DECIMOTERCERA ENTREGA
V (2)
Los marineros estaban contentos de encontrarse de nuevo en el pasadizo. Cada uno de ellos pensaba secretamente que podría lanzarse al mar a último momento..., y eso los reconfortaba; hay algo de horriblemente repugnante en la idea de ser ahogado en el fondo de una nave. Ahora que habían terminado con los chinos volvían a tener conciencia de la situación del barco.
Al salir del pasadizo, Jukes se encontró sumergido hasta el cuello en el agua ruidosa. Alcanzó el puente y se extrañó de poder discernir formas obscuras como si su vista se hubiera agudizado de una manera antinatural. Divisó contornos vagos. Estos no le recordaban la figura del Nan-Shan, sino más bien la de un barco desmantelado que años antes había visto pudriéndose en un banco de lodo. En realidad, el Nan-Shan semejaba ese barco naufragado.
No había ya viento; ni un hálito; sólo las ligeras corrientes producidas por los movimientos del barco. El humo que salía de las chimeneas descendía posándose sobre las cubiertas; al pasar lo respiró. Sintió las pulsaciones de las máquinas y oyó otros ruidos débiles que parecían haber sobrevivido al temporal. La baraúnda de piezas desajustadas, la caída de algunos fragmentos sobre el puente. Distinguió vagamente la silueta morruda de su capitán sosteniéndose inmóvil en la baranda y balanceándose como si hubiera echado raíces en las tablas. La tranquilidad inesperada oprimió a Jukes.
-Ya hemos hecho lo que usted ordenó -dijo acezante.
-Yo sabía que lo harían -replicó el capitán MacWhirr.
-¿De verdad? -murmuró Jukes como para sí.
-El viento ha cesado de golpe -continuó el capitán.
Jukes estalló:
-Si usted cree que fue tarea fácil...
Pero su capitán, sujetándose a la baranda, no le prestó atención.
-De acuerdo a los libros, lo peor aún no ha pasado.
-Si la mayor parte de ellos no hubieran estado medio muertos de terror y de mareo, ni uno solo de nosotros hubiera salido de ese entrepuente con vida.
-Había que hacer algo por ellos -murmuró obstinadamente MacWhirr-. Todo no está escrito en los libros.
-Hasta pienso que se habrían levantado en masa contra nosotros si no hubiera dado yo la orden a la tripulación de salir rápido de allí -prosiguió acaloradamente Jukes.
Hasta ahora habían tenido que desgañitarse para poderse escuchar, pero en la sorprendente tranquilidad del ambiente la menor palabra dicha con tono natural repercutía en el aire. Les parecía estar hablando en una bóveda llena de ecos.
A través de una rasgadura en el techo de nubes, la luz de algunas estrellas caía sobre el mar sombrío que subía y bajaba. A veces un cono de agua daba contra la borda, mezclándose con la espuma que rodaba sobre el puente ya anegado. El Nan-Shan se balanceaba. Un círculo de vapores densos giraba descontrolado alrededor de un centro calmo, rodeando al barco como un muro ininterrumpido e inconcebiblemente siniestro. En el interior del círculo, el mar se agitaba como por propulsión propia, elevándose en montañas que caían a pico y que chocando entre sí iban a golpear finalmente los costados del Nan-Shan; y un quejido sostenido y débil, la infinita queja del furor de la tormenta, llegaba desde más allá de esa calma amenazante.
El capitán MacWhirr permanecía silencioso. Jukes, aguzando el oído, oyó súbitamente el rugido lejano y arrastrado de alguna ola inmensa e invisible que cobraba magnitud bajo la espesa obscuridad que formaba el límite abismante del círculo de su visual.
-¡Naturalmente! -comentó de nuevo con rencor-. Ellos habrán pensado que nos aprovechábamos para despojarlos. Naturalmente, usted nos ordenó recoger el dinero. ¡Más fácil decirlo que llevarlo a cabo! No podían saber lo que pasaba por nuestras mentes. Caímos como una tromba entre medio de ellos. Tuvimos que irrumpir por la fuerza.
-Ya que está hecho... -murmuró el capitán, sin intentar mirar a Jukes-, había que hacer lo posible por ellos.
-Tendremos que saldar cuentas cuando termine todo esto. Espere que se repongan un poco y va a ver. Nos saltarán encima. No olvide, capitán, que el Nan-Shan no es ya un barco inglés. Y esos brutos lo saben perfectamente. ¡Maldita bandera siamesa!
-Pero nosotros estamos a bordo -comentó MacWhirr.
-Nuestras dificultades no han terminado todavía -insistió Jukes con tono profético-. El barco está hecho una ruina -añadió débilmente.
-Todo no ha terminado todavía, -asintió el capitán en voz baja-. Vigile usted un momento.
-¿Va a dejar el puente, capitán? -preguntó Jukes con ansiedad, como si por encontrarse solo la tormenta lo fuera a embestir.
Contempló al barco solitario y abatido que se esforzaba dentro del panorama salvaje de montañas de agua obscura, iluminadas por fulgores de mundos distantes. Avanzaba con lentitud, dejando en el corazón del huracán el exceso de su fuerza, una nube de vapor blanco, y las vibraciones profundas de este escape parecían el toque desafiante de una criatura marina preparándose para renovar el combate. Bruscamente cesó todo. El aire tranquilo gimió. Jukes vio sobre su cabeza el centelleo de algunas estrellas en medio de bancos de nubes. El borde renegrido de éstas enfocaba amenazante al barco. Las estrellas también lo miraban con intensidad, como si fuera la última vez; se hubiera dicho una corona de esplendor posada sobre una frente inclinada.
El capitán MacWhirr había entrado a la sala de navegación. Allí no había luz alguna; pero podía sentir el desorden de la pieza donde habitualmente vivía en forma tan ordenada. Su sillón estaba volcado. Los libros, desparramados por el suelo: un pedazo de cristal sonó bajo su bota. A tientas buscó fósforos y encontró la caja detrás del reborde de un estante. Encendió uno, y forzando la vista arrimó la llama hacia el barómetro. El instrumento de cobre y cristal relucía y parecía hacerle señas. El mercurio estaba muy bajo, increíblemente bajo; tan bajo que hizo gruñir al capitán MacWhirr. El fósforo se apagó; rápidamente sacó otro con sus dedos gruesos y anquilosados: de nuevo brilló la pequeña llamarada sobre el vidrio y la tapa de metal. MacWhirr fijó la vista como esperando alguna señal imperceptible. Con su cara grave parecía un pagano deforme quemando incienso delante de su ídolo.
No había error posible. Jamás en su vida había visto el barómetro tan bajo.
El capitán MacWhirr emitió un silbido suave. Quedó sumido en sus pensamientos, hasta que la llama, disminuyendo, terminó por quemarle los dedos, para después extinguirse. Podría ser, pensó, que el instrumento se hubiera descompuesto.
Había un barómetro aneroide sobre su cucheta. Volviéndose hacia él encendió otro fósforo; sólo descubrió su faz blanca mirándolo en forma significativa, como si la inflexibilidad del hecho, ante el que toda contradicción resulta inútil, se hubiera impuesto a la sabiduría del hombre. Ya no le cabía la menor duda. El capitán MacWhirr, encogiéndose de hombros, botó el fósforo.
Esperaba la peor...; y si los libros estaban en lo cierto, iba a ser cosa muy tremenda.
La experiencia de las últimas seis horas había aumentado su comprensión. Ya sospechaba lo que podía significar "mal tiempo". "Va a ser feroz", pensó. No había tenido conciencia de haberse fijado en ninguna otra cosa más que en los barómetros a la luz de los fósforos; y con todo, había visto que su botellón de agua junto con dos vasos habían sido arrancados de sus soportes. Esto pareció darle una visión más clara de las sacudidas que había tenido que soportar la nave. "Jamás lo hubiera creído", pensó. Su mesa también había sido barrida: sus reglas, lápices, tinteros -todo lo que tenía un sitio asignado y fijo-, todo había caído al suelo, como si una mano malévola los hubiera arrancado uno a uno para arrojarlos al suelo mojado.
El huracán había irrumpido en sus ordenadas costumbres, cosa que jamás le había ocurrido; un sentimiento de consternación se apoderó de MacWhirr, en lo más profundo de su flema británica. ¡Y pensar que lo peor estaba todavía por venir! Se alegró al pensar que el disturbio en el entrepuente había sido descubierto a tiempo. De tenerse que hundir, por lo menos el barco lo haría sin que un montón de gente se estuviera peleando, carne y uña, en su interior. Eso le hubiera resultado inadmisible. Y con estos sentimientos se denotaban la comprensión humana y el sentido de justicia que animaban al capitán. Estos pensamientos le llegaron lentos y pesados, compartiendo la esencia misma del hombre.
Extendió la mano para reponer la caja de fósforos en su sitio. Mucho tiempo atrás había dado la orden de que siempre hubiera fósforos allí. "Una caja... justo aquí, ¿ve?, no demasiado llena..., al alcance de la mano, mozo. Puedo tener necesidad de luz urgentemente. Nunca se puede saber lo que se va a precisar de apuro en un barco. Recuérdelo entonces"; y como era natural en él, siempre se acordaba de dejar los fósforos en su sitio.
Así lo hizo ahora, pero antes de que hubiera retirado la mano le vino a la cabeza la idea de que posiblemente nunca más tendría oportunidad de usarlos. La fuerza de este pensamiento lo paralizó en su gesto, y durante una fracción de segundo cerró su mano sobre el pequeño objeto como si hubiera sido el símbolo de todas las costumbres sin importancia que nos esclavizan en el diario vivir. Por fin la soltó, y dejándose caer sobre la cucheta, esperó de nuevo la llegada del viento. Todavía nada. Sólo oía el ruido del mar, los golpes sordos de las olas al embestir su barco por todos lados. Jamás se le presentaría al NanShan otra oportunidad de limpiar sus cubiertas.
La tranquilidad del aire lo desconcertaba. Se sentía tenso e inseguro, como si una espada suspendida por un pelo estuviera sobre su cabeza, amenazándolo. La tremenda tormenta había derribado las defensas del hombre, obligándolo a despegar los labios. Habló en la intensa y obscura soledad de la cabina como dirigiéndose a otro ser que hubiera nacido dentro de su pecho.
-No me gustaría perderlo -se dijo a media voz.
Estaba sentado, invisible, lejos del mar, lejos de su propio barco, aislado, como abstraído en su propia existencia, donde las incongruencias como la de hablarse a si mismo no tenían cabida. Sus palmas estaban apoyadas en sus rodillas; con su cuello inclinado respiraba hondamente, entregándose a una extraña sensación de cansancio que su preocupación no le permitía reconocer como tensión mental.
Sin levantarse podía alcanzar su lavatorio. Debía de haber una toalla allí. La encontró; y cogiéndola se secó su cara empapada. Siguió frotándose la cabeza con energía en la obscuridad; después dejó caer la toalla sobre sus rodillas y permaneció inmóvil. Transcurrió un instante en un silencio tan profundo que nadie hubiera pensado que un hombre estaba sentado allí adentro, en la cabina. Entonces comenzó un murmullo:
-Todavía puede que se salve.
Cuando el capitán MacWhirr volvió a salir al puente, cosa que hizo con brusquedad, como si de súbito hubiera tenido conciencia de haberse ausentado demasiado tiempo, la calma había durado ya más de un cuarto de hora, lo suficiente para habérsele hecho intolerable a su imaginación de tan pocas fantasías.
Jukes, inmóvil al frente del puente, empezó a hablar. Su voz descolorida y forzada parecía filtrarse a través de dientes cerrados, flotando en la obscuridad y posándose en el mar.
-Relevé al timonel. Hackett comenzó a decir que no podía más. Allí está tendido, como muerto, a lo largo de la timonera. Al principio no podía conseguir que nadie subiera a reemplazar al pobre diablo. El contramaestre no sirve para nada, yo siempre lo dije. Creí que me vería obligado a ir en busca de uno de la tripulación, y traerlo aquí aunque fuera por la fuerza.
-¡ Ah! ¡Bien ! -murmuró el capitán. Permanecía vigilante al lado de Jukes.
-Y allí adentro está el segundo oficial, sujetándose la cabeza. ¿Está herido, capitán?
-No..., loco -rectificó secamente MacWhirr.
-Con todo, parece que se hubiera caído.
-Me vi obligado a golpearlo -explicó el capitán.
Jukes suspiró con impaciencia.
-El viento va a llegar súbitamente -dijo el capitán-, y creo que vendrá de allá. Sólo Dios lo sabe. Esos libros no sirven para nada. No sirven más que para embrollarle la cabeza a uno y ponerlo nervioso. Va a ser tremendo, y nada más. ¡Si tan sólo tuviéramos tiempo de virar para hacerle frente!
Pasó un minuto. Algunas estrellas centellearon rápidamente y desaparecieron.
-¿Está seguro de haberlos dejado bien sujetos? -continuó el capitán, como si el silencio se le hubiera hecho insoportable.
-¿Está pensando en los coolies, capitán? Amarré bien las cuerdas a lo largo del entrepuente.
-¿Sí?, buena idea, señor Jukes.
-No creí que le interesaría... saberlo... -dijo Jukes. Las sacudidas del barco le entrecortaban las frases como si alguien lo hubiera estado remeciendo-. ¿Cómo pude terminar... con esa maldita... misión?... Pero lo hicimos. Y es probable... que no tenga... importancia alguna... al fin de cuentas.
-Había que hacer lo posible..., aunque no sean más que unos chinos. Tienen que tener las mismas probabilidades de salvarse que nosotros... ¡Qué diablos! Todavía no está perdido. Bastante desgracia la de ellos el tener que estar encerrados durante una tempestad.
-Eso fue lo que pensé cuando usted me asignó ese trabajo, capitán -dijo Jukes taciturno.
-...Sin, por añadidura, golpearse hasta morir -prosiguió el capitán MacWhirr con una vehemencia que iba en aumento-. No podría tolerar una cosa semejante en mi barco, aunque supiera que sólo le quedaban cinco minutos de vida. No lo podría tolerar, señor Jukes.
Un ruido hueco, como el eco de un grito en un abismo rocoso, llegó hasta el barco, alejándose en seguida. La última estrella, aumentada y borrosa, que parecía volver a la bruma ardiente de su origen, luchó unos instantes con la formidable noche que se profundizaba sobre la nave; después se apagó.
-Ahora sí -manifestó el capitán-. ¿Señor Jukes?
-Sí, mi capitán.
Los dos hombres ya no se vieron.
-Tenemos que confiar en que va a atravesar todo eso y salir airoso al otro lado. Esto es claro y definido. Aquí no cabe la estrategia de tormentas del capitán Wilson.
-No, capitán.
-Va a ser golpeado y zarandeado de nuevo, durante horas -murmuró el capitán-, pero ya no hay casi nada sobre el puente susceptible de ser barrido..., a no ser usted o yo.
-Los dos, capitán susurró Jukes.
-Usted siempre se adelanta a los acontecimientos, Jukes -reconvino el capitán-. Es cierto que el segundo oficial no sirve para nada. Usted se quedaría solo acá arriba sí...
El capitán MacWhirr se interrumpió, y Jukes, mirando en vano en la obscuridad, permaneció en silencio.
-Sobre todo no se deje desconcertar ante nada -continuó precipitadamente el capitán-. Manténgalo contra el viento, siempre contra el viento. Dirán lo que quieran, pero las olas más grandes corren siempre en el sentido del viento. Siempre de frente. Es la única forma de salir de esto. Usted es un marino joven. Hágale frente. No necesita otra indicación. Y... sangre fría.
-Sí, mi capitán -asintió Jukes con el corazón agitado.
Durante los segundos que siguieron, el capitán habló con la sala de máquinas y luego escuchó. Por algún motivo desconocido para él, Jukes se sintió invadido por una gran confianza, una sensación que le venía del exterior, como un hálito tibio que le penetraba haciéndolo sentirse capaz de enfrentar cualquier contingencia.
El lejano murmullo de las tinieblas se insinuó furtivamente en su oído. Lo notó sin conmoverse, gracias a esta fe en sí mismo que súbitamente lo había invadido; como un hombre seguro dentro de su armadura podría observar la punta de una lanza.
El barco bregaba sin descanso entre las negras montañas de agua, pagando con estos rudos golpes el precio de su existencia. Se le sentía gruñir en lo más profundo; y en lo alto sacudía su plumacho de vapor blanco en la obscuridad de la noche. Y los pensamientos de Jukes volaron como un pájaro a través de la sala de máquinas donde el
señor Rout -buen hombre- se mantenía alerta. Cuando cesó el gruñido tuvo la sensación de que todos los otros ruidos también se habían interrumpido, una interrupción absoluta durante la cual sólo la voz del capitán MacWhirr se escuchó.
-¿Qué fue eso? ¿Un golpe de viento? -La voz se oía más fuerte, mucho más fuerte de lo que jamás se la hubiera escuchado Jukes-. Hacia adelante. Marcha bien. Todavía puede que salga de esto.
El murmullo del viento se aproximaba rápidamente. En primer término se podía distinguir una especie de lamento adormecido que pasaba, y, a lo lejos, el aumento de un clamor múltiple que avanzaba extendiéndose. Se oía una vibración como de muchos tambores, una nota imperiosa y malévola, como los cantos de una muchedumbre en marcha.
Jukes no podía distinguir a su capitán. La obscuridad se amontonaba sobre el barco. Cuando mucho podía discernir algún gesto, un brazo levantándose, una cabeza echada hacia atrás. El capitán MacWhirr, con un apuro inusitado en él, trataba de abrochar el botón superior de su impermeable. El huracán, con su poder de enloquecer los mares, de hundir barcos, de desarraigar árboles, de derribar murallas, y hasta de precipitar contra el suelo los pájaros del aire, había encontrado en su camino al hombre taciturno, y haciendo sus mayores esfuerzos había logrado arrancarle unas pocas palabras. Antes de que la ira renovada del temporal diera otra vez con la nave, el capitán MacWhirr se sintió como obligado a declarar en tono contrariado:
-No me gustaría perderla.
Esta contrariedad le fue evitada.
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