JUAN FLÓ / INTRODUCCIÓN (6)
Las expresiones personales que allí empiezan a surgir tienen como rasgo común un encuentro que no puede ser llamado poético a partir de ninguno de los criterios que podemos asociar a las experiencias renovadoras de la poesía del siglo XIX y de las dos primeras décadas del XX. Nada tienen que ver con la palabra nueva, misteriosa y sugerente de Mallarmé; ni con el ‘sistema inteligible e imaginable’ que se consigue por un acorde de palabras, de Valéry; ni con la mera provocación dadaísta, a la que la pátina histórica y el efecto legimitador de los ‘ready made’ puede volver poesía; ni con esa cuidada dosis de academia, esoterismo y oído preciso para los hallazgos imprevisibles y refinados de Breton; ni con los encuentros puramente azarosos, y que tienen sobre todo un efecto humorístico, de los ‘cadavres exquis’ surrealistas. Lo que asoma en Los heraldos negros, unas cuantas veces, es el poder expresivo de un lenguaje que se permite jugar con las palabras pero no para que ellas descubran de otra manera lo que la tradición literaria llama poesía, sino cierta capacidad de comunicación inesperada, pero doblemente inesperada en este caso, porque el encuentro de las palabras no solamente escapa a las relaciones semánticas habituales, sino porque además escapa a aquellas que la tradición poética ha legitimado y a los efectos tradicionalmente poéticos de esos encuentros inesperados. Vamos a ver más adelante, en Trilce, y en el conjunto de la poesía de Vallejo, cómo los materiales lingüísticos que permiten los momentos más característicos y más conmovedores, son en muchos casos encuentros entre palabras que, para la tradición poética, incluso la vanguardista, son descalificadas de antemano. Descalificadas, ya por el carácter trivial, ya porque se organizan en locuciones que parecen resultado del uso incompetente de la lengua, con la arbitrariedad con la que los campesinos que hablan un español mestizo utilizan términos que no entienden bien, en relaciones que pueden ser oídas por algunos como ridículas. Y, todavía, a partir de Trilce, se agrega a ese material que viene de zonas del lenguaje extrañas a todas las tradiciones poéticas, otro intruso que Vallejo le impone a su dicción: el léxico didáctico de un maestro de escuela que recuerda sus esdrújulas extraídas de la botánica o de la anatomía.
La originalidad de las innovaciones de Vallejo no se debe pues, en absoluto, a la pretensión de poner al día las letras de su patria en el tono de las novedades europeas. Lo que no quiere decir que esas novedades no hayan tenido un papel importante en su obra. Pero no son las que suscitan el meollo original de su poética y a ellas se opone sustancialmente su actitud ante el sentido y función de la poesía. Sin embargo, no quiero decir con esto que en Vallejo la vanguardia tuvo sólo una influencia menor: lo que quiero decir es que su influencia no se ejerce sobre los textos ni viene de los textos. Creo que, por una parte, la influencia de la vanguardia en la textura misma de su poesía existe sólo como un coqueteo en algún poema de Trilce, consabido ejemplo del cual es el poema XXXII, cuya primera versión fue publicada en 1921, en el que imita juegos dadaístas. Pero, por otra parte, la influencia de la vanguardia en la poesía de Vallejo es decisiva en cuanto alienta y legitima un camino que apenas emergía, en su primera poesía, ocultado por modalidades de vate pueblerino.
Creo que podemos entender el surgimiento de esa voz precisamente en tanto reconozcamos en ella una diferencia esencial con las corrientes dominantes de la vanguardia, para las cuales la poesía, cuando no es provocación, es mucho más la construcción de objetos verbales que la comunicación y la expresión. La coincidencia, en la poesía de Vallejo, de un uso absolutamente libre del lenguaje que lleva a lo que se ha considerado, creo que erróneamente, hermetismo, y una exasperada carga afectiva, es sin duda la marca, reconocida ampliamente por la crítica, de su singularidad. Creo también que es una clave importante para entender su poética. Hay ciertas frases, en el epistolario de Vallejo, en las que me he detenido en alguna otra ocasión y sobre las que quiero volver ahora, porque son un buen comienzo para revelar la naturaleza de la entraña aventura que emprendió el poeta y las condiciones que permitieron que surgiera ese proyecto. Los textos que voy a invocar son ampliamente conocidos y muchas veces citados pero solamente si los ponemos en contacto adquieren verdadera elocuencia. El primer texto al que me voy a referir es un pasaje de su célebre carta a Antenor Orrego de octubre de 1922, que, en general, ha sido citada por sus referencias a la indiferencia y la burla con las que fue recibido su libro. Yo quiero rescatar, en cambio, un pasaje en el cual, por una parte, Vallejo testimonia que su poesía es el resultado de un trabajo inmenso y doloroso en el que su libertad es auténtica, es ‘verdadera’, no es un juego, no es ‘libertinaje’; y, por otra parte, se impone la obligación de ser libre, de darse la forma más libre que puede, aun al precio de asomarse ‘Dios sabe hasta que bordes espeluznantes. …colmado de miedo, de sentir que se ha sorprendido en espantoso ridículo, lacrado y boquiabierto, con no sé qué aire de niño que se lleva la cuchara por las narices’. (24) No puedo entender el texto anterior si no lo leo como una declaración en la que rechaza la liviandad experimental o puramente escandalosa de la vanguardia (la estridencia callejera a la que se refiere en la misma carta) y, en consecuencia, hace de su ejercicio como poeta un ejercicio de autenticidad. Pero, por otra parte, no se dice nada que nos permita saber en qué consiste ese ejercicio de autenticidad que impide que la libertad sea libertinaje, ni qué es lo que importa de esa libertad extrema, pero a la vez controlada. Esa vaguedad permite diversas interpretaciones, incluso da lugar a que se lo lea como una declaración que contrapone a las formas frívolas de la vanguardia, movidas por la provocación o el esnobismo, algo así como la ‘religión del arte’ de tradición decimonónica. Es obvio que la poesía de Vallejo, repleta de patetismo y de motivaciones vividas, no condice con esa lectura.
Propongo darle sentido a esta confesión a partir de algunas de las hipótesis que manejé en las páginas anteriores a partir de sus manuscritos. En particular quiero insistir en que esa escritura veloz -que a la vez que investiga y experimenta libremente, realiza una empecinada corrección, parcial en la mayor parte de los casos, y se ejerce muchas veces sobre la palabra singular- está regida por una poética muy potente, pero abierta a la novedad, porque modifica sus propios criterios y encuentra, en el azar que comporta todo método de ensayo y error, las posibilidades de renovarse. Y, asimismo, una investigación experimental que va descubriendo el poema a medida que se desarrolla, orientada por un clima pre-verbal que, salvo algunos casos en el que el programa temático aparece claramente expuesto, está a la búsqueda de su dicción.
Pero esta hipótesis es solamente una forma vacía en la que no están presentes los criterios de esta poética ni la naturaleza de los climas o de los referentes globales que tiene esa poesía. O, dicho de otra manera, losa manuscritos nos sugieren una cierta forma de producción, pero no nos dicen nada de su contenido ni de sus objetivos. ¿Por qué buscar experimentalmente en las palabras, como lo vemos en los manuscritos o por qué y para qué ejercer dolorosamente el derecho a una libertad absoluta que, sin embargo, debe limitarse para ser auténtica, como lo describe en la carta a Orrego?
Ya indiqué que es cosa sabida que Vallejo tiene la osadía experimental de la vanguardia y la tradición expresiva de la poesía. Esa tradición que, como un continuo, recorre escuelas y épocas diversas en las cuales hubo, a veces, la coexistencia de tendencias en las que priva la orfebrería y la invención o la fantasía, y líneas en la que priva la experiencia y la expresión de la subjetividad. Voy a saltearme toda discusión acerca de qué significado y qué valor tienen las categorías que acabo de emplear, y aclaro que no estoy proponiendo estos términos como conceptos teóricos, sino como denominaciones convencionales, que sirven simplemente para mencionar con ellas dos tipos de poesía que podemos distinguir sin dificultad, por lo menos en sus formas típicas o extremas. Lo cierto es que el caso de Vallejo es interesante, incluso para complicar la discusión teórica que acabo de relegar para otra ocasión, en la medida en la cual puede afirmarse, fundándolo en buenas razones, que en su poesía hay, a la vez, la invención de una entidad retórica que no estrictamente referencial y, por otra parte, que su función expresiva es esencial y es la que justifica y motiva su poesía.
Notas
(24) En Ricardo Silva-Santisteban, edición crítica. César Vallejo: poesía completa (Lima: Pontificia Universidad Católica de Perú, 1997), II, 179.
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