DUODÉCIMA ENTREGA
V (1)
Esperó. Delante de él las máquinas giraban lentamente, prontas a detenerse ante un grito del señor Rout. "¡Atención, Beale!" Se detenían con inteligencia, inmovilizadas en medio de sus revoluciones... ; un manubrio pesado se detuvo en el vacío; se hubiera dicho que tenía conciencia del paso del tiempo. Después, con la orden del jefe de "¡Ahora!" y con el silbido que exhalaba de entre sus dientes semicerrados, terminaban las revoluciones interrumpidas para comenzar con otras.
Había en sus movimientos una prudencia sagaz y la determinación de una inmensa fuerza. Plegarse con paciencia a todos los caprichos de una nave desamparada en el medio de la furia de las olas y en el corazón mismo del viento, tal era su cometido. Por momentos, la barba del señor Rout se posaba sobre su pequeño pecho mientras las contemplaba, con el ceño fruncido, perdido en sus pensamientos.
La voz que mantenía el huracán alejado de Jukes comenzó de nuevo:
-Lleve consigo a la tripulación.
-¿Qué haré con ellos, capitán?
Un golpe imperioso y seco sonó de súbito; los tres pares de ojos se elevaron hacia el dial del telégrafo y vieron cómo la aguja saltaba de "Adelante" a "Deténgase" como si hubiera sido empujada por un demonio. Fue entonces cuando cada uno de los tres hombres que estaban en la sala de máquinas tuvo la sensación de que un objeto detenía al barco, y que éste, encogiéndose, se preparaba para dar un salto desesperado.
-¡Deténgalo! -rugió el señor Rout.
Nadie, ni aun el capitán MacWhirr, quien solo en el puente había apercibido una línea blanca de espuma que avanzaba a una altura tal que no podía dar crédito a sus ojos, nadie pudo saber nunca la inclinación que había tenido esa ola ni la profundidad pavorosa que el huracán había surcado detrás de la muralla movediza de agua.
Se abalanzó al encuentro del barco; y entonces el Nan-Shan, apercibiéndose para la acción, levantó su proa y dio el salto. Se amortiguaron todas las llamas de las lámparas oscureciendo la sala de máquinas. Una se apagó. Con un ruido ensordecedor, en un tumulto furioso y envolvente, toneladas de agua cayeron sobre el puente; se hubiera dicho que el barco había penetrado dentro de una catarata.
Allí abajo se miraban atónitos.
-¡Barridos de una a otra punta! ¡Mi Dios! -chilló Jukes.
El Nan-Shan se sumergió dentro de la hondonada como si quisiera pasar los confines de la tierra. La sala de máquinas se ladeó amenazante, como el interior de una torre inclinándose ante un terremoto. Una baraúnda espantosa de fierro subió de las calderas. El barco permaneció suspendido en un ángulo increíble, el tiempo suficiente para que Beale, caído sobre sus manos y rodillas, tratara de escalar, como si hubiera querido salir a gatas de la sala de máquinas. El señor Rout giró su cabeza despacio, rígido, con su cara cavernosa y la mandíbula inferior caída. Jukes había cerrado los ojos, y en un instante su cara cambió de expresión, poniéndose inexpresiva y suave como la cara de un ciego.
Por fin el Nan-Shan se levantó lentamente, titubeando y penando como si su proa tuviera que levantar una montaña. El señor Rout cerró la boca; Jukes parpadeó, y el pequeño Beale se puso rápidamente de pie.
-Otra como ésta y estamos liquidados -exclamó el jefe.
Él y Jukes se miraron y vieron que habían tenido el mismo pensamiento.
¡El capitán! Todo tendría que haber sido barrido de allá arriba. Desaparecido el timón, el barco flotando como un tronco. Ya pronto llegaría el fin.
-Dese prisa -dijo el ingeniero con voz espesa y mirando a Jukes con ojos desorbitados e indecisos. Este le miró sólo con una mirada irresoluta.
El sonido del telégrafo los calmó instantáneamente. La aguja negra había saltado desde "Deténgase" hasta "Toda marcha".
-¡Ahora, Beale! -gritó el señor Rout.
La presión de vapor silbó suavemente. Los ejes de los pistones recomenzaron su ir y venir. Jukes arrimó su oído al portavoz. La voz lo esperaba, y dijo:
-Recoja todo el dinero; hágalo rápido. Lo voy a necesitar acá arriba.
Y eso fue todo.
-¡Capitán! -llamó Jukes, pero no hubo contestación.
Se alejó tambaleando como un hombre después de una batalla. Se había cortado sobre el párpado izquierdo, sin saber cómo. Una herida que le llegaba al hueso. No se apercibía de ello: una dosis del mar de la China, lo suficiente para quebrarle el cuello, había pasado sobre su cabeza, lavando, limpiando y salando su herida; no sangraba, pero se le veía abierta y colorada: con este tajo sobre la ceja, su pelo enmarañado, el desorden de su vestimenta, daba la impresión de un hombre que acaba de terminar una pelea.
-¡Tengo que ir a recoger los dólares! -le dijo al señor Rout, lastimosa y vagamente.
-¿Qué dijo? -exclamó el ingeniero, furioso-. ¿Recoger...? ¡Qué me importa! -Entonces, con todos sus músculos vibrando, pero en tono exageradamente paternal, añadió-: ¡Váyase ahora, por el amor de Dios! Ustedes los oficiales del puente me van a enloquecer. El segundo oficial ha estado atacando al viejo. ¿No lo sabía? Ustedes pierden la cabeza al no tener nada que hacer.
Estas palabras despertaron en Jukes un comienzo de ira. Nada que hacer..., francamente. Demostrando un violento desprecio por el ingeniero jefe, se dio media vuelta para volver por donde había venido.
En las calderas, el pequeño hombre que atendía la maquinaria auxiliar trabajaba con su pala, en silencio, como si le hubieran cortado la lengua. En cambio el segundo se desempeñaba ruidosamente, como un loco indomable y locuaz que ha preservado su habilidad y al que nada puede distraer.
-Oiga, oficial errante. ¿No puede conseguir que algunos de sus lavapuentes vengan acá a sacar las cenizas? Me estoy ahogando entre ellas. ¡Maldición! ¿Me oye? Recuerde que el reglamento dice: "Los marineros y los fogoneros tienen que ayudarse mutuamente". ¿Me oyó?
Y mientras Jukes subía precipitadamente, el otro, con la cabeza levantada hacia él, continuaba:
-¿No puede contestar acaso? ¿Qué vino a hurguetear aquí? ¿Qué se tiene que meter?
La desesperación se apoderó de Jukes. De vuelta en el pasadizo sombrío v de nuevo junto a los hombres, sintió que sería capaz de torcerles el pescuezo ante el menor indicio de vacilación. El solo pensar en una posible rebeldía lo enfurecía. Él no tenía derecho a dar marcha atrás; luego, a ellos tampoco se lo permitiría.
Cuando se reunió con los marineros les contagió su impetuosidad. Sus idas y venidas, el furor y la rapidez de sus movimientos los habían excitado y aterrorizado; durante sus bruscas irrupciones entre ellos, más bien presentidas que percibidas, Jukes se les representaba formidable, preocupado de asuntos de vida o muerte que no podían sufrir demora alguna. A la primera palabra que les dijo los oyó caer pesadamente en el pañol, uno tras otro, dóciles ante sus órdenes.
"¿Qué sucede?", se preguntaban los unos a los otros. No sospechaban nada. El contramaestre trató de explicarles. Los sorprendió el ruido de una gran pelea; y los fuertes choques que repercutían en la bodega obscura mantenían latente la sensación de peligro.
Cuando por fin el contramaestre logró abrir la puerta, les pareció que el huracán, traspasando las chapas de fierro del barco, hacía girar esos cuerpos en remolino como si fueran polvo; les llegó un rumor confuso, un tumulto tempestuoso, murmullos feroces, ráfagas de gritos, y el pisoteo de pies mezclado con los golpes del mar.
Se detuvieron un instante contemplando azorados, obstruyendo la puerta. Jukes atravesó por entre medio de ellos brutalmente. Sin decir palabra se precipitó adentro. Un nuevo racimo de coolies se había formado en la escalera, luchando como antes, a muerte, para forzar la tapa y ganar acceso al puente inundado.
El contramaestre gritó muy excitado:
-¡Vengan! Hay que sacar al oficial de allí adentro. Lo van a pisotear hasta matarlo.
Irrumpieron, aplastando a su vez pechos, dedos, caras, enredándose con montones de ropa, golpeando maderas astilladas, pero antes de que pudieran apoderarse de él, Jukes, desprendiéndose, emergió hasta la cintura de entre una multitud de manos crispadas. En el momento en que los tripulantes lo habían perdido de vista le habían sido arrancados todos los botones de su chaqueta, se le había hecho un jirón en la espalda que le llegaba al cuello, y el chaleco se le había abierto de arriba abajo. La masa principal de los combatientes rodó hacia un lado, sombría, difusa, impotente y lanzando miradas salvajes que brillaban a la luz débil de la lámpara.
-¡Por Dios, déjenme en paz! Yo estoy bien -gritó Jukes con voz penetrante-. Empújenlos hacia adelante. Aprovechen el momento en que el barco se inclina hacia proa. Empújenlos hacia la pared. Arrincónenlos.
La embestida de los marineros, dentro del entrepuente en ebullición, produjo el efecto de un balde de agua fría en una caldera hirviendo. Por un instante cedió la conmoción.
La masa efervescente de chinos era tan compacta que no les fue difícil a los marineros, entrelazando firmemente los brazos y aprovechando una formidable zambullida, empujarlos de un solo envión contra la pared. Detrás de sus espaldas, pequeños grupos y cuerpos aislados se zarandeaban de lado a lado.
El contramaestre hizo verdaderos prodigios de fuerza. Con sus largos brazos abiertos y sujetándose a un soporte con sus enormes manazas, detuvo la embestida de siete chinos entrelazados que rodaban como una roca en una avalancha. Se oyó el chasquido de sus coyunturas. Sólo dijo "¡Ah!" y se dispersaron.
Pero fue el carpintero quien hizo la mayor demostración de inteligencia. Sin decir palabra a nadie, volvió al pasadizo, de donde trajo implementos de carga que había visto allí, cadenas y cuerdas. Con esto tendió líneas de defensa.
No hubo resistencia. La lucha, como quiera que hubiera comenzado, se había transformado en un revoltijo de pánico ciego. Si en el primer momento los coolies habían empezado a luchar por los dólares desparramados, ahora no peleaban más que por mantenerse en pie. Se sujetaban por el cuello sólo para evitar el ser volteados. El que encontraba un punto de apoyo golpeaba al que quisiera sujetarse a sus piernas, hasta que una nueva oleada los hacía rodar juntos a lo largo del piso.
La llegada de los diablos blancos los aterrorizó. ¿Habrían venido a masacrarlos? Los individuos arrancados de la montonera se abandonaban fláccidos en las manos de los marineros; algunos al ser arrastrados por los talones permanecían pasivos, como cuerpos sin vida, los ojos abiertos y fijos. Acá y allá algún coolie caía de rodillas como rogando clemencia; muchos, a quienes el terror había acobardado, eran aplacados con un fuerte puñetazo entre los ojos; mientras que los que se habían sometido pestañeaban sin quejarse al ser tratados tan rudamente.
Las caras chorreaban sangre; sobre los cráneos rapados se veían rasguños, moretones, heridas y tajos abiertos. La porcelana, que se había quebrado al reventarse los cofres, era en su mayor parte responsable de estos últimos.
Aquí y allá un chino con ojos desorbitados, su trenza deshecha, se sobaba un pie sangrante.
Por fin, después de haberlos golpeado hasta la sumisión, y de haberles pegado para aquietar su excitación, se había logrado reducirlos y confinarlos codo a codo; después se les había reconfortado con palabras de estímulo que más parecían una amenaza. Se habían sentado en el suelo en hileras, abatidos y lívidos, y al fin el carpintero, ayudado por dos marineros, yendo y viniendo, los aseguró con las cuerdas para mantenerlos en su sitio. El contramaestre, abrazado de un puntal con una pierna y un brazo, luchaba con una lámpara que mantenía sujeta contra su pecho, tratando de hacer luz, mientras gruñía como un gorila afanado.
Las siluetas de los marineros subían y bajaban, sin cesar, con movimientos como de limpiadores, recogiendo todo lo que encontraban a su paso y botándolo dentro del pañol: ropa, trozos de madera, porcelana quebrada, y también unos dólares que recogían en las chaquetas de los hombres. De vez en cuando un marinero se adelantaba hacia la puerta, los brazos cargados de desechos; miradas oblicuas y dolorosas seguían sus movimientos.
A cada bandazo del barco, la larga hilera de chinos alineados se inclinaba hacia adelante, desordenadamente, y siguiendo sus movimientos todos los carretes vacíos de las cuerdas se entrechocaban, de una punta a la otra de la línea.
Mientras el ruido del agua que lavaba el puente se desvanecía, tuvo Jukes, todavía palpitante por la lucha, la ilusión de haber dominado al viento: un silencio había descendido sobre el barco, un silencio en el que sólo se oía al mar golpeando incesante contra los lados de la nave.
El entrepuente había sido totalmente despejado, desembarazado de todos sus despojos, como decían los marineros. Estos se mantenían derechos y vacilantes sobre el nivel de cabezas y hombros inclinados. Aquí y allá un coolie recobraba el aliento con un suspiro. Desde donde caía la luz, Jukes apercibía las costillas salientes de uno, la cara amarilla y nostálgica de otro, cuellos inclinados y, a veces, una mirada opaca dirigida hacia él.
No salía de su asombro al no haber encontrado cadáveres; pero, a decir verdad, la mayor parte parecían a punto de entregar sus almas y por eso se le antojaban más dignos de lástima que si hubieran muerto.
Súbitamente uno de los coolies comenzó a hablar. Un reflejo de luz alumbró su cara demacrada de rasgos tirantes; volvió la cabeza hacia atrás como un perro que aúlla. Del pañol llegaron sonidos de golpes y el tintineo de algunos dólares sueltos; estiró su brazo, y abriendo su boca como en un bostezo, soltó sonidos incomprensibles y guturales que no parecían pertenecer a ningún lenguaje humano. Llegaron hasta Jukes llenándolo de una extraña emoción, como si alguna bestia salvaje hubiera tratado de hacerse entender.
Otros dos comenzaron a emitir sonidos que a Jukes le parecieron denuncias feroces; el resto se removió gruñendo y refunfuñando. Jukes ordenó a los marineros salir de inmediato del entrepuente. Él mismo fue el último en salir, caminando de espaldas hacia la puerta, mientras los gruñidos aumentaban y se hacían amenazantes y se elevaban hacia él los puños como hacia un malhechor. El contramaestre corrió el cerrojo y comentó turbado:
-Parece que el viento ha amainado, señor.
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