jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


SEXAGESIMOCTAVA ENTREGA


XXI

EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN (3)

Para la filosofía griega (así como para la moderna) tales proposiciones significaban el fin de toda filosofía. La arbitrariedad como atributo fundamental de la divinidad es una abominación tan repugnante para el ateo como para el creyente. Hasta es inútil extenderse sobre esto: la experiencia cotidiana nos descubre plenamente la significación odiosa, execrable, de ese término -“lo arbitrario”, Pero, sea lo que fuere lo que nos descubra la experiencia cotidiana, no se puede negar el hecho de que la filosofía medieval que, a continuación de los Padres de la Iglesia, tendía a “comprender” y a “explicar” la revelación, terminó por desembocar en la persona de sus últimos representantes (e inmediatamente después de Santo Tomás de Aquino) en la idea de la arbitrariedad divina. Cierto que nadie dio en esto el último paso. El propio Occam no se atreve a seguir el ejemplo de Pedro Damián: el principio de contradicción domina, según Occam, el entendimiento divino. Pero esto no cambia nada del hecho citado: tras haber despojado a las verdades racionales de la sanción moral, Duns Escoto y Occam han abierto el acceso a lo Absurdo para todas las regiones del ser. Desde ahora Dios puede ir más allá del principio de contradicción. A pesar del principio quod factum est infectum ese nequit, Dios puede hacer, por su poder, por esa potentia absoluta que precede a toda potentia ordinata, que lo que ha sido no fuera, así como puede hacer que lo que tiene un comienzo no tenga fin, o bendecir un deseo infinitamente apasionado por algo finito, aun cuando según nuestro entendimiento esto sea tan absurdo y tan contradictorio como la noción de un cuadrado redondo y nos veamos obligados a ver en ello una imposibilidad tanto para nosotros como para el Creador.

La ilimitada arbitrariedad divina nos parece tan insensata como terrible. Siguiendo el ejemplo de Leibniz, estamos dispuestos a entregar nuestra alma como garantía de que solamente los principios de contradicción y de razón suficiente permiten al hombre que parte en busca de la verdad llegar a reconocerla cuando la encuentra en su camino y jamás confundir la verdad con la mentira y la mentira con la verdad. Desde Sócrates, y sobre todo desde Aristóteles, hasta nuestros días, el pensamiento humano ha estimado siempre que esos principios inquebrantables constituían nuestra única salvaguardia contra los errores que por todas partes nos acechan. ¿Cómo renunciar a ellos? Cuando la filosofía medieval se enfrentó con las “paradojas” de Duns Escoto y de Occam, o bien tuvo que volver la espalda a su guía espiritual -el Philosophus- y reconocer que los fantásticos relatos de la Biblia constituían la fuente de la verdad o bien tuvo que condenarse a arrastrar una existencia miserable, limitándose a comentar los sistemas del pasado. Había, evidentemente, una tercera solución: volver a colocar la Biblia en su lugar, es decir, no tenerla en cuenta cuando se trata de la verdad. Pero esto era una solución demasiadamente heroica. La Edad Media agonizante no osaba “ir tan lejos”. El mismo Descartes no se atrevió a confiar hasta tal punto en su propio pensamiento, cuando menos abiertamente y en voz alta. Sólo Spinoza tuvo el valor de plantear y zanjar el inmenso y terrible problema elaborado por la Edad Media: si hay que elegir entre la Escritura y la razón, entre Abraham y Sócrates, entre la arbitrariedad del Creador y las verdades eternas, increadas -y es imposible no elegir-, entonces hay que seguir a la razón y arrinconar la Biblia en un museo. Atistóteles, comentarista visible e invisible de la Biblia, realizó su obra a través de la Edad Media: el fruto de su enseñanza fue Spinoza. Duns Escoto y Occam descubrieron lo arbitrario en la concepción divina del universo. Spinoza rechazó lo arbitrario, que no era para él más que licencia, y regresó a la noción del conocimiento fundado en las demostraciones, en la necesidad, en ese tertium genus cognitionis, cognitia intuitiva (1) que transforma los datos inmediatos de la conciencia en verdades inmutables. Pues por más que busquéis no descubriréis en los datos inmediatos de la conciencia ninguna ley, ninguna verdad. Tales datos no contienen ni el principio de contradicción ni el de la razón suficiente. Tampoco llegaréis a descubrir en ellos esa verdad evidente: quod factum est infectum ese nequit. Es imposible rastrear esto en la experiencia, aun con auxilio de los oculi mentis que Spinoza asimilaba a las demonstrationes: todo esto solamente puede ser agregado a la experiencia. Y tal es justamente la misión de la razón que aspira ávidamente a las verdades generales y obligatorias y que la experiencia se limita a irritar. Sólo dichas verdades hacen del conocimiento lo que él propiamente es. Por todas partes nos acechan los caprichosos fiat; por todas partes nos amenzan la arbitrariedad inesperada, suscitada únicamente por el fiat. El conocimiento, sólo el conocimiento puede poner fin a la arbitrariedad.


Notas

1) “El tercer género de conocimiento, el conocimiento intuitivo”.

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