(El autor con Amanda Berenguer / 2008)
4 TEXTOS HÍBRIDOS
La domadora de palabras
Al ver en el circo el número de los tigres, la niña Amanda sintió despertar una temprana vocación de escritora. Metido en la jaula con las fieras, látigo en mano, el domador daba trallazos a diestra y siniestra y con gritos enérgicos los hacía saltar a través de aros que sostenía con la mano izquierda. Se alzaban sobre las patas traseras y giraban con forzada docilidad alrededor de la jaula circular, aunque a veces gruñían con nostalgia de viejas rebeldías.
Sentada en la grada de madera junto a su padre, bajo la carpa que sacudía el viento (¿era el pampero?) anunciando probables temporales, intuyó a sus doce años que su destino no podía ser otro que el de escritora. Cuando el italiano de grandes bigotes se acercó al viejo tigre que estaba sentado sobre un tonel decorado con estrellas de colores, le abrió con sus manos las mandíbulas y metió la cabeza dentro de sus fauces, adquirió para siempre la certeza, mientras el público aplaudía. Al terminar la función quiso hablar con el domador. Lo encontró, detrás de la carpa del circo, dándole de comer grandes trozos de vísceras violáceas a sus animales enjaulados.
Atusándose los bigotes, le confesó que ese era el secreto: después del látigo y las pruebas de sumisión, del duro aprendizaje y de esa docilidad manifiesta ante los espectadores; tras el eco de los aplausos, las fieras debían recibir una recompensa. No solo obedecían por temor al castigo, sino por el premio que les esperaba luego.
“Como las palabras” —se dijo Amanda, ya convencida— Así haré con ellas, las domaré para encerrarlas en un texto, doblegaré con ardides su fuerza. Pluma en mano, las amaestraré hasta que se aplanen sobre el papel, las obligaré a piruetas y acrobacias; luego, las recompensaré con metáforas logradas y composiciones exitosas, aunque todo sea en definitiva un circo”.
Sin embargo, al alejarse de la jaula no pudo dejar de observar el zarpazo a través de los barrotes y escuchar el rugido con que el tigre la despedía.
Sospechó, entonces, que la tarea sería más difícil de lo que pensaba.
Años más tarde, la poeta Amanda Berenguer escribiría: “También traté con el lenguaje como si fuera un tigre que me hubieran regalado cuando era cachorro. Lo conozco bien y desde hace mucho aprendí sus ardides y su fuerza, pero me produce una deliciosa desconfianza. Yo quisiera mimarlo como se mima a un gato y doblegarlo si fuera posible. También observé que no es el tigre el que dice la última palabra. Mientras tanto sigo escribiendo”.
Nefertiti
Mi padre, cuando lo despidieron y le dieron una pequeña indemnización, desarrolló una curiosa afición: ir a las subastas de objetos embargados y pujar por las cosas más insólitas y heterogéneas. La más extraordinaria fue la compra de una pianola con cincuenta rollos de música clásica muy diversa. Dando con fuerza a los pedales y sobrevolando con sus manos las teclas que subían y bajaban, atronaba con sus conciertos nuestra casa y la de los vecinos. Tenía una expresión feliz y parecía olvidar las dificultades económicas en la que estábamos sumidos y que a mi madre le quitaban el sueño y la volvían cada vez más agria. Pero la historia de esa pianola la dejo para otro día, ya que este de hoy debe ser un cuento breve.
Un día mi padre se apareció con una caja de tamaño regular. Vino en taxi, lo que indignó a mi madre, y nos aseguró, mientras la abría ante la curiosidad de mi hermana y la mía, que esa era “una excelente inversión”. Había comprado por un precio que decía “ridículo” la reproducción exacta del busto de Nefertiti que está en el centro de la sala de la Cúpula Norte del Museo Egipcio de Berlín. Al descubrirla quedé deslumbrado por su belleza: ojos almendrados, orejas delicadas (una medio rota, “como en el original”, precisó mi padre), cuello largo y esbelto, nariz estrecha y recta, elegancia innata, labios carnosos con un ligero esbozo de sonrisa, todo invitaba a identificar en ella la hermosura que deslumbra por su perfección.
Nefertiti pasó a ocupar un lugar central en el salón de nuestra casa y su mirada parecía perseguirme cada vez que pasaba a su lado. Imaginé su edad y por lecturas que me procuré supe que a los quince años fue la esposa del faraón Amenhotep IV y que su nombre significaba “la bella ha llegado”.
La “bella” había efectivamente llegado a nuestra casa y desde ese momento ninguna mujer me parecía suficientemente hermosa; menos aún las chicas del piso de arriba del Instituto Ramón Llull de Palma de Mallorca donde cursaba bachillerato, que alguna vez me habían sonreído al cruzarnos a la entrada o la salida. Corrían los años cincuenta del siglo pasado; yo tenía trece años y ninguna experiencia, más allá de haber jugado a las escondidas con las amigas de mi hermana y aprovechado la penumbra de un armario para aventurar mi mano sobre un pecho trémulo. De besos, ni hablar.
La belleza de Nefertiti cobraba en las noches de luna llena una intensidad aún mayor. Cuando lo descubrí me levantaba y pasaba largos momentos observando su perfil iluminado por esa luz tenue, pero tan sugerente pues parecía darle vida. Una noche me acerqué hasta sus labios y mirándole a los ojos que me habían seducido desde el momento en que emergió de su embalaje, la besé. Desde ese día, las noches de luna llena, la besaba, cada vez más experimentado y me parecía sentir una calidez que viajaba a través de los siglos, desde un remoto valle del Nilo, iluminado por esa misma luz de una luna intensa, haciendo flagrante mi transgresión.
Cuanto la besaba me embargaba una creciente emoción que me recorría el cuerpo. Descubrí así el deseo y la excitación. Creí entonces estar enamorado y soñaba con ir un día a Berlín a ver la auténtica Nefertiti, protegida por un vidrio irrompible que mi mirada atravesaría con la misma intensidad de entonces.
Más la besaba, más fuerte era mi deseo, hasta que una noche sentí un estallido inédito en mi cuerpo y descubrí en la humedad cálida que me empapó, lo que era la satisfacción del amor.
Años después, extraviada Nefertiti en una tumultuosa mudanza unida al divorcio de mis padres, cuando empecé a besar chicas y mujeres en Montevideo, cerraba los ojos para revivir aquellos momentos de mi pubertad. Pero nunca pude volver a sentir la emoción de aquellas noches de luna llena, ni ninguna de ellas pudo comparar su belleza a la de Nefertiti, sobre la que un entusiasta arqueólogo alemán había dicho: “Tenemos en nuestras manos la obra de arte egipcio más llena de vida”.
Tengo ahora más de setenta años y no he ido todavía a Berlín. Sin embargo, cualquier día de estos tomo un avión para sucumbir en esa sala del Museo Egipcio al hechizo inalterable de su encanto, como el millón de visitantes que acuden anualmente a verla. Pero ninguno —estoy seguro— la habrá besado como yo a mis trece años.
Regreso a Montevideo por una noche
Querido Alvaro:
Anoche regresé a Montevideo y estuve probando la moto Triumph Thunderbird, 500 cc. modelo 1954, que has puesto en venta.
La recuerdo, cuando la estrenaste: impecable con su imponente foco de luces, su cuenta kilómetros integrado y sus tubos de escape cromados.
Adolescentes, te rodeábamos con esa admiración que apenas disimula la envidia. A veces nos llevabas a dar una vuelta por la rambla. Sentíamos la brisa de la costa en la cara y nos parecía por un momento que ese “pájaro de trueno” era un poco nuestro.
Anoche,
—cuando regresé después de tantos años—,
me admiró descubrir que la has mantenido impecable, tal como la cuidabas entonces cuando lustrabas su motor, limpiabas los guardabarros y, uno a uno, los radios de sus ruedas. Charlábamos a tu lado, mientras con un pincel y un poco de gasolina, sacabas todo rastro de aceite o polvo.
Eran aquellas tardes de ocio y buena amistad.
Sin embargo, anoche te sentí un poco nervioso, pálido y enflaquecido, sin aquella calma “pastosa” que te diferenciaba de todos nosotros, siempre agitados y excesivos en nuestros gestos y expresiones. Me dio la impresión que querías vender con cierta urgencia la moto que tanto admiré a mis diecisiete años.
De pie en el garaje de tu casa en Pocitos
—no lejos del viejo MG descapotable que compraste unos años después y que cubres ahora con una lona que no permite ver y sólo recordar su baja silueta—
me dijiste con voz amable, pero tono imperativo: “Te la dejo en cuatrocientos dólares”.
¿Qué pasa Alvaro? ¿Por qué vendes tan barata la moto que todos soñamos tener o manejar, aunque fuera una sola vez? Dímelo.
¿No éramos amigos, no fuimos cómplices de tantas aventuras, no crecimos juntos en aquel barrio, Malvín, de atmósfera tan envidiable: todos compinches, la “barra” brava, “timberos” de noches en blanco, de caminatas errantes o echados por las mañanas en la arena en un círculo de bromas y “púas” intercambiadas con ingenio y rapidez?
Es evidente que mi inesperada visita nocturna no te ha sorprendido aunque, tal vez, temes que sospeche la razón secreta por la que quieres vender la moto de tu juventud, después de tantos años de haberla cuidado y protegido del inevitable desgaste de las cosas.
Me escribiste un día
—y no hace mucho—
que todavía solías pasear con ella por los escenarios de nuestra adolescencia: esas calles
—Pilcomayo, Aconcagua, Arrayán e Itú, como se llamaban entonces, Orinoco, Amazonas, Río de la Plata, Rimac—
en las que dábamos infinitas vueltas a la manzana a la hora de la siesta, yo con una modesta Guzzi de 48 cc y tú cabalgando tu rugiente Thunderbird 500 cc.
Volvías
—me escribías—
a esa rambla, desahogo natural de todos los pesares ciudadanos, pulmón abierto a un río que no tiene en Montevideo más que una orilla.
Volvías
a nuestro barrio a la velocidad razonable que impone una vieja Triumph de 1954, pero con el impecable ronronear de sus dos cilindros de cuatro tiempos.
Respirabas en esas escapadas
—me contaste—
no solo la brisa, sino la atmósfera de otro tiempo, mucho antes que estallara la diáspora del 73 que nos aventó a todos por el mundo, el aire de la inconsciencia con que vivimos los años cincuenta.
Esa alegría de pescar a la “encandilada” en las noches sin luna de verano y freír en la playa, en improvisada fogata, el resultado de habernos paseado los tres
—Eduardo, tú y yo, amigos inseparables—
a lo largo de la orilla. Tú, con el farol a mantilla, delante, iluminando, “encandilando” la mojarra y algún pejerrey; Eduardo con la manga y la red, pescándolos con la habilidad que le reconocíamos todos; yo, detrás, con un balde donde se recogían los peces agonizantes.
Recorríamos la playa Honda (nuestra playa de siempre) una y otra vez, hasta tener suficiente para sentarnos en la arena, junto al viejo bote abandonado si hacía viento, y freír entre bromas y charlas intrascendentes la “pescadilla” que aligeraba un vino tinto afrutillado comprado a granel.
A ese rincón de la playa
—me escribiste—
volvías nostálgico, pero cansado,
y detenías por un momento la moto para intentar en vano respirar el pasado.
Te decías asomado a su orilla que yo vivo ahora muy lejos y Eduardo nos dejó para siempre hará unos años.
Me gusta tu moto Alvaro.
En realidad
—lo sabes—
me ha gustado siempre. Más de cincuenta años después quisiera comprártela. Tal vez, sólo por eso, he regresado esta noche a Montevideo, aunque sea en el breve espacio de un sueño. Siento que me has llamado desde lejos para decirme que vendes tu moto y aquí estoy en un sueño que, como muchos sueños, parece durar una eternidad, aunque en realidad sean sólo unos instantes de felicidad los que procuran.
Cuando me he despertado en mi cama de Oliete —esta calurosa madrugada del mes de agosto de 2012— ya conducía, como nunca antes pude hacerlo, tu Triumph por la rambla, desde Pocitos, donde vives ahora, hacia Malvín, donde vivíamos entonces: acelerando iba descontando los años, remontando el tiempo perdido y al hacerlo, batiéndome el viento la cara, me sentía recuperar aquel olvidado entusiasmo, y si hubiera podido llegar a la playa Honda sin despertarme, habríamos vuelto a reír los tres
—Eduardo milagrosamente resucitado—
junto al viejo bote abandonado en la playa de nuestra juventud.
“Mi caravana”
Se instaló en nuestra casa como una tromba de imperiosa juventud.
Cantaba pasando el plumero: “Cantando va alegre. Su patria está lejana.
Errantes van en caravana.
Pueblos y pueblos los ven pasar”
Fregando el suelo arrodillada
(como se hacía entonces)
entonaba: “tan sólo él no ríe.
Su vida es un sollozo.
Perdió su amor, perdió su gozo”
y el rubor de sus mejillas ardía en la mirada con que esquivaba la mía.
El sudor de las axilas marcando un arco en la ceñida camiseta,
aureola que expandía a su paso en la cocina
(“La caravana, con sus cantos y risas…”)
el almizcle que turbaba mis sentidos.
Por aquellos años
—tendría yo trece—
sabia poco, ignoraba muchas cosas, pero sospechaba otras tantas.
Quería adivinarlas, porque de eso no se hablaba por aquel entonces,
tiempos de confesionario y de culpables pecados nefandos.
Todo eran rumores, cuchicheos entre amigos, risas nerviosas, cómplices,
primeros vellos en el cuerpo desgarbado que se estiraba desorientado.
Desde el tragaluz de la terraza se podía ver el ventanuco del retrete.
Lo descubrí por casualidad jugando, viéndola entrar un día,
levantarse la falda, bajarse las bragas, para desaparecer de mi vista,
solo los pies sobresalían en un escorzo del probable estar sentada.
Del intenso chorro golpeando la porcelana,
tengo aún la memoria con que mi oído recibió el turbador mensaje
de su grieta entreabierta.
Más aún de la mirada con que vuelta hacia arriba,
me descubrió mientras se subía las bragas,
y me sonreía.
Desde ese día, pasaba mis horas en la terraza,
—a veces con un libro en la mano—
la mirada pendiente de aquel retrete,
esperando escuchar aquel chorro de orina espléndido,
probablemente dorado,
derramado con la intensidad que da la juventud que todavía se ignora a sí misma.
Esa fue nuestra única complicidad.
El rumor de sus aguas rociadas con fuerza,
la mirada con que recompensaba mi paciente espera y la intensidad con que yo respiraba en lo alto, al intentar,
infructuosamente,
aspirar su íntimo efluvio.
Años después me diría, que ella, con sus olores tan naturales, “dilató por primera vez la nariz de mi corazón”, como anotó el poeta[1].
Porque Dora, Dorita, se fue de nuestra casa un día, como había llegado,
cantando “la caravana con sus cantos y risas.
La ruta sigue sin sentir su dolor”.
[1] El poeta José Watanabe en su poema “Canción” escribe:
“Pichí de mujer/ no es pichí de hombre, supe. Pichí de mujer/ se expande y se hace atmósfera, marejada/ concupiscente…” (Cosas del cuerpo, Lima, El Caballo rojo, 1999).
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