sábado

EL HOMBRE QUE FUE JUEVES - G. K. CHESTERTON


Traducción y prólogo de ALFONSO REYES

TERCERA ENTREGA

CAPÍTULO PRIMERO (2)

Gregory movió la rojiza cabeza con una sonrisa amarga.

-Y en cambio -dijo- nosotros, los poetas, no cesamos de preguntarnos: "¿Y qué Victoria es ésa tan suspirada?" Usted se figura que Victoria es como la nueva Jerusalén; y  nosotros creemos que la nueva Jerusalén ha de ser como Victoria. Sí: el poeta tiene que  andar descontento aun por las calles del cielo; el poeta es el sublevado sempiterno.

-¡Otra! -dijo irritado Syme-. ¿Y qué hay de poético en la sublevación? Ya podía usted decir que es muy poético estar mareado. La enfermedad es una sublevación. Enfermar o sublevarse puede ser la única salida en situaciones desesperadas; pero que me cuelguen si es cosa poética. En principio, la sublevación verdaderamente subleva, y no es más que un vómito.

Ante esta palabra, la muchacha torció los labios, pero Syme estaba muy enardecido para hacer caso.

-Lo poético -dijo- es que las cosas salgan bien. Nuestra digestión, por ejemplo, que camina con una normalidad muda y sagrada: he ahí el fundamento de toda poesía. No hay duda: lo más poético, más poético que las flores y más que las estrellas, es no enfermar.

-La verdad -dijo Gregory con altivez-, el ejemplo que usted escoge...

-Perdone usted -replicó Syme con acritud-. Se me olvidaba que habíamos abolido las  convenciones.

Por primera vez una nube de rubor apareció en la frente de Gregory.

-No esperará usted de mí -observó- que transforme la sociedad desde este jardín.

Syme le miró directamente a los ojos y sonrió bondadosamente.

-No por cierto -dijo-. Pero creo que eso es lo que usted haría si fuera una anarquista en serio.

Brillaron a esto los enormes ojos bovinos de Gregory, como los del león iracundo, y aun
dijérase que se le erizaba la roja melena.

-¿De modo que usted se figura -dijo con descompuesta voz- que yo no soy un verdadero anarquista?

-¿Dice usted...?

-¿Que yo no soy un verdadero anarquista? -repitió Gregory apretando los puños.

-¡Vamos, hombre! -Y Syme dio algunos pasos para rehuir la disputa.

Con sorpresa, pero también con cierta complacencia, vio que Rosamunda le seguía.

-Mr. Syme -dijo ella-. La gente que habla como hablan usted y mi hermano, ¿se da  cuenta realmente de lo que dice? ¿Usted pensaba realmente en lo que estaba diciendo?

Y Syme, sonriendo:

-¿Y usted?

-¿Qué quiere usted decir? -preguntó la joven poniéndose seria.

-Mi querida Miss Gregory, hay muchas maneras de sinceridad y de insinceridad.

Cuando, por ejemplo, da usted las gracias al que le acerca el salero, ¿piensa usted en lo  que dice? No. Cuando dice usted que el mundo es redondo ¿lo piensa usted? Tampoco. No es que deje de ser verdad, pero usted no lo está pensando. A veces, sin embargo, los  hombres, como su hermano hace un instante, dicen algo en que realmente están pensando, y entonces lo que dicen puede que sea una media, un tercio, un cuarto y hasta un décimo de verdad; pero el caso es que dicen más de lo que piensan, a fuerza de pensar realmente lo que dicen.

Ella lo miraba fijamente. En su cara seria y franca había aparecido aquel sentimiento de vaga responsabilidad que anida hasta en el corazón de la mujer más frívola, aquel sentimiento maternal tan viejo como el mundo.

-Entonces -anheló- ¿es un verdadero anarquista?...

-Sólo en ese limitado sentido, o si usted prefiere: sólo en ese desatinado sentido que acabo de explicar. Ella frunció el ceño, y dijo bruscamente:

-Bueno; no llegará hasta arrojar bombas, o cosas por el estilo ¿verdad?

A esto soltó Syme una risotada que parecía excesiva para su frágil personita de dandy.

-¡No por Dios! -exclamó-. Eso sólo se hace bajo el disfraz del anónimo.

En la boca de Rosamunda se dibujó una sonrisa de satisfacción, al pensar que Gregory  no era más que un loco y que, en todo caso, no había temor de que se comprometiera  nunca.

Syme la condujo a un banco en el rincón del jardín, y siguió exponiendo sus opiniones  con facundia. Era un hombre sincero, y, a pesar de sus gracias y aires superficiales, en el fondo era muy humilde. Y ya se sabe: los humildes siempre hablan mucho; los orgullosos se vigilan siempre de muy cerca.

Syme defendía el sentido de la respetabilidad con exageración y violencia, y elogiaba apasionadamente la corrección, la sencillez.

En el ambiente, a su alrededor, flotaba el aroma de las lilas. Desde la calle, llegaba hasta él la música de un organillo lejano, y él se figuraba inconsciente que sus heroicaspalabras se desarrollaban a compás de un ritmo misterioso y extraterreno.

Hacía, a su parecer, algunos minutos que hablaba así, complaciéndose en contemplar los cabellos rojos de Rosamunda, cuando se levantó del banco recordando que en sitio como aquél no era conveniente que las parejas se apartasen.

Con gran sorpresa suya se encontró con que el jardín estaba solo. Todos se habían ido ya. Se despidió presurosamente pidiendo mil perdones, y se marchó.

La cabeza le pesaba como si hubiera bebido champaña, cosa que no pudo explicarse nunca. En los increíbles acontecimientos que habían de suceder a este instante, la joven no tendría la menor participación. Syme no volvió a verla hasta el desenlace final. Y sin embargo, por entre sus locas aventuras, la imagen de ella había de reaparecer de alguna manera indefinible, como un leit-motiv musical, y la gloria de su extraña cabellera leonada había de correr como un hilo rojo a través de los tenebrosos y mal urdidos tapices de su noche. Porque es tan inverosímil lo que desde entonces le sucedió, que muy bien pudo ser un sueño.

La calle, iluminada de estrellas, se extendía solitaria. A poco, Syme se dio cuenta, con inexplicable percepción, de que aquel silencio era un silencio vivo, no muerto. Brillaba frente a la puerta un farol, y a su reflejo parecían doradas las hojas de los árboles que desbordaban la reja. Junto al farol había una figura humana tan rígida como el postemismo del farol. Negro era el sombrero de copa, negra era la larga levita, y la cara resultaba negra en la sombra. Pero unos mechones rojizos que la luz hacía brillar, y algo agresivo en la actitud de aquel hombre, denunciaban al poeta Gregory. Parecía un bravo enmascarado que espera, sable en mano, la llegada de su enemigo.

Esbozó un saludo, y Syme lo contestó en toda forma.

-Estaba esperándole a usted -dijo Gregory-. ¿Podemos cambiar dos palabras?

-Con mil amores. ¿De qué se trata? -preguntó Syme algo inquieto.

Gregory dio con el bastón en el poste del farolillo, y después, señalando el árbol, dijo:

-De esto y de esto: del orden y de la anarquía. Aquí tiene usted su dichoso orden, aquí  en esta miserable lámpara de hierro, fea y estéril; y mire usted en cambio la anarquía, rica,  viviente, productiva, en aquel espléndido árbol de oro.

-Sin embargo -replicó Syme pacientemente-, note usted que, gracias a la luz del  farol, puede usted ver ahora mismo el árbol. No estoy seguro de que pudiera usted ver el farol a la luz del árbol.

Y tras una pausa:

-Pero, permítame usted que le pregunte: ¿ha estado usted esperándome aquí con el único fin de que reanudemos la discusión?

-No -gritó Gregory, y su voz rodó por la calle-. No estoy aquí para reanudar la  discusión, sino para acabar de una vez con ella.

Silencio. Syme, aunque no entendió, sospechó que la cosa iba en serio. Y Gregory comenzó a decir con una voz muy suave y una sonrisa poco tranquilizadora.

-Amigo Syme, esta noche ha logrado usted algo verdaderamente notable; ha logrado usted de mí algo que ningún hijo de mujer ha logrado nunca.

-¿Es posible?

-No; espere usted, ahora recuerdo -reflexionó Gregory-, otro lo había logrado antes: si no me engaño, el capitán de una barca de Southend. En suma: ha logrado usted irritarme.

-Crea usted que lo lamento profundamente -contestó Syme con gravedad.

-Pero temo -añadió Gregory con mucha calma- que mi furia y el daño que usted me  ha hecho sean demasiado fuertes para deshacerlos con una simple excusa. Por otra parte, tampoco los borraría un duelo: ni matándole yo a usted los podría borrar. Sólo queda un medio para hacer desaparecer la mancha de la injuria, y es el que escojo. A riesgo de sacrificar mi vida y mi honor, voy a probarle a usted que se ha equivocado en sus afirmaciones.

-¿En mis afirmaciones?

-Sí; usted ha dicho que yo no era un anarquista en serio.

-Mire usted que en esto de la seriedad hay grados -advirtió Syme-. Yo nunca he puesto en duda la perfecta sinceridad de usted, en cuanto a que usted haya dicho lo que a usted le parece que se debe decir; al hablar así, sin duda exageradamente, consideraba usted que una paradoja puede despertar en los hombres la curiosidad por una verdad olvidada.

Gregory lo observaba fijamente, penosamente.

-Y en otro sentido ¿no me cree usted sincero? -preguntó-. ¿Me toma usted por un vagabundo del pensamiento que deja caer una que otra verdad casual? Entonces no me cree usted serio en un sentido más profundo, más fatal...

Syme exclamó, pegando en el suelo con su bastón:

-¡Serio, Dios mío! ¿Es seria esta calle? ¿Son serios los farolillos venecianos del jardín, y toda esta faramalla? Viene uno aquí, dice uno dos o tres majaderías y tal vez dos o tres aciertos... Pero, francamente, me merecería muy pobre opinión un hombre que no tuviera, en el fondo de su ser, alguna cosa más seria que toda esta charlatanería que dice uno: así sea la preocupación religiosa, o siquiera la afición al vino.

-¡Muy bien dicho! -exclamó Gregory, y su rostro se ensombreció-. Ahora va usted a ver algo más serio que el vino y que la religión. .

Syme esperaba, con su bondadoso aire habitual. Gregory desplegó los labios de nuevo.

-Acaba usted de hablar de religión. ¿Es usted religioso?

-¡Hombre! -dijo Syme sonriendo-. En estos tiempos todos somos católicos.

-Bien. ¿Puedo pedirle a usted que jure por todos los dioses y todos los santos de su creencia, que no revelará usted lo que ahora voy a comunicarle a, ningún hijo de Adán, y, sobre todo, a ningún policía? ¿Lo jura usted? Si acepta usted este solemne compromiso, si usted acepta cargar su alma con el peso de un juramento que más le valiera no pronunciar, y con el conocimiento de cosas en que usted no ha soñado siquiera, entonces yo le prometo en cambio...

-¿Qué me promete usted? apretó Syme, viendo que el otro vacilaba.

-Le prometo a usted una noche muy divertida.

Syme se descubrió al instante, y dijo:

-Ofrecimiento excelente para que pudiera yo rehusarlo. Usted afirma que un poeta es  necesariamente un anarquista, y yo difiero de su opinión; pero confío al menos en que el  poeta es siempre un hombre de mundo y gran compañía para una noche. Aquí mismo le  juro a usted como cristiano, y ofrezco como buen camarada y compañero, que no contaré nada a la policía, sea lo que fuere. Y ahora, en nombre del manicomio de Colney Hatch, dígame usted de qué se trata.

-Creo que lo mejor es tomar un coche -contestó Gregory con plácido disimulo.

Dio dos grandes silbidos y no tardó en aparecer un coche, sonando sobre el empedrado.  Subieron. Gregory dio al cochero la dirección de una oscura taberna que hay junto al río, a la parte de Chiswick.

Partió el coche, y en él nuestros dos fantásticos sujetos se alejaban de su fantástico barrio.

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