con una roca, que su prepucio se sirviera como comida a los parientes masculinos y que lo enviaran al desierto, solo, aterrorizado y sangrando, para demostrar que podía sobrevivir. Los libros de historia decían también que eran caníbales y que algunas veces las mujeres se comían a sus propios hijos recién nacidos, regodeándose en las partes más tiernas. En uno se contaba la historia de dos hermanos: el más joven había apuñalado al mayor en una disputa por una mujer. Tras amputarse él mismo la pierna gangrenada, el hermano mayor cegaba al pequeño, y luego vivían los dos felices para siempre jamás. El mayor caminaba gracias a una prótesis de canguro y servía de lazarillo al otro, que le seguía cogido de un largo palo. La información era espantosa, pero lo más difícil de digerir era un panfleto informativo del gobierno sobre la cirugía primitiva en la que se afirmaba que, afortunadamente, los aborígenes tenían un umbral de dolor infrahumano.

Mis compañeros de proyecto no eran salvajes. En cualquier caso eran comparables a los jóvenes marginados de mi propio país. Vivían en sectores aislados de la comunidad, y más de la mitad de las familias estaban en paro. A mí me dio la impresión de que se contentaban con un Levis de segunda mano, una lata de cerveza caliente, y con que uno de ellos tuviera éxito cada tantos años.

Al lunes siguiente, de vuelta a nuestro proyecto de fabricación de cortinillas, me di cuenta de que allí había un auténtico apoyo mutuo, ajeno a mi mundo competitivo. Realmente fue un cambio muy agradable.

Interrogué a los jóvenes sobre su herencia. Me dijeron que la significación tribal se había perdido hacía mucho tiempo. Unos pocos recordaban lo que sus abuelos les habían contado sobre la vida de los aborígenes, cuando ellos eran los únicos habitantes del continente. Por aquel entonces había tribus de hombres de agua salada y hombres emú, entre otros pueblos; pero a decir verdad, no deseaban que les recordaran su piel oscura y la diferencia que ésta representaba.

Confiaban en casarse con alguien de piel algo más clara y que, con el tiempo, sus hijos acabaran mezclándose. Nuestra pequeña compañía tuvo un éxito indudable, así que no me sorprendió recibir un día una llamada telefónica en la que se me invitaba a una reunión que iba a celebrar una tribu de aborígenes al otro lado del continente. La llamada me dio a entender que no era sólo una reunión sino una reunión en mi honor. «Por favor, disponga lo necesario para asistir», me pidió una voz nativa.

Me compré ropa nueva y un billete de avión de ida y vuelta, e hice las reservas de hotel. Le dije a la gente con la que trabajaba que iba a estar ausente unos días y les hablé de la peculiar llamada. Compartí mi excitación con Geoff, con mi casera y, por carta, con mi hija.

Para mí era un honor que una gente que vivía tan lejos hubiera oído hablar de nuestro proyecto y quisiera demostrarme su reconocimiento. «Le proporcionaremos el transporte desde el hotel hasta el lugar de reunión», me había dicho la voz. Pasarían a recogerme a mediodía. Evidentemente eso significaba que sería una comida con entrega de premio. Me pregunté qué tipo de menú servirían. Outa se presentó a las doce en punto, pero persistía mi duda sobre lo que comen los aborígenes.

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