martes

LA NEGRA JEFA (Sexo, Momo & Yemanjá) - HUGO GIOVANETTI VIOLA



DÉCIMA ENTREGA


UNO: LOS BORRACHOS VAN AL CIELO (8)

17 / EL SUELO

ABEL HABÍA ido con Candela a llevar a su hijo chico a la casa de Ma-Sa. El amarillo de cromo otoñal empezaba a incendiar los fresnos de las veredas.

-Pasado mañana tienen la entrevista con la psicóloga -dijo Abel, mirando hacia el bloque donde vivían los Carro.

La transparencia castaña de los ojos de Candela se ensombreció.

-No entiendo cómo han podido comprobar que Tato está tomando alcohol -dijo.

El hombre miró para abajo.

-¿Desde cuándo vomita? -insistió la mujer.

Desde hace tres o cuatro días. Fantina me contó que la noche anterior a que Tato le hiciera la famosa visita a la abuela, habían estado hablando del tema de la clínica. Parece que Alejandra preguntó si se podía ver o no a Tarzán, al final.

-¿Y?

-Mirá: Tarzán te puede conocer como no conocer. Fantina dice que está exactamente igual que cuando yo fui a verlo. Hace más de dos años. Ese hombre ya no es nadie.

-¿Y les contó a los chiquilines lo del divorcio?

-Sí.

Abel y Candela subieron, y encontraron a Tato y a Paloma en el sillón del living. Tato parecía una figura de mármol, con la cabeza recostada sobre las piernas de la chiquilina. Los ojos de Paloma estaban adensados hasta el azul cobalto.

-Acaba de vomitar -explicó. -Recién llegó de la cantera y vomitó todo.

La mirada del chiquilín se plateaba y avioletaba y reverdecía de a ráfagas, posada contra el cielorraso.

-Seguís mareado -dijo Candela.

-Un poco.

-Vamos a recostarte en la cama y llamamos al médico. ¿Sí?

-No. Estoy bien. Se me pasa enseguida.

Abel fue hasta el baño y recogió la cantimplora que encontró en el suelo y accionó la cisterna.

-Qué hacemos -lo hostigó su mujer desde el corredor.

-Esperá. Esperá un poco.

En ese momento tocaron el timbre de la calle. Era Luz Adrogué, preguntando por Tato. Abel le pidió que subiera, pero recibió una respuesta ininteligible y bajó hasta el jardín. Llevaba la cantimplora semivacía en la mano.

-Buenas tardes -dijo la mujer, con un cigarrillo encajado señorialmente en la bocaza lila. -Vengo a buscar a cachafaz. Disculpe que no suba, pero tengo la cadera en trámite de jubilación.

-Mucho gusto -dijo el hombre, sintiendo que el escote de la ex-vedette le jalaba los ojos. -Tato vino de la cantera medio mareado.

Se miraron fijo, y después miraron al mismo tiempo la cantimplora.

-Usted se la lleva -preguntó el hombre.

-Sí. Me los llevo a los dos. A la cantimplora y al chiquilín. Dejemeló. No tenga miedo. Yo curo el mal de empacho desde que era guría, allá en la frontera. Y después aprendí a curar cualquier clase de mal: el de ojo, el de cucusa. En fin. ¿No me hace el favor me lo cruza al cacha, cuando se recupere un poco? Pero medio rapidongo, porque antes de ir al conventillo tenemos que pasar por otro lado.

La mujer agarró la cantimplora y Abel le pidió un cigarrillo.

-¿Usted está al tanto de lo que le pasa a Tato? -se animó a escarbar.

-Me extraña un poco este interrogatorio -suspiró la mujer, arrimándole fuego. -Porque ni cuando era la diosa de Maracaná tenía pinta de otaria, corazón.

LLEGARON AL Cementerio del Norte a media tarde, y en la puerta Luz tuvo que lidiar con un enjambre de chiquilines costrosos que le pedían un peso.

-Coño -dijo después que entraron. -Esto es el infierno con patas.

-¿Dónde viven esos chiquilines?

-Por allá atrás: en el barrio Borro. Los mandan a buscar basura o rebuscarse un mango. Aquí te afanan hasta el nombre, si te descuidás.

Tato observaba desorbitadamente las grandes tumbas negras y marmóreas de la avenida central.

-Parece un parque -dijo.

-No te creas. Fijate allí, en esa tumba que dice 1938. ¿La ves a Marta?

-¿Qué Marta?

-La rata que se amiga de tu abuela. ¿No le ves los ojos verdes? Y te acercás y te saluda. Te hace Iiiiiiii.

Tato festejó la burla con saña machacona. La negra lo frenó atenazándole un brazo.

-No te pongás guarango. ¿Ya se te pasó el pedo?

-Sí.

-Bueno, pero no te apurés. Porque a mí la cadera ya me empezó a echar chispas. Y hay que patear bastante, todavía.

Para llegar a la colina de los tubulares tuvieron que cruzar un puentecito, y el chiquilín señaló la zona soleada del arroyo.

-Allá hay árboles de Mozart -dijo.

Luz Adrogué tenía la mirada moka clavada en una pequeña laguna que había a la izquierda: el agua era lechosa, y se estancaba a la sombra de casuarinas y palmeras.

-Y acá termina el arroyo -dijo la mujer.

-¿Y por qué el agua tiene ese color tan raro?

-Porque acá tiran la ceniza de los muertos. Los queman en aquel horno, ¿ves? Y después ponen los nombres clavados en aquella palmera. ¿La viste?

Tato afirmó con la cabeza, pero volvió a torcerla en dirección al sol.

-Me gustaría llevarme unas colas de zorro.

-No hay tiempo -lo cortó Luz, y recomenzó su renguear en dirección a los tubulares.

Cuando empezaron a bordear la gran zona de caños enfilados a flor de tierra, se cruzaron con dos policías acompañados por perros ovejeros. Los hombres se divertían azuzándolos, y uno de los ovejeros inició una carrera tan feroz que casi llegó a soltarse. El chiquilín clavó la cabeza en la barriga de Luz.

-Hijos de una gran puta -murmuró la mujer. -Es por eso que no hay guríes pidiendo. ¿Te diste cuenta que estaban todos en la puerta? Se ve que no permiten más. Y estos cara de culo se ponen a bobear con los perros. El barrio Borro es allá atrás: mirá.

El azul quemante de la tarde caía a pico sobre los manchones de rancheríos desparramados como la retaguardia de un ejército decimonónico. Había una quema de basura, dentro del cementerio.

-Hay que avisarles a los botijas de aquella fogata que no se acerquen -dijo Tato.

-Usted nunca se meta con la policía -gruñó la negra, torciendo hacia uno de los cuatro pasajes principales que seccionaban el colmenar de tumbas. -Que cada cual se arregle como pueda, mijo.

-Parecés mi abuela.

-Te podré parecer cualquier basura. Pero ya me quemé con leche, corazón.

Empezaron a caminar por un pasaje subsidiario, y la negra se detuvo frente a una tumba lujosamente ornamentada por una inscripción tallada en acrílico. Los tubulares que la flanqueaban estaban vacíos, aunque en el de la izquierda había un ataúd hecho pedazos.

-En esto me gasté los ahorros -dijo la negra. -Leé.

La inscripción decía: HOY ME PARECIO VERDA QUE TE VAYAS. QUE TE HALLAS IDO AL FIN DE TANTA SOLEDA Y VERGÜENZA. Y HOY TAMBIEN ME PARECIO VERDA PERDONARTE. YO QUISIERA QUE SUPIERAS QUE CADA VEZ QUE ME EMBORRACHO LA SOLEDA ME VESA IGUAL QUE UNA PATADA TUYA. Y más abajo: LUZ.

Tato tuvo la sensación de que las tetas de la negra lloraban.

-Esto es un poema -le dijo.

-No. Es un amor -corrigió la mujer. -¿Comprendiste?

EN LA vereda del conventillo funcionaba un prolijo medio tanque, y los hermanos de Pelé Fernández despachaban chorizos y asado. Luz y Tato llegaron al anochecer. El sudor semidesnudo de Garrincha y Coutiño Fernández ya fosforecía. Ellos tomaban clarete. Pelé tomaba mate con la mirada posada en el fuego: todavía no había clientes, y la brisa marina crecía haciendo bambolear la humareda. A Tato se le hizo agua la boca.

-Sentí qué olorcito -dijo Luz. -Hoy vas a comer en la mejor parrillada de Palermo, cachafaz.

Los hermanos Fernández descubrieron a la negra y al chiquilín cuando ya atravesaban el amarillo triste de un farol, abovedado y moteado por un plátano.

-Dichoso el ojo que te ve, pantera -jadeó Coutiño, que era tuerto y muy canoso.

-Ahí lo tenés a tu ídolo -se rio la negra, señalando a Pelé. -Andá. Y no te le acerques demasiado, que es capaz de darte un beso de lengua.

Hubo una carcajada general. Tato avanzó hacia la mansa mirada del futbolista y antes de darle la mano se besó fanáticamente la camiseta. Hubo otra carcajada.

-Ah, macho -dijo Garrincha, secándose unos ojos más heridos que jóvenes. -¿Tenemos hinchada o no, al final?

-Vení -le dijo Luz a Tato. -Vamos a lo de Alondra y después volvemos a comer. Los muchachos te invitan.

-A él puede ser -aclaró Coutiño. -¿Qué papeleta vas a votar en el plebiscito, fanático?

-Si pudiera votar, votaría la que va contra los milicos -roncó el chiquilín.

-Opa -gritó Garrincha. -A ver si me la convencés a la Lucecita, que anda con los botines cambiados.


EL CONVENTILLO era un corredor encalado donde desembocaban siete puertas. La de los Regusci estaba entornada, y una triangulación polvorienta iluminaba dos macetones exteriores con Hojas de Sala y Espadas de San Jorge. Se oía cantar a un niño, acompañado por una guitarra.

-Permiso -dijo Luz, entornando la puerta.

Tato vio a una mulata de ojos dorados y volados que tenía un parecido remoto con su madre. El niño guitarrista también era ciego. La canción se interrumpió.

-Hola, hola -dijo Alondra, torciendo la cabeza hacia Tato. -¿Cómo te llamás?

-Santiago Carro -dijo el chiquilín. -Pero me dicen Tato. Abel Rosso te manda saludos.

Alondra sonrió.

-Camilo anda por ahí -preguntó la negra.
                                                                                                                        
-Sí. Pasen al taller, mientras yo termino la clase. Enseguida los alcanzo.

Camino al taller cruzaron por el dormitorio donde los niños veían absortamente la televisión, despatarrados sobre una alfombra de lana cardada.

-Acá todo es lindo -comentó Tato en secreto.

-Sí. Y cuando los pitucos de tu barrio oyen decir conventillo ponen cara de culo. Fruncen el hocico así: mirá.

Luz carcajeó mientras empujaba la cortina de una piecita adornada con redes de pesca. Un hombre de rostro bretón alzó unos ojos suavemente atigrados. Mediría cerca de dos metros, y tenía el pelo amarillo recogido en una cola.

-Camilo Rehusci: Tato Carro -los presentó la negra. -Este joven está casado con la hija de Abel Rosso y quiere regalarle una pulsera.

El hombre hizo una reverencia, sin alterar la posición yoga que usaba para trabajar. Sobre la mesa había un anillo a medio hacer, herramientas y un radio-casetero.

-La pulsera te la podría pagar mañana, recién -advirtió Tato.

-Guarda con este personaje -dijo la negra, haciéndole una guiñada a Camilo. -Es terrible pasador. Y poeta, para colmo.

-Tengo doscientos pesos, en serio. Pero hoy no los traje. Ayer le vendí un poema a Abel.

Luz le agarró una oreja al chiquilín.

-Che: esos doscientos pesos me los debés a mí. ¿O te olvidaste de la virundela?

Tato enrojeció.

-Un momento -dijo el hombre. -Yo acepto que me pagues la pulsera con un poema. ¿Te animás a escribirlo aquí?

-¿Tenés papel y lápiz?

El hombre hizo sentar a Tato en su lugar y le alcanzó un block y una birome. Entonces el chiquilín escribió lentamente: El mar es lindo como una rosa y a veces van pescadores y pescan.

Camilo leyó la frase en voz alta y Luz largó una pedorrera:

-¿No te dije que era terrible pasador? Eso no es un poema, mijito.

-Li-Po (un gran poeta chino) hubiera dicho que Tato acaba de pescar poesía -opinó Camilo.

-No sabés ningún poema de ese chino -preguntó el chiquilín.

-Me acuerdo de dos versos que dicen: Si al cielo no le gustase el vino no habría en el cielo estrellas que lo recordasen.

-El vino o el champagne -dijo la negra, relojeando a Tato.



18 / LUZ




CUANDO DALMA se rompió la pierna empezó a traerme el paquete diario Cirilo que para masajearme el cuore de entrada me embagayó un caballito y unos Lucky en el nombre de Los Negros de Artigas y sobre el fin de la visita se topó con la Madre Superiora que quería conocerlo en persona y casi termina invitándolo a tomar el té: y aquella madrugada dejaste desbocarse la blancura del corcel escocés por las viejas cañerías y fue como si te cremaran y a las seis de la mañana te sentiste una mole de ceniza hincada en la capilla y al salir de la misa obligatoria y ver el patio conventual barrido por la llovizna ni siquiera necesitaste un cementerio: y un domingo me caen de sopetón Alondrita y el novio jipi y cuando los iba a mandar delicadamente a la mierda veo que además de un paquete traen un bebé y ahí pensé Patapúfete y pispié que la vida me iba a joder de nuevo apenas levantaron el rebozo y no atiné a rajar: y Sebastián Chapete Juárez atravesó las gredas y las sangres para envolverte con los ojos de Dedé y Brigitte y un suave vapor turquesa se derramó en la cárcel otoñal hasta iluminar todo: y aquella noche pude volver a oler las fogatas esquineras y junar a Garrincha y a Coutiño templando las lonjas y el tamborón del piano me pijoteaba el bobo y el repique y el chico me mariposearon entre los frutillones y terminé embalándome con una paja más linda que la de un Chianti: y al otro día la Madre Superiora te comunicó que el período de prueba o mutua aceptación estaba terminado y le agradeciste a Momo por no tener que pasar a cárcel central y poder seguir viendo en paz al hijo de Malú y Sixto: y cuando me salió la sabrosona sentencia de ocho años por ser la justiciera de Maracaná y por ninguna otra cosa y pedimos sobre el pucho la libertad anticipada conseguí permiso para organizar un festejo debute y las muchachas paquetearon todo con guirnalditas y las monjas se pelaban por verme bailar y esa tarde me pude reír en serio: entonces el silencio estancado durante siglos remolineó como esquírlas de estrellas y un crepúsculo altísimo y estriado de sedosidades crujió violentamente sobre las pajareras los malvones los hábitos las galerías y la estatua del santo: porque yo me fumaba un faso de madrugada en el baño como quien se despierta para ir a mear por costumbre y esa noche me zampé una petaca de grapa que me había traído Dalma para toda la semana y me enamoré del santo que nos vivía mirando desde el medio del patio y le hice una guiñada y vi lo que le costó salirse de ahí adentro para darme pelota: pero cuando de repente me ofreció un ojo lleno de luna y el radiante perfil de chiquilín cagado de intemperie supiste más que nunca que cualquier hombre empecinado en perlar el espacio es más fuerte que el infierno: y me pasé los tres años y pico que me quedaban para cumplir la media pena dragoneando con él y la segunda noche ya le conté que Sixto había venido a visitarme por cumplido y después chau mi plata y cómo terminaron cagándome con mi hermana la revolucionaria y dejando en banda al chiquilín y cómo una quería vivir nada más que para ver a Chapete: aunque tardaste meses en poder entender el trabajo del santo que algunas noches estaba tan borroso que casi no estaba y parecía menos santo que las bestiales policías femeninas que entraban a separarlas si se trenzaban hasta arrancarse los mechones y barajar un filo y aquel acalambrado prestándose atención nada más que a sí mismo: y cuando no daba bola yo me agarraba las tales calenturas y pensaba Podrido egoísta pollerudo urso de mierda no nos viste pasar reventando de frío a cabecear en la misa de las seis no nos ves cocinar fregar y barrer las letrinas despellejándonos los sabañones para que a la vieja jefa le brille este conventillo de lujo que es lo único que le importa en este puto mundo: hasta que un atardecer estabas tomando mate frente a una ventana con una cardiópata deshauciada y una loca de amor y las viste espejar el resplandor del santo impasible y sereno y ajeno a todo menos al sol que ya nadie podía ver y él devolvía en oleadas desde el medio del patio: y esa noche hubo luna y no pude dormir hasta la hora del faso y agarré la petaca y me abrigué como una momia y salí con un disco rayado en la cabeza y Charlo chamuyándome Yo digo que es un tesoro de plata y oro tu corazón y el coso me recibe hecho un jaspe entre el maceterío y de golpe le cruza una hoja por la trucha y cuando se le vuelve a destapar el ojazo le calé la guiñada y sentí más ganas de bailar y cojer y volar de borracha que en toda la vida junta y pensé Hay que repechar Luz que la cosa está linda todavía.

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