DIÁLOGO DE LA PINTURA EN NUEVA YORK
(extraído del libro publicado en 1986 por SCALA BOOKS WITH THE ARCHER M. HUNTINGTON OF THE UNIVERSITY OF TEXAS AT AUSTIN / c 1986 Elizabeth Fonseca / Printed in Italy)
PRIMERA ENTREGA
JACQUES LASSAIGNE / INTRODUCCIÓN
Por haber vivido largamente en una relación cotidiana, yo diría más bien hereditaria, con los problemas de la construcción y de la estructura de la creación artística (problemas que han recibido por otro lado soluciones que marcan una verdadera progresión) Augusto Torres parece haber tomado mayor conciencia de la necesidad de renovar cada vez más los elementos de base de esta construcción artística y antes que nada los componentes mismos del color.
Las soluciones que él aporta, resultado de una larga meditación solitaria, continuada bajo todos los climas y en contacto con experiencias muy diversas, lejos de traducir esa búsqueda encarnizada, son más bien como la expresión natural de un proceso biológico de transformación, de maduración que engendra formas todavía inéditas y descubre la verdadera naturaleza de los elementos que nos rodean.
Arte de resultados, arte de atmósfera, intensamente sentida, que ignora las formas aprendidas y los léxicos ya formulados, que no hace uso de grafismos inútiles para marcar intenciones o intervenciones exteriores. Cada color puesto sobre la tela es como la aproximación de matices distintos y a veces opuestos. Ella parece inventada, realmente nueva, y es su consistencia, su densidad que califica las formas, mejor que los contornos de estas mismas o las apariencias que ellas revisten.
Así como el universo de esta pintura nos revela el secreto, en sus fragmentos como en su concepción de conjunto, encuentra su espíritu y su significación en su sustancia misma.
DIÁLOGO GUIDO CASTILLO / AUGUSTO TORRES (1)
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada…
Fray Luis de León
Formado entre pintores, he llegado a convencerme de que mi condición de escritor es una cualidad sospechosa, cuando se trata de hacer comprensible la pintura de los demás. La pintura, como la poesía -ut pictura poesis- es comprensible por sí misma, y nada que no sea ella misma podrá revelar su secreto. Lo único que puede hacer el comentarista es despejar el terreno, hasta situarnos en el punto desde donde ese secreto se puede ver.
Muchas veces he comentado la pintura de Augusto Torres, tanto de viva voz como por escrito (ahora escribiré nuestra voz viva), y sé lo difícil que es dilucidar lo inteligible de su misterio, mediante el misterio de la palabra.
Conocedor de las preferencias de mi amigo, me las ingenio para que nuestra conversación desemboque en Piero della Francesca. Yo afirmo que, a mi entender, es el artista supremo del quattroccento. Augusto está de acuerdo conmigo, pero menciona a otros artistas -como Paolo Uccello, Massaccio y Mantegna-, que no pueden ser considerados menores que nadie. Así pasamos de Piero a Velázquez, aparentemente opuesto a él y secretamente igual. Me valgo de Berenson, quien señala que Piero della Francesca y Velázquez son los dos pintores más impasibles de la historia del arte -una virtud muy rara de señalar en un arte que parece inmóvil y mudo por definición. Con palabras de Cervantes, José Bergamín dice que la pintura de Velázquez está “sepultada en un maravilloso silencio.”
Recuerdo el día en que, durante una de nuestras tantas citas con Velázquez en el Prado, me llevó frente a Las hilanderas y me hizo ver la mano de la mujer que sostiene el ovillo de lana, herido por la luz. Guiado por Augusto, descubrí la intrincada complejidad de ese trozo de pintura y la milagrosa sencillez con que había sido resuelto: nadie podría reflejar la realidad con tanta verdad y tanta perfección, ni, al mismo tiempo, escamotearla, por arte de una increíble prestidigitación, hasta reducirla a unas pocas manchas, distribuidas para reflejar -casi con nada- una exacta visión de lo real, y dictadas, a la vez, por leyes distintas a las de la naturaleza.
-¿Sabes cómo se hace esto? -me preguntó Augusto.
Ante semejante pregunta, puse una inevitable cara de tonto.
-Vendiéndole el alma al Diablo -se contestó a sí mismo, y el brillo de sus ojos me hizo pensar, por un momento, que él también había vendido la suya.
Sabiendo que estamos en el mejor camino para el diálogo, digo:
-La pintura moderna empieza en Velázquez porque es el primer pintor que hace pintura sin más. No le interesa provocar los sentimientos del espectador, ni hablar a su imaginación, su religiosidad o su cultura. La Coronación de Baco se convierte en Los borrachos, y lo que podría haber sido Las Parcas, se conforma con ser Las hilanderas. Tapa la cara de Cristo con el pelo y pinta a Venus de espaldas. Hay muchos cuadros con mujeres que muestran su desnudo posterior, pero, hasta Velázquez, no recuerdo ningún otro que sea solamente el retrato de una mujer de espaldas, cuyo rostro se ve, borroso, en un espejo. Velázquez ya no dibuja la idea de los objetos. Pinta lo que ve, simplemente.
-Los grandes maestros anteriores a él no son menos pintores -dice Augusto. -Pero incorporan a sus obras un concepto de las cosas -no su desnuda visión- y un ideal de belleza, que es ajeno al puro arte de pintar, porque puede ser adoptado por otras artes y, de hecho, tiene su origen en la escultura y en la arquitectura griegas. En Velázquez no hay nada ajeno a la pintura. Tiziano, por ejemplo, dibuja la cabeza de Carlos V, y además, la pinta. Velázquez pinta siempre, incluso cuando dibuja. Y para que sólo valga la pintura, rehuye los grandes temas, cuando no los vulgariza -aparentemente-, o los disimula. Por eso sus obras gustan a los que no saben nada, o a los pintores. Sólo los intelectuales no las entienden.
-Un ejemplo de esa incomprensión de André Malraux -digo, para citar a un intelectual ilustre, de mucho talento. Después de elogiar a pintores menores, como La Tour y Poussin -son muy franceses-, Malraux dedica a Goya el último volumen, Saturno, de su Psicología del Arte, pero no ve a Velázquez.
Augusto se echa a reír y agrega:
-Los intelectuales siempre prefieren A Goya o al Greco, porque, además de ser excepcionales pintores, al pintar expresan sus sentimientos extrapictóricos y opinan sobre diversas cosas y temas, lo cual siempre facilita la opinión de los comentaristas, que pueden llenar páginas y páginas con inteligentes razonamientos. Pero ¿qué puedes decir frente a un Velázquez, si el cuadro, cuando más te dice, parece no decir nada?
-El misterio de la pintura es nada más que el misterio de la luz -agrego-. Esa fue la herencia que recibieron los impresionistas, a través de Goya -a través de lo que Goya tenía de Velázquez-, para hacer la primera pintura abstracta del arte moderno, pues consistió en abstraer la luz, hasta disolver las formas -como sucede en Monet-, reduciéndolas a una impresión puramente óptica, en donde sólo existe el color.
-Es verdad -me contesta Augusto-. Pero los impresionistas, siendo extraordinarios pintores, se quedan en la mera realidad sensorial del fenómeno luminoso. Su pintura está al servicio de la luz. En Velázquez sucede al revés: es la luz la que está al servicio de la pintura, que la transforma en algo espiritual. Los impresionistas son sensuales; Velázquez no lo es. Su luz no es agresiva y tiene una dimensión metafísica. Por eso en sus cuadros reina una gran serenidad armoniosa. Se les podría aplicar aquellos versos de Fray Luis de León.
-El aire se serena / y viste de hermosura y luz no usada… -cito. -Tiene razón: la luz de Velázquez no es sólo un fenómeno óptico, es física y metafísica a la vez. Las cosas están en ella como si reposaran, eternamente, en un alma universal que las rodea, y, al mismo tiempo, les brota desde adentro.
-El alma de Velázquez es hermana del alma de Cervantes. Las dos respiran el mismo aire, y hay en el Quijote una luminosidad espiritual, y concreta, muy parecida…
Augusto, que también conoce mi lado flaco literario, se ha tomado justa venganza. Muerdo, obediente, el anzuelo. Interrumpo:
-Las Meninas son, en relación a la pintura, lo que el Quijote es con relación a la novela. El Quijote no es sólo la novela de la realidad, sino también -y sobre todo- la novela de la novela. Lo mismo sucede con Las Meninas, que son la pintura del acto de pintar: el gran cuadro muestra a Velázquez pintando, no a “las meninas” ni a sí mismo, sino a los reyes, que se ven, borrosamente, en un espejo que está a las espaldas del pintor. Tanto en el libro como en la tela, la novela y la pintura adquieren, por primera vez en la historia, una suprema conciencia irónica de sí mismas, y además de la forma de la obra, son su contenido, su tema esencial.
-Sin poesía y sin metafísica no hay arte verdaderamente grande -insiste Augusto. -Y nuestro tiempo no es muy favorable para ese tipo de grandeza. La pintura de Piet Mondrian es perfecta, dentro de la concepción de un arte estrictamente abstracto, y descansa en una filosofía de la creación artística. Pero es una filosofía científica, que vacía a la pintura de todo lo que no pertenezca, rigurosamente, a sus elementos puros. Allí no hay lugar para una poesía, ni para una metafísica, las cuales sólo existen cuando el artista asume el mundo real dentro de su mundo espiritual, y al expresarlo y estructurarlo a través de los valores puramente pictóricos, hace visible el alma secreta de las cosas. ¿Has visto alguna vez, en la realidad, un caballo que sea tan caballo, y, a la vez, una tan extraordinaria invención artística, como aquel caballo negro de Paolo Ucello, en La batalla de Santo Romano? Hay que ser un artista genial para expresar la verdad esencial de ese caballo, dentro de la esencia de la pintura, que se ha apoderado de él y lo hecho nacer de nuevo, como un caballo único y, al mismo tiempo, universal. Eso es lo que yo entiendo por poesía y por metafísica en la pintura.
-Una poesía y una metafísica que no dependen sólo del tema, considerado anecdóticamente, ni de la simple decisión del artista. Gauguin quería hacer poesía y metafísica, temáticamente, pero sus obras resultan menos poéticas y menos metafísicas que las de su amigo, Van Gogh, cuyos temas suelen ser vulgares, y, a veces, antipoéticos, desde un punto de vista superficial de la poesía. Pero, en algunas obras de Mondrian, la poesía y la metafísica se hacen paradójicamente presentes porque están ausentes… Brillan por su ausencia, diría… por la fuerza de su ausencia… La poesía es lo primero que nos conmueve de una obra, pero no sabemos en qué consiste.
-A eso se refería Miguel Ángel -explica Augusto-, cuando oponiéndose al realismo vulgar, sentimental y doméstico de la pintura flamenca, escribía que la verdadera pintura nace de “certa cosa que mi bien in mente”. Como tú dices, no sabemos en qué consiste esa “certa cosa” -ni es posible encontrarla si ya no la posees-, pero ella es la que da vida y poesía a las grandes obras, que, por alguna razón misteriosa, son menos frecuentes en unas épocas que en otras. La nuestra es muy pobre, a pesar de la enorme cantidad de gente que se dedica a pintar, esculpir, escribir, componer música y construir edificios. Quizá esta pobreza se deba -entre otras cosas- a que los artistas modernos estamos demasiado preocupados en demostrar nuestras teorías sobre el arte en las obras que hacemos, y no dejamos, en ningún momento, que sea la obra la que nos lleve de la mano. En la mayor parte de las pinturas actuales -salvo algunas admirables excepciones- sólo ves lo que el artista ha querido pintar, y nada más… Cierta vez que estaba pintando un cuadro que le gustaba -cosa rara en él- Cézanne decía: “Esta pintura va bien, está en el buen camino… hasta que llegue el señor Cézanne y la estropee…” El propio artista -con sus ideas, su compromiso con la sociedad, sus propósitos estéticos y sus deseos de ser distinto a los demás, para poder gustar a todo el mundo- es el peor enemigo de sí mismo. Todos llevamos dentro un intelectual peligroso -un “señor Cézanne-, que está siempre al acecho, y que, en cualquier momento, puede estropearlo todo.
Augusto se interrumpe, bruscamente, molesto por haber hablado más de la cuenta. Pero yo insisto:
-He dicho, en alguna oportunidad, que el auténtico escritor es dueño se su primera palabra, socio de la segunda y esclavo de todas las demás. Con el pintor sucede lo mismo, y, sin embargo, todo gran artista pinta de acuerdo a una teoría del arte -más o menos clara, más o menos consciente-, y en sus obras se revelan, con mayor o menor evidencia, sus conceptos sobre la pintura. Cézanne, conservado una paleta impresionista, sale del impresionismo y lo supera, no porque su pintura se lo imponga, sin que él se entere, sino porque tiene otras ideas. En sus obras más representativas hay, implícita, una nueva concepción estética, que abre el camino del arte moderno. Esto no lo puedes negar, porque tú también pintas de acuerdo a una teoría de la pintura.
Augusto me responde:
-Tienes razón pero sólo hasta donde la razón puede llegar, cuando se trata de la creación artística… Una teoría puede ser común a varios pintores, y, con idénticas ideas, es posible pintar cuadros buenos y cuadros malos. Los impresionistas se parecen porque pertenecían a una misma escuela teórica; y lo mismo podría decirse de los cubistas y de los neoplasticistas. Sin embargo, un Monet sólo pertenece a Monet, y es distinto a un Renoir o un Sisley, aunque todos hayan pintado desde un mismo concepto de la pintura. Yo parto de una teoría, es cierto, que me induce a pintar de cierta manera, pero no es esa teoría lo que me ha hecho pintar bien, si es que alguna vez lo he conseguido. El problema está en saber cuándo es que una teoría no favorece, y cuándo se convierte en un obstáculo. Creo que, en el momento de pintar, debes irte olvidando de las ideas previas que te llevaron a hacerlo, hasta que llega un momento en que hay que dejar al cuadro la decisión de ser lo que quiere ser… Es algo similar a lo que muchas veces ocurre cuando miras una buena pintura: si te afanas en comprenderla, en descubrir su secreto, la obra parece cerrarse y no te deja ver lo que en ella verdaderamente vale. Pero, de pronto, cuando, cansado y derrotado, la abandonas, y, vuelves a mirarla, distraídamente, sin querer encontrar nada, la obra se apodera de ti y te revela su verdad escondida. Esto sucede así, porque, en ese momento de distracción y de derrota, es la obra que manda y no tú.
-Si no la hubieras buscado, no la habrías encontrado, cuando no la buscabas -le respondo. -La famosa frase de Picasso, “yo no busco, encuentro”, no es más que un buen chiste. Los eternamente distraídos no encuentran nada, y, si por casualidad, algo encuentran, no se enteran. El viejo Heráclito, el Oscuro, decía, con penetrante claridad: “Sólo si esperas, te sobrevendrá lo inesperado”.
-No me hagas decir lo que no he querido decir -dice Augusto, sin enfado, aunque conoce mis aviesas intenciones. -Por supuesto que hay que buscar. Pero debemos ser humildes en la búsqueda, actuar sin soberbia, tanto para mirar un cuadro como para pintarlo. Yo, cuando pinto, no busco ser yo, sino, ante todo, realizar una estructura. El que siempre quiere ser él, lo consigue, pero lo que no consigue es la pintura. Para llegar a pintar bien hay que aprender de los grandes maestros, cuyas obras, aunque fueron pintadas en el pasado, están presentes y son siempre actuales, porque en ellas se manifiesta la esencia de la pintura, que nunca envejece. Esta es la búsqueda más fructífera y la mejor escuela, siempre que no queramos repetir, pasivamente, lo exterior de una pintura de otro tiempo, sino lo que está en el fondo de los más distintos estilos. Cuando encuentro un trozo de pintura (casi nunca es una obra entera) que contesta a las preguntas que, como pintor, me planteo, lo estudio detenidamente, pienso en él, sueño con él, hasta que se convierte en algo mío, que se integra, transformado, a mi propia pintura. Los que no deben nada a nadie son los “pintores de domingo”, que están condenado a la pequeñez de ser siempre ellos mismos… Picasso decía que, al empezar a pintare, copiaba a los pintores que más admiraba, para tener su colección particular de grandes maestros. Después, gracias a ellos, se sentía capaz de hacer otra cosa.
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