viernes

PEDRO PÁRAMO - JUAN RULFO (1917 – 1986)


TERCERA ENTREGA


Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.  Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire  caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar  como en espera de algo.

-Hace calor aquí -dije.

-Sí, y esto no es nada -me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando  lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del  infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan  por su cobija.

-¿Conoce usted a Pedro Páramo? -le pregunté.

Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.

-¿Quién es? -volví a preguntar.

-Un rencor vivo -me contestó él.

Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más  adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.

Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el  corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas; hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande donde bien podía caber el dedo del corazón.

Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera.

-Mire usted -me dice el arriero, deteniéndose-: ¿Ve aquella loma que parece vejiga de  puercos? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?

-No me acuerdo.

-¡Váyase mucho al carajo!

-¿Qué dice usted?

-Que ya estamos llegando, señor.

-Sí, ya lo veo. ¿Qué pasó por aquí?

-Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.

-No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado.  Parece que no lo habitara nadie.

-No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.

-¿Y Pedro Páramo?

-Pedro Páramo murió hace muchos años.




Era la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con  sus gritos la tarde. Cuando aún las paredes negras reflejan la luz amarilla del sol.  Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer, a esta misma hora. Y había visto  también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se  desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños  revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.

Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.

Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas  desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba? «La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted.»

Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si  no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo se cruzó frente a mí.

-¡Buenas noches! -me dijo.

La seguí con la mirada. Le grité.

-¿Dónde vive doña Eduviges?

Y ella señaló con el dedo:

-Allá. La casa que está junto al puente.

Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.
Había oscurecido.

Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni  tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza venía llena de ruidos y de voces.

De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre. «Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz.» Mi madre... la viva.


Hubiera querido decirle: «Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al "¿dónde es esto y dónde es aquello?". A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe». 

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+