SÉPTIMA ENTREGA
«... Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada... »
»Ella siempre odió a Pedro Páramo. "¡Doloritas! ¿Ya ordenó que me preparen el desayuno?" Y tu madre se levantaba antes del amanecer. Prendía el nixtenco. Los gatos se despertaban con el olor de la lumbre. Y ella iba de aquí para allá, seguida por el rondín de gatos. "¡Doña Doloritas!"
»¿Cuántas veces oyó tu madre aquel llamado? "Doña Doloritas, esto está frío. Esto no sirve." ¿Cuántas veces? Y aunque estaba acostumbrada a pasar lo peor, sus ojos humildes se endurecieron.
«... No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo.»
»Entonces comenzó a suspirar.»-¿Por qué suspira usted, Doloritas?
»Yo los había acompañado esa tarde. Estábamos en mitad del campo mirando pasar las parvadas de los tordos. Un zopilote solitario se mecía en el cielo.
»-¿Por qué suspira usted, Doloritas?
»-Quisiera ser zopilote para volar a donde vive mi hermana.
»-No faltaba más, doña Doloritas. Ahora mismo irá usted a ver a su hermana. Regresemos. Que le preparen sus maletas. No faltaba más.
»Y tu madre se fue:
»-Hasta luego, don Pedro.
»-¡Adiós, Doloritas.
» Se fue de la Media Luna para siempre. Yo le pregunté muchos meses después a Pedro Páramo por ella.
»-Quería más a su hermana que a mí. Allá debe estar a gusto. Además ya me tenía enfadado. No pienso inquirir por ella, si es eso lo que te preocupa.
»-¿Pero de qué vivirán?
»-Que Dios los asista.»
«... El abandono en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.»
-Y así hasta ahora que ella me avisó que vendrías a verme, no volvimos a saber más de ella.
-La de cosas que han pasado -le dije-. Vivíamos en Colima arrimados a la tía Gertrudis que nos echaba en cara nuestra carga. «¿Por qué no regresas con tu marido?», le decía a mi madre.
-¿Acaso él ha enviado por mí? No me voy si él no me llama. Vine porque te quería ver. Porque te quería, por eso vine.
»-Lo comprendo. Pero ya va siendo hora de que te vayas.
»-Si consistiera en mí.»
Pensé que aquella mujer me estaba oyendo; pero noté que tenía borneada la cabeza como si escuchara algún rumor lejano. Luego dijo:
-¿Cuándo descansarás?
«El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo. Sonreías. Dejabas atrás un pueblo del que muchas veces me dijiste: "Lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él". Pensé: "No regresará jamás; no volverá nunca".»
-¿Qué haces aquí a estas horas? ¿No estás trabajando?
-No, abuela. Rogelio quiere que le cuide al niño. Me paso paseándolo. Cuesta trabajo atender las dos cosas: al niño y el telégrafo, mientras que él se vive tomando cervezas en el billar. Además no me paga nada.
-No estás allí para ganar dinero, sino para aprender; cuando ya sepas algo, entonces podrás ser exigente. Por ahora eres sólo un aprendiz; quizá mañana o pasado llegues a ser tú el jefe. Pero para eso se necesíta paciencia y, más que nada, humildad. Si te ponen a pasear al niño, hazlo, por el amor de Dios. Es necesario que te resignes.
-Que se resignen otros, abuela, yo no estoy para resignaciones.
-¡Tú y tus rarezas! Siento que te va a ir mal, Pedro Páramo.
-¿Qué es lo que pasa, doña Eduviges?
Ella sacudió la cabeza como si despertara de un sueño.
-Es el caballo de Miguel Páramo, que galopa por el camino de la Media Luna.
-¿Entonces vive alguien en la Media Luna?
-No, allí no vive nadie.
-¿Entonces?
-Solamente es el caballo que va y viene. Ellos eran inseparables. Corre por todas partes buscándolo y siempre regresa a estas horas. Quizá el pobre no puede con su remordimiento. ¿Cómo hasta los animales se dan cuenta de cuando cometen un crimen, no?
-No entiendo. Ni he oído ningún ruido de ningún caballo.
-¿No?
-No.
-Entonces es cosa de mi sexto sentido. Un don que Dios me dio; o tal vez sea una maldición. Sólo yo sé lo que he sufrido a causa de esto.
Guardó silencio un rato y luego añadió:
-Todo comenzó con Miguel Páramo. Sólo yo supe lo que le había pasado la noche que murió. Estaba ya acostada cuando oí regresar su caballo rumbo a la Media Luna. Me extrañó porque nunca volvía a esas horas. Siempre lo hacía entrada la madrugada. Iba a platicar con su novia a un pueblo llamado Contla, algo lejos de aquí. Salía temprano y tardaba en volver. Pero esa noche no regresó... ¿Lo oyes ahora? Está claro que se oye. Viene de regreso.
-No oigo nada.
-Entonces es cosa mía. Bueno, como te estaba diciendo, eso de que no regresó es un puro decir. No había acabado de pasar su caballo cuando sentí que me tocaban por la ventana. Ve tú a saber si fue ilusión mía. Lo cierto es que algo me obligó a ir a ver quién era. Y era él, Miguel Páramo. No me extrañó verlo, pues hubo un tiempo que se pasaba las noches en mi casa durmiendo conmigo, hasta que encontró esa muchacha que le sorbió los sesos.
«-¿Qué pasó? -le dije a Miguel Páramo-. ¿Te dieron calabazas?» -No. Ella me sigue queriendo -me dijo-. Lo que sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá, según mis cálculos, y no encontré nada. Vengo a contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se lo dijera a los demás de Comala dirían que estoy loco, como siempre han dicho que lo estoy.
»-No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa.
»-Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo.
»-Mañana tu padre se torcerá de dolor -le dije-. Lo siento por él. .Ahora vete y descansa en paz, Miguel. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mí.
»Y cerré la ventana.
»Antes de que amaneciera un mozo de la Media Luna vino a decir:
»-El patrón don Pedro le suplica. El niño Miguel ha muerto. Le suplica su compañía.
»-Ya lo sé -le dije-. ¿Te pidieron que lloraras?
»-Sí, don Fulgor me dijo que se lo dijera llorando.
»-Está bien. Dile a don Pedro que allá iré. ¿Hace mucho que lo trajeron?
»-No hace ni media hora. De ser antes, tal vez se hubiera salvado. Aunque, según el doctor que lo palpó, ya estaba frío desde tiempo atrás. Lo supimos porque el Colorado volvió solo y se puso tan inquieto que no dejó dormir a nadie. Usted sabe cómo se querían él y el caballo, y hasta estoy por creer que el animal sufre más que don Pedro. No ha comido ni dormido y nomás se vuelve un puro corretear. Como que sabe, ¿sabe usted? Como que se siente despedazado y carcomido por dentro.
»-No se te olvide cerrar la puerta cuando te vayas.
»Y el mozo de la Media Luna se fue.»
-¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto? -me preguntó a mí.
-No, doña Eduviges.
-Más te vale.
En el hidrante las gotas caen una tras otra. Uno oye, salida de la piedra, el agua clara caer sobre el cántaro. Uno oye. Oye rumores; pies que raspan el suelo, que caminan, que van y vienen. Las gotas siguen cayendo sin cesar. El cántaro se desborda haciendo rodar el agua sobre un suelo mojado.
«¡Despierta!», le dicen.
Reconoce el sonido de la voz. Trata de adivinar quién es; pero el cuerpo se afloja y cae adormecido, aplastado por el peso del sueño. Unas manos estiran las cobijas prendiéndose de ellas, y debajo de su calor el cuerpo se esconde buscando la paz.
«Despiértate!», vuelven a decir.
La voz sacude los hombros. Hace enderezar el cuerpo. Entreabre los ojos. Se oyen las gotas de agua que caen del hidrante sobre el cántaro raso. Se oyen pasos que se arrastran... Y el llanto.
Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos.
Se levantó despacio y vio la cara de una mujer recostada contra el marco de la puerta, oscurecida todavía por la noche, sollozando.
-¿Por qué lloras, mamá? -preguntó; pues en cuanto puso los pies en el suelo reconoció el rostro de su madre.
-Tu padre ha muerto -le dijo.
Y luego, como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio vuelta sobre sí misma una y otra vez, una y otra vez, hasta que unas manos llegaron hasta sus hombros y lograron detener el rebullir de su cuerpo.
Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. No había estrellas. Sólo un cielo plomizo, gris, aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, como si no fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche.
Afuera en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados. Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de sus pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo.
-Han matado a tu padre.
-¿Y a ti quién te mató, madre?
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