-Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre. ¿Nunca te platicó ella nada de esto?
-No. Sólo me contaba cosas buenas. De usted vine a saber por el arriero que me trajo hasta aquí, un tal Abundio.
-El bueno de Abundio. ¿Así que todavía me recuerda? Yo le daba sus propinas por cada pasajero que encaminara a mi casa. Y a los dos nos iba bien. Ahora, desventuradamente, los tiempos han cambiado, pues desde que esto está empobrecido ya nadie se comunica con nosotros. ¿De modo que él te recomendó que vinieras a verme?
-Me encargó que la buscara.
-No puedo menos que agradecérselo. Fue buen hombre y muy cumplido. Era quien nos acarreaba el correo, y lo siguió haciendo todavía después que se quedó sordo. Me acuerdo del desventurado día que le sucedió su desgracia. Todos nos conmovimos, porque todos lo queríamos. Nos llevaba y traía cartas. Nos contaba cómo andaban las cosas allá del otro lado del mundo, y seguramente a ellos les contaba cómo andábamos nosotros. Era un gran platicador. Después ya no. Dejó de hablar. Decía que no tenía sentido ponerse a decir cosas que él no oía, que no le sonaban a nada, a las que no les encontraba ningún sabor. Todo sucedió a raíz de que le tronó muy cerca de la cabeza uno de esos cohetones que usamos aquí para espantar las culebras de agua. Desde entonces enmudeció, aunque no era mudo; pero, eso sí, no se le acabó lo buena gente.
-Este de que le hablo oía bien.
-No debe ser él. Además, Abundio ya murió. Debe haber muerto seguramente. ¿Te das cuenta? Así que no puede ser él.
-Estoy de acuerdo con usted.
-Bueno, volviendo a tu madre, te iba diciendo...
Sin dejar de oírla, me puse a mirar a la mujer que tenía frente a mí. Pensé que debía haber pasado por años difíciles. Su cara se transparentaba como si no tuviera sangre, y sus manos estaban marchitas; marchitas y apretadas de arrugas. No se le veían los ojos. Llevaba un vestido blanco muy antiguo, recargado de holanes, y del cuello, enhilada en un cordón, le colgaba una María Santísima del Refugio con un letrero que decía: «Refugio de pecadores».
-... Ese sujeto de que te estoy hablando trabajaba como «amansador» en la Media Luna; decía llamarse Inocencio Osorio. Aunque todos lo conocíamos por el mal nombre del Saltaperico por ser muy liviano y ágil para los brincos. Mi compadre Pedro decía que estaba que ni mandado a hacer para amansar potrillos; pero lo cierto es que él tenía otro oficio: el de «provocador». Era provocador de sueños. Eso es lo que era verdaderamente. Y a tu madre la enredó como lo hacía con muchas. Entre otras, conmigo. Una vez que me sentí enferma se presentó y me dijo: «Te vengo a pulsear para que te alivies». Y todo aquello consistía en que se soltaba sobándola a una, primero en las yemas de los dedos, luego restregando las manos; después los brazos, y acababa metiéndose con las piernas de una, en frío, así que aquello al cabo de un rato producía calentura. Y, mientras maniobraba, te hablaba de tu futuro. Se ponía en trance, remolineaba los ojos invocando y maldiciendo; llenándote de escupitajos como hacen los gitanos. A veces se quedaba en cueros porque decía que ése era nuestro deseo. Y a veces le atinaba; picaba por tantos lados que con alguno tenía que dar.
»La cosa es que el tal Osorio le pronosticó a tu madre, cuando fue a verlo, que "esa noche no debía repegarse a ningún hombre porque estaba brava la luna'.
»Dolores fue a decirme toda apurada que no podía. Que simplemente se le hacía imposible acostarse esa noche con Pedro Páramo. Era su noche de bodas. Y ahí me tienes a mí tratando de convencerla de que no se creyera del Osorio, que por otra parte era un embaucador embustero.
»-No puedo -me dijo-. Anda tú por mí. No lo notará.
»Claro que yo era mucho más joven que ella. Y un poco menos morena; pero esto ni se nota en lo oscuro.
»-No puede ser, Dolores, tienes que ir tú.
»-Hazme ese favor. Te lo pagaré con otros.
»Tu madre en ese tiempo era una muchachita de ojos humildes. Si algo tenía bonito tu madre, eran los ojos. Y sabían convencer.
»-Ve tú en mi lugar -me decía.
»Y fui.
»Me valí de la oscuridad y de otra cosa que ella no sabía: y es que a mí también me gustaba Pedro Páramo.
»Me acosté con él, con gusto, con ganas. Me atrinchilé a su cuerpo; pero el jolgorio del día anterior lo había dejado rendido, así que se pasó la noche roncando. Todo lo que hizo fue entreverar sus piernas entre mis piernas.
»Antes que amaneciera me levanté y fui a ver a Dolores. Le dije:
» Ahora anda tú. Éste es ya otro día.
»-¿Qué te hizo? -me preguntó.
»-Todavía no lo sé -le contesté.
»Al año siguiente naciste tú; pero no de mí, aunque estuvo en un pelo que así fuera.
»Quizá tu madre no te contó esto por vergüenza.
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