sábado

PEDRO PÁRAMO - JUAN RULFO (1917 – 1986)


SEGUNDA ENTREGA

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi  madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté  sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de  prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo -me recomendó-. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.» Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

Todavía antes me había dicho:

-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca  me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

-Así lo haré, madre.

Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de  sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo  alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi  madre. Por eso vine a Comala.

Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por  el olor podrido de las saponarias.

El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube;  para el que viene, baja».

-¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?

-Comala, señor.

-¿Está seguro de que ya es Comala?

-Seguro, señor.

-¿Y por qué se ve esto tan triste?

-Son los tiempos, señor.

Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre  retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: «Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche». Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre.

-¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? -oí que me preguntaban.

-Voy a ver a mi padre -contesté.

-¡Ah! -dijo él.

Y volvimos al silencio.

Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.

-Bonita fiesta le va a armar -volví a oír la voz del que iba allí a mi lado-. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.

Luego añadió:

-Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.

En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en  vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y  todavía más allá, la más remota lejanía.

-¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?

-No lo conozco -le dije-. Sólo sé que se llama Pedro Páramo.

-¡Ah!, vaya.

-Sí, así me dijeron que se llamaba.

Oí otra vez el «¡ah!» del arriero.

Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me  estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.

-¿Adónde va usted? -le pregunté.

-Voy para abajo, señor.

-¿Conoce un lugar llamado Comala?

-Para allá mismo voy.

Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse  cuenta de que lo seguía y disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan  pegados que casi nos tocábamos los hombros.

-Yo también soy hijo de Pedro Páramo -me dijo. 

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