miércoles

RAYMOND CHANDLER - EL SUEÑO ETERNO



VIGESIMOCUARTA ENTREGA


Capítulo 24

El vestíbulo estaba vacío esta vez. Ningún pistolero me esperaba debajo de la palmera para darme órdenes. Tomé el ascensor hasta mi piso y atravesé el pasillo al compás de la música de una radio que se oía tras una puerta. No encendí la luz de la entrada; fui directamente a la cocina, pero me paré en seco a los tres pasos. Algo no estaba en regla. Noté algo en el ambiente: un olor. Las persianas estaban bajadas y la luz de la calle que entraba por las rendijas daba a la habitación cierta claridad. Me quedé inmóvil y escuché. El olor era de un perfume pesado y empalagoso. No se oía el menor ruido. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad percibí algo frente a mí que no tenía que haber estado allí.

Fui hasta la pared, busqué el interruptor con el pulgar y encendí la luz. La cama estaba bajada. En ella, alguien se reía. Una cabeza rubia estaba recostada en mi almohada. Dos brazos desnudos estaban levantados y las manos pertenecientes a los mismos se unían en la cabeza rubia. Carmen Sternwood se encontraba echada de espaldas en mi cama, riéndose de mí. Las ondas de su cabello flotaban, extendidas en la almohada, como por obra de una cuidadosa mano artificial. Sus ojos color pizarra miraban hacia mí y daban la sensación, como de costumbre, de que miraban desde el otro lado de un barril. Sonrió. Sus agudos dientes brillaron.

-Soy mona, ¿verdad?

Repuse con voz áspera:

-Monísima, como un filipino una noche de sábado.

Me dirigí a una lámpara de pie y la encendí, apagando después la del techo. Crucé la habitación y fui hasta el tablero de ajedrez que había en una mesita de juego, bajo la lámpara. Tenía un problema planteado en el tablero para resolver en seis jugadas. No podía resolverlo, como la mayoría de mis problemas. Moví un caballo; me quité el sombrero y el abrigo y los tiré sin mirar dónde caían. Durante todo este tiempo proseguían las risitas desde la cama, y ese sonido me hacía pensar en ratas bajo el entarimado de una casa vieja.

-Apuesto a que no puedes adivinar cómo entré.

Busqué un cigarrillo y la miré con ojos fríos.

-Apuesto a que sí. Entró a través de la cerradura, como Peter Pan.

-¿Quién es?

-Un muchacho que conocí en un salón de billar.

-Es usted encantador, ¿no le parece?

Empecé a decir:

-En cuanto a ese pulgar...

Pero se me adelantó. No tuve que recordárselo. Quitó la mano derecha de encima de su cabeza y empezó a chuparse el pulgar mirándome con ojos redondos y traviesos.

-Estoy completamente desnuda -me dijo, después que di una chupada al cigarrillo y la hube mirado durante un minuto.

-¡Por Dios! -dije-. Lo tenía en el pensamiento y estaba como buscándolo a tientas. Casi lo había encontrado cuando usted habló. Un minuto más y hubiera dicho: «Apuesto a que está desnuda. » Yo siempre me pongo las zapatillas al acostarme, por si me despierto con mala conciencia y tengo que salir huyendo.

-Es usted encantador.

Ladeó la cabeza un poco, como un felino. Entonces bajó la mano izquierda, cogió las ropas de la cama, hizo una pausa dramática y las apartó de golpe. ¡Pues sí que estaba desnuda! Yacía allí en la cama, a la luz de la lámpara, desnuda y brillante como una perla. Las Sternwood me estaban poniendo a prueba esta noche.

Me quité una hebra de tabaco del labio inferior.

-Muy bonito -dije-, pero ya lo he visto todo. ¿Recuerda? Soy el tipo que la encuentra siempre sin ninguna ropa encima.

Lanzó unas risitas más y se tapó de nuevo.

-Bien, ¿cómo entró aquí? -le pregunté.

-El administrador me dejó entrar. Le enseñé su tarjeta, que le quité a Vivian, y le dije que usted me había dicho que viniera aquí y lo esperase. Estuve... misteriosa -resplandecía de gozo.

-Buen golpe -dije-. Los administradores son así. Ahora que sé cómo entró, dígame cómo se las va a arreglar para salir.

-No voy a salir -lanzó nuevas risitas- en mucho tiempo. Me gusta estar aquí. Es usted encantador.

-Escuche -la apunté con el cigarrillo-: no me obligue a vestirla de nuevo. Estoy cansado. Aprecio todo lo que me está ofreciendo. Es posiblemente mucho más de lo que podría tomar. Doghouse Reilly nunca deja caer a un amigo de ese modo, y soy su amigo. No la dejaré caer a pesar de usted misma. Usted y yo tenemos que seguir siendo amigos, y esa no es la forma de conseguirlo. ¿Se vestirá ahora como una buena chica? -movió la cabeza-. Óigame -proseguí-, usted no me quiere realmente. Sólo me está demostrando lo traviesa que puede ser. Pero no necesita demostrármelo. Ya lo sabía. Soy el chico que encontró...

-Apague la luz -murmuró.

Tiré el cigarrillo al suelo y lo pisé. Saqué un pañuelo y me limpié las palmas de las manos. Lo intenté una vez más.

-No es por los vecinos -dije-. Hay un montón de indecentes descarriados en cualquier edificio de apartamentos y uno más no va a romper los cimientos. Es cuestión de orgullo profesional. Estoy trabajando para su padre. Es un hombre enfermo, muy débil e indefenso, que confía en que no le jugaré ninguna mala pasada. ¿No va usted a vestirse, Carmen?

-Su nombre no es Doghouse Reilly -dijo-, es Philip Marlowe. No puede engañarme.

Miré al tablero de ajedrez. La jugada con el caballo estaba equivocada. Lo volví a colocar donde estaba. Los caballos no tenían significado en este juego. No era un juego de caballos.

La miré de nuevo. Ahora estaba inmóvil, con su pálido rostro sobre la almohada y sus grandes ojos oscuros vacíos como los barriles para recoger la lluvia durante una sequía. Una de sus pequeñas manos jugueteaba incansablemente con las ropas de la cama. Había un vago asomo de duda que estaba empezando a surgir en ella. No se había dado cuenta todavía. Es duro para las mujeres, incluso bien parecidas, el darse cuenta de que su cuerpo no es irresistible.

-Voy a la cocina -dije- a preparar un trago. ¿Quiere algo?

-Uh... Uh...

Un par de ojos asombrados me miraron solemnemente, creciendo en ellos la duda que se estaba introduciendo sin ruido, como un gato en la hierba espiando un mirlo.

-Si está vestida cuando vuelva, le daré el trago.

Sus labios se separaron y un leve sonido silbante salió de su boca. No me contestó. Me fui a la cocina. Encontré whisky y sifón y preparé un par de vasos grandes. No tenía para beber nada realmente excitante, como nitroglicerina o aliento de tigre destilado. Cuando volví con los vasos, no se había movido. El ruido silbante había cesado. Sus ojos estaban de nuevo sin expresión. Sus labios empezaron a sonreírme. Entonces se sentó, apartó las ropas de golpe y extendió el brazo.

-Deme.

-Cuando esté vestida. Mientras no esté vestida, no.

Puse los dos vasos en la mesa de juego y me senté, encendiendo otro cigarrillo.

-Adelante, no la miro.

Dirigí mis ojos a otra parte. Entonces percibí el ruido silbante, muy alto y agudo. Me sorprendió y miré hacia ella. Seguía allá sentada, desnuda, apoyada en las manos, la boca entreabierta, el rostro como un hueso pelado. El silbido salía de su boca como si ella no tuviera nada que ver con él. Había algo en el fondo de sus ojos, inexpresivos como estaban, que yo no había visto nunca en los ojos de una mujer. Entonces sus labios se movieron muy lentamente, como si fueran labios artificiales accionados por muelles. Me gritó un nombre sucio.

Eso no me importó. No me importó lo que me llamaba, lo que cualquiera me llamara. Pero ésta era la habitación en que tenía que vivir. Era todo lo que tenía en calidad de hogar. En ella estaba todo lo que era mío, lo que tenía alguna significación para mí, mi pasado, lo que hacía de familia. No mucho, algunos libros, fotografías, radio, un ajedrez, viejas cartas, cosas así; nada. Pero tal como estaban, encerraban todos mis recuerdos.

No podía aguantarla más tiempo en la habitación. El insulto que me dirigió sólo me recordó eso. Le dije con tranquilidad:

-Le doy tres minutos para que se vista y se vaya. Si en ese plazo no lo ha hecho, la sacaré por la fuerza, tal como está, desnuda, y después le tiraré las ropas al pasillo. Ahora, empiece.

Sus dientes rechinaron y el silbido se hizo agudo y como de animal. Saltó de la cama y alcanzó su ropa que estaba en una silla. Se vistió mientras la contemplaba. Lo hizo con dedos rígidos y torpes para una mujer, pero con rapidez. Se vistió en poco más de dos minutos.

Permaneció erguida junto a la cama, sujetando un bolso verde contra el abrigo adornado con piel. Llevaba un sombrero verde ladeado. Siguió erguida unos momentos y me siseó, su rostro todavía pálido, sus ojos aún vacíos y llenos de alguna emoción animal. Después, avanzó rápidamente hacia la puerta, la abrió y salió sin hablar. Oí el ascensor ponerse en marcha.

Fui a la ventana, levanté las persianas y la abrí de par en par. El aire de la noche entró a raudales con una especie de dulzura añeja que recordaba todavía los tubos de escape de los automóviles y las calles de la ciudad. Alcancé mi vaso y bebí despacio. La puerta del edificio se cerró, se oyeron pasos en la calle tranquila. Un coche se puso en marcha no muy lejos. Arrancó velozmente con un áspero rugido en la noche. Volví a la cama y la miré. La huella de su cabeza permanecía todavía en la almohada y la de su cuerpo corrompido, en las sábanas. Dejé el vaso vacío y deshice la cama con furia salvaje.

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