jueves

KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL - LEON CHESTOV


traducción de José Ferrater Mora

SEXAGESIMOCUARTA ENTREGA


XX

DIOS Y LA VERDAD OBLIGATORIA (2)

El piadoso Leibniz que hablaba siempre en nombre del cristianismo, estaban también profundamente convencido de que “las verdades eternas se hallan en el entendimiento de Dios independientemente de su voluntad”. Y esta idea no era ni siquiera una idea personal y original, como pudiera serlo la idea de Duns Escoto sobre la fuerza demostrativa de la tortura: tal era el pensamiento vigente en la Edad Media, y tal había sido el pensamiento de los griegos. Por lo demás, el propio Leibniz remite en este párrafo de su Teodicea a Platón, quien afirmaba -el lector podrá recordarlo- que la Necesidad reina en el mundo al lado de la razón. Habría podido también citar a los escolásticos: sus consideraciones generales sobre el mal constituyen una demostración de ello. Así, no sería acaso inútil examinar más atentamente tales consideraciones: “Se pregunta de dónde viene el mal. Los antiguos atribuían la causa del mal a la materia, que suponían increada, independiente de Dios… Pero nosotros, que derivamos todo el ser de Dios, ¿dónde encontramos la fuente del mal? La respuesta es que debe ser buscada en la naturaleza ideal de la criatura en tanto que esta criatura se halla encerrada en las verdades ideales que residen en el entendimiento de Dios independientemente de su voluntad. Pues debe considerarse que hay una imperfección original en la criatura antes del pecado, porque la criatura se halla esencialmente limitada, de donde se deduce que no puede saberlo todo y que puede engañarse y cometer faltas.” Cree Leibniz que sólo un pagano extraño a la verdad revelada puede admitir la existencia de una materia increada e independiente de Dios. Mas poner junto a Dios, por encima de Dios, verdades ideales; admitir que las verdades ideales no son creadas, sino eternas, significa, según él, “elevar a Dios”, engrandecerlo, honrarlo. Confiesa, cierto es, que todo el mal viene de que las verdades increadas se introdujeron de un modo u otro en el entendimiento de Dios sin pedirle permiso. ¿No hubiera esto debido perturbarle? Pero no. Toda la Teodicea, es decir, la “justificación de Dios” se basa en el hecho de que Dios no puede hollar las verdades que Él mismo no ha creado. Así, la teodicea no justifica tanto a Dios como al mal. La razón, que aspira ávidamente a comprender lo que es en tanto que no puede ser distinto de lo que es, la razón ha cumplido sus fines. La “experiencia” ya no la irrita, sino que la satisface, y considera por eso que la tarea de la filosofía ha quedado cumplida. Aunque sólo fuese en virtud de la tortura, el hombre y Dios han quedado reducidos a la obediencia. El mundo tiene que ser imperfecto; es imposible aniquilar el mal. Evidentemente, si todo hubiese sido distinto, si las verdades no hubiesen sido eternas, sino creadas; si, por el contrario, el hombre no hubiese sido creado, sino eterno, no habría habido ya necesidad del mal. O, mejor aun: si las verdades no hubiesen conseguido penetrar en el entendimiento de Dios sin pedirle la autorización correspondiente, no habría habido tampoco lugar en el universo para el mal. Pero Leibniz o, más exactamente, la filosofía especulativa, no se preocupa de esto. Lo que le importa es defender las verdades. En cuanto a lo que les ocurra a los hombres o a Dios, le tiene sin cuidado. O, lo que es peor todavía: por su misma esencia, la filosofía especulativa renuncia de una vez para siempre a la idea de limitar en cualquier sentido el poder de las verdades. De ahí procede la convicción inquebrantable de Leibniz, de que el acto mismo de la creación presupone una imperfección, y de que el hombre antes de la caída, es decir, el hombre tal como salió de las manos del Creador, fue tan débil y miserable como las genraciones nacidas de Abraham. El mal no penetró en el mundo, como lo dice la Biblia, con el pecado y por el pecado, sino porque el hombre fue creado por Dios. Y si gustamos los frutos del árbol prohibido y damos por ello mismo a las verdades eternas la posibilidad de penetrar en nuestro entendimiento, nos haremos semejantes a los dioses, conocedores del bien y del mal, y el universo tal como es habrá sido justificado.

Una vez advertimos que la serpiente bíblica, que había parecido arbitrariamente agregada a la narración del Génesis, constituye, en realidad, el guía espiritual de los más grandes representantes de la humanidad pensante. Según el ejemplo de los escolásticos, Leibniz ve la fuente del mal en el acto creador, niega la Escritura. En cambio, en la Biblia se nos dice que todo lo que fue creado era valde bonum, y que era valde bonum precisamente por haber sido creado por Dios. Si Leibniz hubiese, pues, querido seguir realmente en la Escritura, habría tenido que descubrir o, cuando menos, intentar descubrir en las verdades increadas, justamente en tanto que increadas, un defecto, una falla, una no participación en ese valde bonum que la palabra de Dios arrojaba sobre todo lo que llamaba a la existencia. Y, en efecto, no obstante su idealidad, las verdades eternas son tan inanimadas, tan inertes, tan vacías, tan ilusorias como la materia increada de los griegos. Estas verdades proceden de la Nada y a ella regresarán más tarde o más temprano.

Mientras era todavía muy joven, Leibniz leyó el libro de Lutero De servo arbitrio, así como las Diatribae de liberu arbitrio, de Erasmo de Rotterdam, contra las cuales Lutero había compuesto su obra. Y, a pesar de su juventud, comprendió perfectamente, según parece, la argumentación de los dos adversarios. Sin embargo, Leibniz no entendió lo que significaba el homo non potest vivere luterano, aun cuando Lutero, en vez de hablar, tronara. Y arrojaba precisamente sus rayos contra las verdades que se habían introducido o, más exactamente, que pensaban haberse introducido en la voluntad del Creador sin pedirle permiso, contra los hombres que, como Erasmo, no comprendían que, tras haber penetrado en su entendimiento, tales verdades habían avasallado y paralizado su voluntad. Para el joven Leibniz, lo mismo que para el Leibniz maduro, el homo non potest vivere luterano no era un “argumento” y no podía oponerse a las “evidencias” sobre las cuales se apoyan las verdades eternas y gracias a las cuales esas verdades pretenden inclusive llegar a ser independientes de Dios. Y menos todavía podía admitir que nuestro aprego a las verdades que se han introducido en el entendimiento divino no obstante la voluntad de Dios, fuese justamente el resultado de la caída del hombre de que nos habla la Escritura; que la maldición del pecado pesa sobre las evidencias y que la filosofía racional o especulativa se halla privada de la gracia (es decir, no es bendecida por el divino valde bonum), lo mismo que les acontece a los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Para Leibniz, así como para toda la filosofía especulativa, el pecado original no era sino una fábula; más exactamente, una fábula que, por respeto a un libro considerado generalmente como santo, no había que discutir, pero que tampoco había que tomar en serio. Lutero, los profetas y los apóstoles pueden tronar cuanto gusten; la filosofía sabe que el trueno no aniquilará las verdades eternas de la razón. Y si ocurriera que todo el mal existente en el mundo procediera, como la admitía Leibniz, de esas verdades eternas, tampoco esto podría hacer vacilar estas verdades ni alterar la veneración que los filósofos les han consagrado. Por su misma esencia la verdad no admite el menor titubeo en quienes la contemplan: reserva las torturas para quienes vacilan. Implacable, exige que sea aceptada tal como es. Contra todas las cuestiones, contra todas las críticas invoca orgullosamente el hecho de que es increada e independiente de todo ser, inclusive del Dios todopoderoso. Aquí nos encontramos evidentemente aprisionados en un círculo mágico. Es imposible salir de él por los medios ordinarios. Todos los “argumentos” sostienen la verdad increada. No se puede discutir con ella; lo que se necesita es luchar contra ella, rechazarla como un hechizo, como una pesadilla. Pero la razón no entablará jamás pro propia inciativa esta batalla. La razón “aspira ávidamente” a las verdades increadas, sin dudar, ni siquiera de lejos, que por ser increadas ocultan la muerte, la perdición, y que a pesar de su “idealidad” son tan peligrosas para el ser viviente como lo era la “materia” de los griegos.

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