VIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
Capítulo 27
-Déme el dinero.
El motor del Plymouth gris latía bajo su voz y el ruido de la lluvia golpeaba sobre ella. La luz violeta de la cúspide de la torre de Bullock brillaba en todo lo alto, muy por encima de nosotros, serena y alejada de la oscura y empapada ciudad. Sacó la mano enguantada de negro y puse en ella los billetes. Se inclinó a contarlos bajo la macilenta luz del tablero de instrumentos. Un bolso se abrió y se cerró. Lanzó un suspiro y se inclino hacia mí:
-Me marcho, poli. Me pongo en camino. Estos son fondos para la huida, y Dios sabe cuánto los necesitaba. ¿Qué le ha ocurrido a Harry?
-Ya le dije que se largó. Canino descubrió el juego de algún modo. Olvide a Harry. He pagado y quiero mi información.
-La tendrá. El domingo pasado hizo ocho días... Joe y yo estábamos paseando por el bulevar Foothill. Ya era tarde, se encendían las luces y había el tráfico acostumbrado. Adelantamos un cupé marrón y vi a la chica que lo conducía. A su lado iba un hombre bajo y moreno. La muchacha era rubia. Yo la había visto anteriormente. Era la mujer de Eddie Mars. El fulano que la acompañaba era Canino. No olvidaría usted a ninguno de los dos si los viera. Joe siguió al cupé, sabía hacerlo muy bien. Canino, el perro guardián, la sacaba a tomar el aire. Un kilómetro y medio, poco más o menos al este de Realito, una carretera dobla hacia la falda de la colina. El sur es una región de naranjales, pero el norte está todo pelado como el patio del infierno. Justamente frente a las colinas hay una fábrica de cianuro, donde elaboran productos para fumigación. Al lado de la carretera hay un garaje pequeño y tienda de pinturas que dirige un tipo llamado Art Huck. Probablemente, los que van allí son coches robados. Hay una casa de madera más allá y detrás de la casa nada más que las colinas, las piedras peladas y la fábrica de cianuro un poco más allá. En este lugar es donde está escondida. Se metieron en esa carretera y Joe dio la vuelta, retrocedió y vio el coche meterse en la carretera donde está la casa de madera. Estuvimos allí sentados media hora, observando los coches que pasaban. Nadie regresó. Cuando oscureció lo suficiente, Joe fue allí con cuidado y echó una ojeada. Dijo que había luz en la casa y que se oía la radio y que el único coche que había frente a ella era el cupé. Así que nos largamos.
Dejó de hablar y escuché el ruido de los neumáticos en Whilshire.
-Pueden haber cambiado de cuartel desde entonces -dije-, pero es todo lo que tiene usted que vender. ¿Seguro que la reconoció?
-Si alguna vez la ve, no se equivocará cuando la vea de nuevo. Adiós, poli, deséeme suerte. Me jugaron una mala pasada.
-¡Que se cree usted eso! -dije, y crucé la calle para meterme en mi coche.
El Plymouth gris se puso en marcha, tomó velocidad y giró hacia Sunset Place. El sonido del motor se desvaneció y con él la rubia Agnes desapareció de escena, en lo que a mí tocaba. Tres hombres muertos: Geiger, Brody y Harry Jones y la mujer viajaba bajo la lluvia con mis doscientos billetes en el bolso y sin la más mínima señal en ella.
Puse mi coche en marcha y bajé a la ciudad para comer. Fue una buena comida. Sesenta kilómetros bajo la lluvia es una caminata y yo esperaba que fuese viaje de ida y vuelta. Viajé hacia el norte y crucé el río; entré en Pasadena, la crucé, y casi inmediatamente me encontré entre bosques de naranjos. El batir de la lluvia era una rociada sólida en los faros. El limpiaparabrisas apenas podía conservar el cristal claro y permitirme ver a través de él. Pero ni siquiera la húmeda oscuridad podía esconder la línea impecable de los naranjos, perdiéndose en la distancia como rayos sin fin en la noche.
Pasaban coches con un chirrido agudo y salpicando barro. La carretera cruzaba una pequeña ciudad formada toda ella de establecimientos que envasaban conservas y poblada, también, por cobertizos y vía férrea junto a ellos. Los bosques de naranjos fueron clareando y se quedaron atrás, hacia el sur; la carretera subía. Hacía frío. En dirección norte, las negras faldas de las colinas se hallaban más próximas y enviaban un viento amargo que les lamía los flancos. Entonces vi brillar débilmente en la oscuridad dos luces amarillas a bastante altura y entre ellas un cartel de neón que decía:
Bienvenido a Realito.
Había casas de madera a bastante distancia de la calle principal. De repente, un núcleo de comercios; la luz de un drugstore detrás de cristales empañados, muchos coches aparcados frente a un cine. Un banco oscuro en una esquina, con un reloj que sobresalía de la fachada y un grupo de gente parada bajo la lluvia mirando las vidrieras como si fueran un espectáculo. Seguí mi camino y me encontré de nuevo entre campos vacíos.
El destino lo preparó todo. Pasado Realito, a dos kilómetros de distancia, la carretera tenía una curva y la lluvia me engañó, e hizo que me acercase demasiado a la cuneta. La rueda izquierda se salió de la carretera con un chirrido y, antes de que pudiera parar, la derecha la siguió. Paré en seco, medio en la carretera, medio en la cuneta. Me apeé e inspeccioné con una linterna. Tenía dos ruedas pinchadas y sólo una de repuesto. La cabeza chata de una tachuela me miraba desde el neumático delantero. El borde de la carretera estaba lleno de ellas. Habían sido barridas, pero no lo suficientemente lejos.
Apagué la linterna y me quedé bajo la lluvia mirando hacia un camino lateral donde brillaba una luz amarilla que parecía venir de un tragaluz; éste podía pertenecer a un garaje y el garaje podía llevarlo un hombre llamado Art Huck y podía haber una casa de madera junto a él. Me levanté el cuello del impermeable y me dirigí hacia allí, pero volví para quitar la licencia, que guardé en mi bolsillo. Me incliné bajo el volante. Detrás de una trampilla, exactamente debajo de donde colocaba mi pierna derecha cuando iba sentado en el coche, había un compartimento escondido y, en él, dos pistolas. Una era de Lanny, el muchacho de la pandilla de Eddie Mars, y la otra me pertenecía. Cogí la de Lanny, pues tendría más práctica que la mía. Me la metí en el bolsillo y me dirigí al camino lateral.
El garaje estaba a unos cien metros de la carretera. Mostraba una pared desnuda del lado de la carretera. Pasé rápidamente mi linterna sobre ella y pude leer:
ART HUCK
Reparaciones y pintura de coches
Lancé una risita ahogada, pero ante el recuerdo de la cara de Harry Jones dejé de reír. Las puertas del garaje estaban cerradas, pero se veía una raya de luz por debajo de ellas y por las junturas de las puertas. Pasé el garaje. La casa de madera estaba allí, con luz en dos ventanas y las persianas corridas. Estaba muy alejada de la carretera, tras un pequeño grupo de árboles. Delante, en el sendero de arena, había un coche. Estaba oscuro y no se distinguía bien, pero sería un cupé marrón y pertenecería a Canino.
Estaba allí, plácidamente situado frente al estrecho portal de madera. Dejaría que ella lo cogiera para dar una vuelta de vez en cuando y se sentaría a su lado, probablemente con una pistola al alcance de la mano. La muchacha con la que Rusty debía haberse casado, la que Eddie Mars no había podido conservar, la joven que no se había escapado con Regan. Muy bonito, señor Regan.
Volví al garaje y llamé a la puerta de madera con el mango de la linterna. Hubo un momento de silencio, pesado como el trueno. La luz del interior se apagó. Me quedé allí, sonriendo y quitándome con la lengua la lluvia de los labios. Enfoqué con la linterna el círculo blanco. Al fin estaba donde quería estar.
Una voz me habló a través de la puerta, una voz áspera.
-¿Qué desea?
-Abra. Se me han pinchado dos ruedas ahí, en la carretera, y sólo tengo una de recambio. Necesito ayuda.
-Lo siento. Ya hemos cerrado. Realito está a un kilómetro al oeste. Mejor es que pruebe allí.
Eso no me gustó. Empecé a dar patadas a la puerta. Seguí golpeando. Sonó otra voz, una voz ronroneante como una pequeña dinamo detrás de una pared. Me gustó esa voz. Decía:
-Un tipo listo, ¿eh? Abre, Art.
Sonó un cerrojo y la puerta se abrió hacia adentro. Mi linterna iluminó durante un segundo un rostro sombrío. Entonces, algo que brillaba pasó rápidamente y golpeó la linterna que se me escapó de la mano. Una pistola me había apuntado. Me agaché y recogí la linterna que seguía brillando en el húmedo suelo.
La voz áspera dijo:
-Apague eso. Hace daño.
Apagué la linterna y me levanté. La luz se encendió dentro del garaje y pude distinguir a un hombre vestido con un mono. Se apartó para que entrase y siguió apuntándome con la pistola.
-Entre y cierre la puerta, forastero. Veremos lo que podemos hacer.
Entré y cerré la puerta a mi espalda. Miré al hombre sombrío, pero no al otro, pues no se le distinguía bien; estaba recostado en un banco de taller, silencioso. El aire del garaje era suave y siniestro debido al olor a pintura de piroxilina caliente.
-Pero ¿se ha vuelto loco? -me reprochó el hombre sombrío-; han limpiado un banco en Realito hoy al mediodía.
-Perdone -dije recordando a la gente que miraba al banco bajo la lluvia-, yo no lo limpié. Soy forastero aquí.
-Bien, pues lo hicieron -dijo malhumorado-; algunos dicen que fueron un par de mataperros y que los tienen acorralados aquí, en las colinas.
-Es una noche estupenda para esconderse -dije-, supongo que tiraron tachuelas y he pescado algunas. Creí que necesitaban ustedes hacer negocio.
-¿Le han dado alguna vez un puñetazo en la jeta? -preguntó secamente el hombre sombrío.
-De su peso, nadie.
De las sombras llegó la voz ronroneante.
-Corta las amenazas, Art. Este tipo está en un apuro. Tú tienes un garaje, ¿no?
-Gracias -dije y ni siquiera miré hacia él.
-¡De acuerdo, de acuerdo! -gruñó el hombre del mono.
Se guardó la pistola por una abertura de su ropa y se mordió un nudillo, mirándome pensativo. El olor a pintura de piroxilina era tan mareante como el éter. En un rincón, bajo una lámpara colgante, había un Sedán enorme que parecía nuevo y en cuyo estribo se veía una pistola de pintor.
Miré entonces al hombre que estaba junto al banco de trabajo. Era bajo y fuerte, de hombros anchos. Tenía un rostro frío y ojos oscuros y fríos también. Llevaba un abrigo de cuero marrón con cinturón, muy manchado por la lluvia. Su sombrero, también marrón, iba ladeado airosamente. Recostó su espalda en el banco y me miró de arriba abajo, sin prisa, sin interés, como si estuviera mirando un trozo de carne fría. Quizá ese era el concepto que le merecía la gente.
Movió sus ojos oscuros displicentemente, con lentitud, y se miró las uñas, una por una, levantándolas a la luz con cuidado, como Hollywood ha enseñado que debe hacerse. Habló sin quitarse el cigarrillo de la boca.
-Dos ruedas pinchadas, ¿eh? Eso es malo. Me parece que echaron tachuelas.
-Patiné un poco en la curva.
-¿Dijo que era forastero?
-Voy de paso. De camino a Los Angeles. ¿A qué distancia está?
-A sesenta kilómetros. Con este tiempo parece que está más lejos. ¿De dónde viene, forastero?
-De Santa Rosa.
-Viene por el camino más largo, ¿eh? ¿Tahoe y Lone Pine?
-No, Reno y Carson City.
-También es un camino largo.
Una sonrisa fugaz curvó sus labios.
-¿Alguna ley que lo prohíba? -pregunté.
-¿Eh? No, claro que no. Seguro que usted cree que somos curiosos. Es solamente para tranquilizar a Art. Coge un gato y trae las ruedas pinchadas, Art.
-Estoy ocupado -gruñó el hombre sombrío-. Tengo trabajo que hacer. Tengo que pintar este coche y está lloviendo como habrás notado.
El hombre del abrigo marrón dijo con naturalidad:
-Demasiada humedad para hacer un buen trabajo de pintura, Art. En marcha.
-Son las ruedas delantera y trasera del lado derecho -dije-. Puede utilizar la de repuesto para una de ellas si tiene prisa.
-Coge dos gatos, Art -dijo el hombre de marrón.
-Oye... -empezó a bramar Art.
El hombre del abrigo marrón movió los ojos, miró a Art con mirada suave y tranquila y los bajó casi con timidez. No habló.
Art se estremeció como si le hubiera golpeado una ráfaga de aire. Fue rápidamente a un rincón y se puso un impermeable de goma encima del mono y un suéter en la cabeza. Cogió una llave inglesa y un gato de mano y arrastró otro rodando hacia las puertas. Se marchó silenciosamente y dejó las puertas abiertas. La lluvia salpicaba hacia dentro. El hombre del abrigo marrón fue hacia ellas, las cerró, volvió al banco y apoyó las caderas exactamente en el sitio donde las tenía antes. Podía haberlo liquidado entonces. Estábamos solos. No sabía quién era. Me miró por encima y tiró el cigarrillo al suelo, pisándolo sin mirar.
-Apuesto a que le gustaría un trago -dijo- para remojar el interior y ponerse a tono.
Alcanzó una botella que había en el banco y la puso en el borde, colocando dos vasos junto a ella. Echó un buen chorro en cada uno y me tendió uno de los vasos. Andando como un autómata, fui hacia él y lo cogí. El recuerdo de la lluvia estaba aún en mi rostro frío. El olor a pintura caliente llenaba el garaje.
-Ese Art -dijo- es como todos los mecánicos. Siempre está haciendo algo que debiera haber hecho la semana pasada. ¿Viaje de negocios?
Olfateé con disimulo mi vaso. Tenía el olor adecuado. Esperé a que él bebiese antes de hacerlo yo. Retuve el licor un momento en la boca antes de tragarlo. No había cianuro en él. Vacié el vaso, lo dejé en el banco y me separé.
-En parte -dije.
Fui hacia el Sedán medio pintado, con la gran pistola de pintor en el estribo. La lluvia golpeaba con fuerza el tejado. Art estaba fuera, soltando maldiciones.
El hombre del abrigo marrón miró el coche.
-Un simple trabajo de paneles para empezar -dijo sin entusiasmo.
Su voz ronroneante había sonado aún más suave a causa de la bebida.
-Pero el fulano tiene dinero y su conductor necesita unos cuantos billetes. Ya conoce el negocio.
-Sólo hay uno que sea más antiguo -comenté.
Mis labios estaban resecos. No quería hablar. Encendí un cigarrillo. Quería mis neumáticos arreglados. Los minutos transcurrían lentamente. El hombre del abrigo marrón y yo éramos dos extraños que se habían encontrado por casualidad y que se miraban por encima del cadáver de un hombrecillo muerto llamado Harry Jones. Sólo que el hombre del abrigo marrón no estaba todavía enterado de ello.
Se oyeron pasos afuera y la puerta se abrió. La luz hirió los hilos de lluvia que parecían alambres de plata. Art arrastró dos ruedas llenas de fango, cerró la puerta de una patada y las dejó caer en el suelo. Me echó una mirada salvaje.
-¡Pues sí que escoge sitios para pinchar las ruedas! -rugió.
El hombre de marrón se echó a reír y sacó de su bolsillo un cartucho de monedas y empezó a hacerlo saltar en la mano.
-No gruñas tanto -dijo secamente- y arregla esas ruedas.
-Estoy arreglándolas, ¿no?
-Bueno, pues no te pongas dramático.
-¡Bien! -Art se quitó el impermeable y el casco y los tiró lejos de él.
Cogió una rueda y separó el borde del neumático de mala manera. Sacó la cámara y le puso un parche en un santiamén. Gruñendo todavía, fue a la pared junto a la que yo me encontraba, cogió una manguera e infló la cámara para darle cuerpo. Dejó la boca de la manguera chasqueando contra la pared encalada.
Yo me quedé contemplando el cartucho de monedas que bailaba en la mano de Canino. La tensión me había abandonado. Volví la cabeza y miré cómo el mecánico sombrío cogía la cámara, ya llena de aire, con ambas manos. La contempló con gesto agrio, miró una palangana galvanizada llena de agua sucia que había en una esquina y gruñó.
El acuerdo debió de ser estupendo. No vi señal alguna, ni ninguna ojeada significativa, ni tampoco gesto alguno que pudiera tener un significado especial. El hombre sombrío tenía la cámara hinchada en el aire y la estaba mirando. Volvió a medias su cuerpo, dio un paso rápido y me la encajó por encima de la cabeza y de los hombros: una jugada perfecta. Saltó detrás de mí y se apoyó con fuerza en la goma. Su peso me oprimía el pecho y ataba mis brazos a los costados. Podía mover las manos, pero no pude alcanzar el revólver que llevaba en el bolsillo.
El hombre del abrigo marrón se acercó, casi bailando, su mano oprimía el cartucho de monedas. Vino hacia mí sin ruido, sin expresión. Me incliné hacia adelante e intenté levantar a Art en vilo.
El puño con el pesado tubo dentro me golpeó entre las manos extendidas como una piedra a través de una nube de polvo. Experimenté el momento brutal del golpe cuando las luces bailan y el mundo visible se desenfoca, pero estaba aún allí. Me golpeó de nuevo. No tenía sensación alguna en mi cabeza. El brillante fulgor se hizo más deslumbrante. No había nada, sino una dolorosa luz blanca. Después oscuridad, en la cual algo rojo se retorcía como un germen bajo el microscopio. A continuación, nada brillante ni sinuoso: sólo oscuridad y vacío y una caída como desde la cúspide de un árbol alto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario