sábado

JOSEPH CONRAD - TIFÓN



DECIMOCUARTA ENTREGA


VI

En un día de sol brillante, con una brisa favorable que hacía correr el humo hacia adelante, el Nan-Shan entró al puerto de Fu-chau. Su llegada fue notada de inmediato en tierra; y los marineros del puerto decían:

-¡Miren! Miren ese barco. ¿Qué es? ¿Bandera siamesa? ¡Pero mírenlo!

Parecía haber sido usado como blanco de la batería de un crucero. Una avalancha de  pequeños obuses no podría haber dado a su obra muerta un aspecto más devastado, ruinoso y desmantelado. Tenía el aire cansado y usado que tienen esos barcos que llegan del fin del mundo; y no sin razón, puesto que en su recorrido había ido muy lejos; había llegado a entrever el Más Allá, ese gran desconocido del que jamás vuelve navío alguno para devolver al polvo de la tierra los marinos de su tripulación. Estaba encostrado y gris con la sal que le llegaba hasta sus mástiles y hasta lo alto de su chimenea; como, al decir de un marinero, si se le hubiera pescado desde el fondo del mar y se le hubiera traído aquí para cobrar el salvamento. Y éste, animado por su propia ocurrencia, ofreció cinco libras por él, sin inventario.

No hacía una hora que el Nan-Shan habla atracado, cuando el segundo oficial, ese hombrecito flaco, con la nariz roja y cara de furia, desembarcaba de un sampán en el muelle de la Concesión Extranjera, e incontinente se dio vuelta para levantar un puño amenazante hacia el barco.

Un individuo alto, con piernas demasiado flacas para su panza redonda, y con ojos líquidos, se le acercó diciendo:

-Lo acaba de abandonar, ¿eh? ¡No se demoró mucho!

Llevaba un terno de franela azul muy manchado y zapatos embarrados que crujían; un bigote grisáceo caía sobre sus labios, y por entre la copa y el ala de su sombrero se divisaba la luz del día.

-Hola, ¿qué haces tú acá? -preguntó el ex segundo oficial del Nan-Shan, dándole la mano apresuradamente.

-Estoy esperando un puesto... que merezca la pena -explicó el hombre del sombrero reventado, a la vez que respiraba en forma estentórea.

El ex segundo oficial volvió a empuñar su mano contra el Nan-Shan.

-Allí sí que hay un tipo que no es capaz de comandar siquiera un lanchón -declaró vibrando de cólera, mientras el otro observaba desanimado.

-¿De verdad?

Pero al divisar sobre el muelle un pesado baúl, recubierto de una tela impermeable y amarrado con una cuerda nueva, lo miró con renovado interés.

-Si no fuera por esa endiablada bandera siamesa, yo hablaría y presentaría mis quejas; pero no hay nadie ante quien quejarse: si hubiera ya se verían en aprietos. ¡Viejo canalla! Le dijo al ingeniero jefe (otro canalla) que yo había perdido la cabeza. Nunca he  visto un conjunto de imbéciles más grandes navegando por los mares. ¡No, si es de no creerlo!

-¿Por lo menos te pagaron? -preguntó su desharrapado compañero.

-Sí, el capitán me pagó a bordo, y rugiendo me dijo: "Desayúnese en tierra".

-¡Avaro! -comentó el hombre alto con vacilación, al tiempo que pasaba su lengua sobre sus labios-. ¿Vamos a tomar una copa?

-Me golpeó -estalló el otro.

-¡No! ¿De verdad te pegó? -El hombre comenzó a agitarse-. No se puede hablar aquí.  Quiero saber todos los detalles. Busquemos un hombre para que te lleve el baúl. Yo conozco un sitio donde se puede conseguir cerveza embotellada.

El señor Jukes, que había estado escudriñando las costa con un par de prismáticos, le  informó después al ingeniero jefe que "nuestro segundo oficial no ha demorado en encontrar un conocido. Un tipo con facha de vagabundo; los vi salir juntos del muelle".

Los golpes y tintineos que provocaban las reparaciones tan necesarias del Nan-Shan  no molestaban en lo más mínimo al capitán MacWhirr. Dentro de la sala de máquinas, ya  restaurada, el mozo encontró una carta de un interés tal, que al leerla por segunda vez casi fue descubierto.

Mientras, la señora MacWhirr, en su salón de cuarenta libras, apenas si podía contener un bostezo. ¿Por qué lo reprimía? Sólo por respeto a sí misma, puesto que se encontraba sola en la pieza.

Estaba semirrecostada en un sillón mullido, enmarcado en dorado y cerca de una chimenea embaldosada. Abanicos japoneses daban realce a la repisa, y en el hogar ardían unos carbones.

Levantando las manos dio una ojeada a las numerosas páginas. ¿Era culpa suya acaso  que estas cartas de su marido fueran tan insípidas y tan poco interesantes, desde su comienzo con el eterno "Mi querida esposa", hasta el final banal de "Tu amante esposo"?

¡No! No se podía pretender que ella se interesara por todas estas cosas marítimas. Por  cierto que se alegraba de tener sus noticias; pero jamás supo por qué.

"...Se les llama tifones... El primer oficial no estaba de acuerdo... No se registran en los libros... Me resultaba imposible dejar las cosas as!. .. " Las páginas cayeron crujiendo.  "...una calma que duró más de veinte minutos", leyó, y las próximas palabras que sus ojos  distraídos captaron, encabezando otra página, fueron: "te veré junto a los niños".

Tuvo un gesto de impaciencia. ¿Por qué estaría él siempre pesando en volver? Nunca  había cobrado un sueldo tan grande como ahora. ¿Entonces? ¿A qué esas ansias? No se le cruzó por la imaginación releer las páginas anteriores. De haberlo hecho hubiera visto que entre las cuatro y las seis de la madrugada del 25 de diciembre, el capitán MacWhirr había pensado que la última hora del Nan-Shan había llegado, y que con este mar tan agitado jamás volvería a ver a su mujer o a sus hijos.

Nunca nadie se impuso de estas cosas (¡las cartas se extravían tan fácilmente!), nadie  más que el mozo, quien por lo menos se había conmovido con esta revelación. Tanto es así que el pobre trataba de comunicarle al cocinero "la escapada que habían tenido", dado  que el viejo mismo no había tenido esperanzas.

-¿Cómo lo sabes? -le preguntó el cocinero con el desprecio de un viejo marino-. ¿Acaso te le dijo?

-Me lo dio a entender -desafió el mozo.

-¡Andate al diablo! Seguro que ahora va a venir acá a contármelo a mí -se mofó el viejo cocinero.

La señora MacWhirr prosiguió con su lectura, inquietándose algo: " ...hacer lo justo..., pobres miserables..., sólo tres piernas quebradas... y uno... Pensé que sería más prudente guardar silencio..., espero haber hecho lo que debía". Dejó caer sus manos sobre su falda. ¡ No! No hacía ya alusión a un posible regreso. Debía de haber sido únicamente un  pensamiento piadoso. La señora MacWhirr respiró con alivio; mientras que el reloj de mármol negro, tasado por el relojero de la localidad en tres libras, dieciocho chelines y seis peniques, seguía con su tictac discreto y furtivo.

Súbitamente se abrió la puerta y una niña de piernas largas y falda corta se precipitó dentro de la pieza. Una abundante cabellera, un tanto descolorida, caía sobre sus hombros. Viendo a su madre se detuvo y dirigió una mirada pálida hacia la carta.

-De papá -murmuró la señora MacWhirr-. ¿Qué has hecho con la cinta de tu pelo?

La niña se llevó las manos a la cabeza e hizo una mueca.

-Se encuentra bien -continuó la señora MacWhirr con aire lánguido-, por lo menos así lo creo. El nunca habla de su salud.

Se le escapó una pequeña risita. La cara de la niña denotaba una indiferencia distraída, y la señora MacWhirr la contempló con orgullo.

-Ve a buscar tu sombrero -le dijo al cabo de un instante-. Voy a ir de compras, pues hay una liquidación en la casa Linom.

-¡Qué suerte! -dijo la niña con voz inesperadamente grave y vibrante, y salió corriendo del cuarto.

Era una linda tarde. El cielo estaba gris y las veredas secas. Delante de la tienda la señora MacWhirr saludó sonriente a una mujer de proporciones generosas, vestida de negro, el pecho cubierto con una coraza de azabache, y su cara de matrona biliosa estaba coronada por flores artificiales. Se abalanzaron una sobre la otra, haciendo al mismo tiempo saludos y exclamaciones y hablando apresuradamente como si temieran que la calle fuera a bostezar tragándoles este placer antes de que hubieran terminado.

Detrás de ellas la puerta de la tienda se abría y cerraba sin cesar. Estas señoras obstruían el pasaje. La gente no podía pasar; los caballeros esperaban pacientemente; mientras que Lydia, absorta en clavar la punta de su paraguas en las rendijas de las baldosas de la vereda, escuchaba la conversación apurada de su madre.

-Muchas gracias; no, por ahora no piensa volver. Naturalmente que me resulta muy triste tenerlo siempre tan lejos; pero es una tranquilidad saber que está tan bien. -La  señora MacWhirr recobró aliento-. ¡El clima de allá le prueba tanto ! -y esto lo añadió radiante, como si el pobre MacWhirr estuviera de turista en la China por motivos de salud.

El ingeniero jefe también continuaría navegando. El señor Rout conocía de más el valor de un buen contrato.

-Solomon dice que los milagros no terminan nunca -dijo la señora Rout dirigiéndose a la viejita sentada en un sillón al lado del fuego. La madre del señor Rout apenas si se movió, posando sus manos marchitas, abrigadas con mitones, sobre su falda.

Los ojos de la mujer del ingeniero parecían bailar al detenerse sobre las páginas.

-El capitán del barco en el que él navega.... un hombre más bien simple..., ¿recuerda,  mamá?, parece que ha hecho algo extraordinario, según dice Solomon.

-Sí, mi querida -asintió la viejita dócilmente, inclinando hacia adelante su cabeza plateada, con ese aire de calma interior característico de la gente muy vieja que parece estar absorta en la contemplación de los últimos destellos de la vida-. Sí, creo recordarlo.

Solomon Rout, el viejo Sol, el padre Sol, el Jefe, "Rout..., buen hombre". El señor Rout, el amigo paternal e indulgente de la juventud, había sido el benjamín de sus muchos hijos, todos muertos a la fecha. Ella lo recordaba especialmente a la edad de diez  años, antes de que hubiera partido para hacer su aprendizaje en una gran usina del Norte.

Desde entonces lo había visto muy poco; habían pasado tantos años, que ahora tenía que remontarse hacia atrás para poderlo reconocer en las tinieblas del tiempo. A veces le parecía que su nuera hablaba de algún hombre extraño.

La joven señora Rout estaba decepcionada.

-¡Hum, hum! -Dio vuelta la página-. ¡Qué irritante! No dice nada de lo que se trata. Dice que yo no sería capaz de captar la importancia de lo sucedido. ¡Imagínese! ¿Qué puede haber sido de tan extraordinario? ¡Qué miserable no contarnos!

Siguió leyendo sin hacer más comentarios, y cuando hubo terminado la carta quedó contemplando el fuego. Rout apenas si había hecho alusión al tifón; pero algo lo había movido a expresar su deseo de tener cerca a su mujer alegre: "Si no fuera que tienes que cuidar a mi madre te mandaría el dinero para el pasaje hoy mismo. Podrías instalar una casita por aquí, y de ese modo te vería de vez en cuando. No olvides que no nos estamos rejuveneciendo... "

-Dice que está bien -suspiró como despertando de un sueño la señora Rout.

-Siempre fue un muchacho muy sano -dijo plácidamente la viejita.

En cambio, el relato que hizo el señor Jukes fue de lo más animado y detallado. Su amigo, en el servicio de la navegación occidental, lo comunicó abiertamente a todos los oficiales de su transatlántico.

-Un muchacho que conozco me ha escrito contándome sobre un asunto extraordinario que sucedió a bordo de su barco durante ese tifón, ustedes saben, que se publicó en todos los diarios hace como dos meses. Es de lo más cómico. Ustedes mismo lo van a ver; acá está la carta.

La carta era exagerada, dándole la impresión de su gran fortaleza de ánimo. Jukes había escrito de buena fe, y lo que relataba era cierto, o por lo menos lo había sido en el momento de escribir. Describía en forma siniestra las escenas en el entrepuente.

"Como un relámpago se me vino a la cabeza que esos malditos chinos no podían saber si éramos una tropa de ladrones desesperados o no. No es recomendable separar a un chino de su dinero, sobre todo si él es el más fuerte. A decir verdad, tendríamos que haber estado realmente enloquecidos para habernos puesto a robar con un tiempo tan atroz; pero ¿qué podían saber los pobres desgraciados de nosotros? De modo que sin pensarlo dos veces hice salir a toda la tripulación rápidamente. Ya habíamos terminado con nuestro trabajo en el que tanto se había empeñado el viejo. Salimos sin preguntarles como se sentían. Estoy convencido de que si todos y cada uno de ellos no hubieran estado  tan despiadadamente sacudidos y amedrentados nos hubieran hecho pedazos, Fue total el desastre, y te aseguro que ustedes pueden ir y venir por los mares del Norte y del Sur, hasta la consumación de los siglos, sin jamás encontrarse con una tarea semejante entre manos."

Después de esto aludió como profesional a los destrozos que había sufrido el barco, para continuar:

"Fue cuando el temporal se aquietó que la situación se hizo realmente delicada. En nada había mejorado nuestra situación al habérsenos cambiado nuestra bandera por una siamesa; aunque el comandante no percibe la diferencia. Como dice él, ‘¡Mientras estemos nosotros a bordo!' Hay ciertos sentimientos que este hombre no posee. Es lo mismo que argumentar con un poste; pero dejemos esto aparte; añádele a esta situación el  estado de desamparo completo del barco, navegando por los mares de la China, sin cónsules, sin cañoneras, sin nadie a quien acudir en caso de necesidad.

"Mi idea era de mantener a los coolies encerrados, durante unas quince horas más, como que no había una mayor distancia hasta Fu-chau. Allí hubiéramos encontrado alguna nave de guerra, y una vez bajo su protección habríamos estado a salvo; porque con  seguridad cualquier comandante de un barco de guerra, ya fuera inglés, francés u holandés, ante una pelea, se hubiera puesto del lado de los blancos. Después nos  podíamos haber liberado de los coolies y de su dinero entregándolos a algún mandarín o taotai, o como quiera que les llamen ellos a esos seres que se ven circulando con grandes anteojos, llevados en sillas por hombres, en medio de sus calles pestilentes.

"Pero el viejo no veía las cosas así. Deseaba aquietar el ambiente. Se le había metido  esa idea en la cabeza y nada se la podía arrancar. Quería que en torno a esto se hiciera la menos bulla posible, en nombre del barco, de sus dueños o de cualquier otro interesado.  Esta actitud me enfureció. ¿Cómo se podría acallar un asunto como éste? Los cofres habían sido asegurados contemplando cualquier temporal de fuerza terrenal, pero ésta había sido una cosa diabólica que sobrepasaba toda imaginación.

"Entretanto yo ya no podía mantenerme en pie. No había habido relevo alguno por más de treinta horas; pero allí estaba el viejo, frotándose la barba y rascándose la cabeza y tan absorto que ni siquiera soñaba en sacarse las botas.

"-Espero, capitán -le dije-, que no les permitirá salir al puente antes de haber tomado  las debidas precauciones. No es que yo sienta animosidad exagerada hacia ellos; pero un  disturbio entre un lote de chinos no es juego de niños. Además estoy tan cansado. Le ruego, déjenos botarles todos los dólares y que se peleen entre sí; mientras tanto, nosotros podríamos descansar.

"-Oiga, Jukes, está hablando como un loco -dijo el capitán, mirándome lentamente de  manera que me llegaba al alma-. Hay que encontrar una fórmula en que se les haga justicia a todos.

"Como te podrás imaginar, tenía una inmensidad de cosas que hacer; puse a trabajar a la tripulación, pero me invadió una necesidad imperiosa de descansar, de modo que fui a tenderme un rato.

"No hacía diez minutos que me había dormido, cuando, precipitándose en mi cuarto y tirándome de la pierna, el mozo exclamó: -Por amor a Dios, señor Jukes, venga rápido al puente. ¡Apúrese!

"Su precipitación me hizo perder la cabeza. Me preguntaba qué podría haber pasado.  ¿Otro tifón?..., o ¿qué? Pero no se oía viento alguno.

"-El capitán los ha soltado a todos. ¡Oh!, ¡van a quedar libres! Suba al puente y sálvenos, mi señor. El ingeniero jefe acaba de bajar para buscar su revólver.

"Eso es lo que me contó el idiota; pero el Padre Rout jura que sólo fue a buscar un pañuelo limpio.

"De todas maneras, me puse los pantalones apresuradamente y volé hacia la cubierta de atrás. Allí se encontraban cuatro hombres con el contramaestre. Les pasé algunos de los fusiles que tiene toda nave que navega por los mares de la China y los dirigí al puente.

En el camino tropecé con el Viejo Sol, quien, sosteniendo un cigarro apagado entre los labios, me miró atónito.

"-¡Venga con nosotros! -le grité.

"Y los siete irrumpimos en la sala de navegación. Todo había terminado. Allí estaba el viejo de pie, calzando todavía sus botas de tormenta y en mangas de camisa (el pensar tanto lo habría acalorado).

"A su lado estaba el elegante empleado de Bun Hin, sucio como un deshollinador y con la cara todavía verde por la emoción. Enseguida me di cuenta de que se me iba a amonestar.

"-¿Qué diablos significan estas payasadas, señor Jukes? -preguntó el capitán, enfureciéndose lo más que podía; te confieso que me hizo perder el habla-. Por amor a Dios, señor Jukes, quíteles los fusiles antes de que se produzca una desgracia. ¡Este barco es peor que un manicomio! ¡Y ahora preste atención! Quiero que usted nos ayude, al chino de Bun Hin y a mí, a contar el dinero. Y ya que está usted aquí, señor Rout, también nos puede dar una mano. Cuantos más seamos, mejor.

"El capitán había ordenado todo en su cabeza mientras yo echaba un sueño. Si el nuestro hubiera sido un barco inglés, o que sencillamente hubiéramos tenido que desembarcar a ese lote de chinos en un puerto británico, como por ejemplo Hongkong, cuántas dificultades e investigaciones habríamos tenido que soportar: interrogatorios, encuestas, demandas por daños y perjuicios y demás. Pero estos chinos conocen a sus autoridades más que nosotros.

"Ya habían sido destapadas las bodegas y los coolies se encontraban sobre cubierta, después de un día y una noche de encierro. Era curioso observar sus caras amarillas y demacradas, agolpadas todas juntas. Los pobres desgraciados observaban atónitos el cielo, el mar y el barco, como si hubieran pensado encontrar sólo sus despojos. Y con razón. Habían tenido que soportar algo que le hubiera arrancado el alma a un ser blanco.  Pero se dice que los chinos no tienen alma. Si la tienen o no, no lo sé; pero sí sé que poseen una tremenda fuerza interior. Había entre ellos uno al que casi se le había reventado un ojo. Le saltaba de la cara como un huevo de gallina. Esto sólo hubiera dejado tendido por más de un mes a un cristiano: pero no, allí estaba ese chino, codeándose entre los otros y conversando como si nada le hubiera pasado.

"Entre ellos reinaba un gran alboroto; pero en cuanto aparecía la calvicie del capitán, se sumían en un profundo silencio, dirigiendo sus miradas hacia arriba.

"Parece que el capitán, después de haber estrujado su cerebro, había ordenado al empleado de Bun Hin que bajara a explicarles la forma en que se haría el reparto del dinero.

"Dado que todos los coolies habían trabajado en los mismos sitios durante un idéntico espacio de tiempo, juzgó que lo más equitativo sería repartir entre ellos y por partes iguales el dinero que nosotros habíamos recogido. Así me lo explicó él. "Poco importa -decía- que sea su dólar o el de otro; todos los dólares son iguales. Si les hubiera  preguntado cuánto les pertenecía, habrían mentido y me hubiese encontrado corto de fondos". En eso creo que le asistía la razón. En cuanto a la posibilidad de haber encontrado algún funcionario chino en Fu-chau para que entregara la plata, decía él, con acierto, que para eso mejor se habría metido todo el dinero en su propio bolsillo, pues ellos no lo habrían visto jamás; creo que en eso los coolies estaban de acuerdo.

"Antes del anochecer terminamos la distribución. Te aseguro que era un espectáculo. El mar agitado, el barco en ruinas, esos chinos tambaleantes, subiendo uno a uno al puente para recibir su cuota; y nuestro viejo MacWhirr, siempre calzando sus botas y en mangas de camisa, parado en la puerta de la sala de navegación haciendo los pagos. Traspiraba con profusión, y de cuando en cuando nos llamaba severamente la atención, a Rout o a mí, por algo que no marchaba bien a su gusto. El mismo les llevaba a los imposibilitados su porción. Sobraban tres dólares y éstos los repartió entre los más lastimados.

"Después llevamos sobre cubierta montones de trapos mojados y fragmentos de objetos ya sin forma a los que no se les podía hallar nombre, y allí los dejamos para que ellos mismos se los repartieran.

"No hay duda de que por el bien de todos fue la mejor manera de mantener en silencio todo este episodio. ¿Qué opinas tú?

"El Viejo Sol está de acuerdo en que fue la mejor solución posible.

"El capitán me comentó hace días: "Hay cosas que no se aprenden en los libros".

"Yo creo que se desempeñó muy bien; sobre todo cuando uno piensa que se trata de un hombre tan estúpido".

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