sábado

TIFÓN - JOSEPH CONRAD (1857 – 1924)


SÉPTIMA ENTREGA


III (1)

JUKES era un hombre tan resuelto como cualquier otra media docena de oficiales que se pudieran pescar lanzando una red sobre las aguas.

Si en el primer momento la ferocidad del temporal aquel lo había tomado de sorpresa, se había sobrepuesto al instante, llamando a la tripulación para que aseguraran todas las aperturas que no hubieran quedado cerradas al anochecer. Con su voz fresca y estentórea, clamaba:

-Apúrense, muchachos, y ayuden -al tiempo que él personalmente encabezaba el trabajo, y para sí murmuraba-: Esto es justo lo que yo esperaba.

Pero a la vez comenzaba a tener conciencia de que esto sobrepasaba lo que había previsto. Desde el primer soplo de viento que le rozó la mejilla, la tempestad parecía haber aumentado con el ímpetu acumulado de una avalancha. Espesas salpicaduras de espuma envolvían al Nan-Shan de proa a popa, y súbitamente, saliéndose de su vaivén, se  comenzó a sacudir y precipitar como si hubiera enloquecido de miedo.

"Esto no es broma", pensó Jukes, mientras cambiaba gritos explicativos con el capitán.

Un brusco recrudecimiento de obscuridad sobrevino en la noche, cayendo sobre sus ojos como algo palpable. Se hubiera dicho que las luces veladas del mundo habían sido apagadas. Jukes estaba indiscutiblemente contento de sentir la proximidad de su capitán. Sentía un alivio, tal como si por el solo hecho de haber aparecido sobre el puente  ese hombre hubiera cargado sobre sus hombros el peso mayor de la tempestad.

Ese es el privilegio, el prestigio y el peso de un comandante.

El capitán MacWhirr no podía esperar de nadie en el mundo un alivio semejante. Tal es la soledad del comando. Trataba de penetrar las intenciones recónditas de la embestida, y de adivinar su fuerza y dirección, observando a la manera de los marinos vigilantes, cuya mirada penetra el ojo del viento como si fuera el de un adversario. El viento fuerte lo azotaba desde la vasta obscuridad; debajo de sus pies sentía el desasosiego de su barco; pero ni siquiera podía discernir la sombra de su forma. Rogaba  porque todo cambiara; y mientras esperaba inmóvil, sintió la angustia impotente del hombre ciego. Tanto en el día como en la noche el silencio era su estado natural. Jukes a su lado se hacía oír a través de las ráfagas, con sus comentarios animados.

-Ya debemos de haber pasado lo peor, de un solo golpe, capitán.

El vago fulgor de un relámpago relumbró alrededor, como alumbrando la entrada de una caverna, hacia un cuarto secreto y obscuro del mar, y que tuviera un piso de espuma y de olas.

Por un instante se reveló una masa de nubes rasgadas y bajas, los perfiles largos del barco, y sobre el puente, las siluetas sombrías de los marinos, con sus cabezas agachadas,  como petrificados en el acto de topar. Palpitaron las tinieblas por encima de todo, y fue en ese instante cuando la tempestad se desencadenó por fin.

Llegó formidable y veloz, como el estallido súbito de un inmenso frasco de ira. Pareció explotar alrededor de la nave con una repercusión sobrecogedora, y cayó un torrente de agua como si una enorme represa hubiera sido volada por el viento. En un segundo los hombres perdieron el contacto con sus compañeros. Ese es el poder desintegrante de los grandes vientos: aíslan al hombre de sus semejantes. Un terremoto, un desmoronamiento, una avalancha, lo alcanzan incidentalmente, por decirlo así, sin cólera. Pero una tempestad furiosa lo ataca como a un enemigo personal, trata de atraparle sus brazos, sus piernas, le paraliza el cerebro, y procura dejarlo sin voluntad.

A Jukes lo apartó de su comandante. Se creyó en un remolino, volando por los aires. Todo desapareció, y hasta, por un instante, su propia facultad de pensar; pero entonces encontró el puntal de la baranda. La angustia en nada se le aliviaba, dada su propensión a  no creer en la realidad de esta experiencia. Aunque joven todavía, le había tocado experimentar mal tiempo, y se vanagloriaba de poder imaginar lo peor; pero esto sobrepasaba tanto lo que su fantasía había imaginado, que no creyó que navío alguno sería capaz de resistir. De no haber estado absorto en la lucha agotadora que le era necesaria para sostenerse contra esa fuerza que pretendía arrancarlo de su punto de apoyo, hubiera profesado idéntica incredulidad con respecto a sí mismo. Tuvo la seguridad de no haber sido destrozado completamente, porque se sentía medio ahogado, brutalmente sacudido y en parte sofocado.

Durante largo, largo rato le pareció haber quedado desoladoramente solo, aferrado al  puntal. La lluvia le cayó por encima a torrentes que arreciaban por rachas. Jadeaba para respirar; algunas veces el agua que tragaba era dulce y otras salada. La mayor parte del tiempo mantenía los ojos cerrados, apretados, como si hubiera temido que su vista le fuera arrancada por la inmensa conmoción de los elementos. Cuando se aventuró a pestañear, extrajo soporte moral de la luz verde que, a estribor, brillaba débilmente sobre  la lluvia y la espuma que se dispersaba. Y mientras la miraba, la luz se posó sobre el mar,  y éste, levantándose, la apagó. Vio el romper de la ola que, con su leve ruido, añadió al tremendo tumulto que lo rodeaba encolerizado. Y en el mismo instante le fue arrancado el puntal de sus manos. Después de un aplastante golpe en la espalda, se sintió bruscamente elevado, flotando a una gran altura. Su primer pensamiento, irresistible, fue que todo el mar de la China se había vaciado sobre el puente. Su segundo pensamiento, más juicioso, fue que había sido arrastrado fuera de borda. Y mientras era arrojado, lanzado, arrollado por los grandes volúmenes de agua, no dejaba de repetir mentalmente:

"¡Mi Dios! ¡Mi Dios! ¡Mi Dios! ¡Mi Dios?”

De repente, rebelándose contra la calamidad y la desesperación, resolvió salir de allí.  Y empezó a batir sus brazos y piernas. No bien hubo comenzado con sus esfuerzos se vio  confundido con una cara, un impermeable y unas botas. Aferrándose ferozmente a estos objetos que se le escapaban de las manos, encontrándolos de nuevo para perderlos una vez más, finalmente se sintió rodeado por un par de brazos robustos. A su vez, él abrazó un cuerpo fuerte y sólido. Había encontrado a su capitán. Tumbándose, dando vueltas y vueltas, estrecharon más el abrazo. De súbito, el agua que se retiraba los dejó caer brutalmente, desamparados, sin aliento y machucados, al costado de la timonera. Se levantaron, tambaleando contra el viento y sujetándose donde pudieron.

Jukes salió de esto horrorizado, como si hubiera escapado a algún ultraje sin paralelo y dirigido a sus sentimientos. Le debilitó la fe en sí mismo. Se puso a gritarle al hombre que sentía cerca de él en esas tinieblas malvadas; a gritar desesperadamente: "¿Es usted, capitán? ¡Eh! ¿Es usted, capitán?", hasta que sus sienes parecieron estallar. Y oyó una voz que le respondía, una voz lejana, como un grito huraño, que le llegaba  de lejos, desde una gran distancia, y que dijo una sola palabra: "¡SÍ!”. Otras olas barrieron de nuevo el puente. Las recibió indefenso sobre su cara. Tenía las manos ocupadas en sostenerse.

Los movimientos de la nave eran exagerados. Eran de una impotencia aterradora ante  las arremetidas: cabeceaba y se levantaba en el aire como encaminándose a un vacío, y cada vez que caía parecía estrellarse contra una pared. Los bandazos la ladeaban totalmente, y al enderezarse recibía un golpe tan demoledor, que Jukes la sentía tambalear, como tambalea un hombre que ha recibido un garrotazo, antes de desplomarse.

La tempestad bramaba y se arrastraba en forma gigantesca por las tinieblas, como si el mundo entero hubiera sido una sola hondonada negra. Por momentos el viento llegaba al barco como succionado por un túnel, en un impacto de fuerza sólida y concentrada, levantándolo del agua y sosteniéndolo suspendido un instante, con un solo temblor que lo recorría de punta a punta, y después lo  dejaba caer de nuevo en esa caldera hirviente que era el mar.

Jukes se esforzó en recobrar su cordura y juzgar las cosas fríamente.

El mar, aplastado por momentos por las ráfagas más fuertes, se volvía a levantar, elevando los extremos del Nan-Shan en un torbellino de espuma nevada, que en la obscuridad se prolongaba hacia adentro de las barandas; y sobre esta sábana resplandeciente, tendida bajo la negrura de las nubes, y que daba un resplandor azulado, el capitán MacWhirr alcanzaba a ver algunas manchitas como de ébano; la superficie de las escotillas, las tapas de las bodegas, las cabezas cubiertas de los cabrestantes, la base del mástil, era todo lo que podía ver de su barco. El castillo del medio, tapado por el puente donde el capitán se encontraba con su oficial, con la timonera cerrada, donde el timonel gobernaba encerrado por temor a ser barrido junto con todo, semejaba una roca de media marea como las que se ven en las costas. Era como una roca distante con el agua hirviéndole a su rededor, bañándola, escurriéndose, rodeándola, como la roca en medio de una marejada a la que se aferran los náufragos antes de desprenderse de ella, sólo que ésta se levantaba, se hundía, se bamboleaba continuamente, sin alivio, sin descanso, como una roca que milagrosamente hubiera ido a la deriva, revolcándose en el mar.

La tormenta robaba al Nan Shan, con una furia destructora, y sin sentido, velas arrancadas de sus cajetas, lonas aseguradas doblemente que volaban, el puente barrido, los encerados trizados, las barandas retorcidas, las defensas de las luces aplastadas, y desaparecidos dos de los botes salvavidas. Habían desaparecido sin ser vistos ni oídos, como si se hubieran derretido en un oleaje inesperado. Sólo más tarde, cuando otra embestida del mar con su resplandor brillante hubo estallado sobre el puente, Jukes pudo vislumbrar dos pares de pescantes de botes brincando negros y siniestros en la obscuridad, una tira de aparejo remendada que volaba al viento, y un cuadernal cabriolando en el aire; gracias a esto se dio cuenta Jukes de lo que acababa de suceder a menos de tres metros de él.

Estiró el cuello hacia adelante buscando a tientas el oído de su superior. Sus labios por fin lo encontraron, grande, carnoso, empapado. Con voz agitada le gritó:

-Se nos están yendo los botes, capitán.

De nuevo escuchó esa voz, forzada y con sonido débil, pero que tenía la virtud de pacificar en esa enorme discordancia de ruidos, como si hubiera sido enviada desde algún remoto sitio de paz, más allá de la negra desolación de la tormenta; de nuevo oyó la voz del hombre -sonido frágil, pero indomable que llevaba consigo una infinidad de pensamientos, resoluciones y designios, y que hasta el día del juicio final, mientras se estén derrumbando los cielos y se esté haciendo justicia, estará formulando palabras de confianza-, de nuevo la oyó, una especie de grito llegado de muy lejos:

-¡Está bien!

Jukes creyó que no le había entendido y repitió:

-Nuestros botes, capitán. ¡Dos desaparecidos!

La misma voz a sólo dos pulgadas de él, y con todo tan remota, gritó sensatamente:

-No hay nada que hacerle.

El capitán MacWhirr no había dado vuelta la cara, pero Jukes recogió más palabras al viento:

-Qué... puede... esperar..., a través..., tal... Inevitable..., se pierde algo..., es lógico...

Atento, Jukes esperó oír más; pero fue todo; el capitán MacWhirr no tenía nada más que decir. Y Jukes pudo imaginar más que ver la maciza espalda delante de él. Una obscuridad impenetrable se posó sobre los reflejos fantasmales del mar. Una convicción sin esperanza se apoderó de Jukes; no había nada más que hacer.

Si el timón no cedía, si el inmenso volumen de agua no hundía la cubierta o aplastaba las escotillas, si las calderas seguían funcionando, si se podía orientar al barco en ese tremendo viento, y si no se hundía en una de esas horribles olas, cuyas crestas al sólo vislumbrarlas sobre la proa oprimían el corazón, entonces habría una esperanza. Pero  algo pareció dar un vuelco en Jukes confiriéndole la seguridad de que todo estaba perdido.

"Todo ha terminado", se dijo con gran agitación, como si hubiera descubierto un significado inesperado en esa idea. De todas estas eventualidades una tendría que suceder. Nada se podía evitar ahora, ni nada remediar. Los hombres de a bordo no contaban, y el barco no podía luchar más. El tiempo era demasiado imposible.

Jukes sintió un brazo que le caía pesadamente sobre sus hombros y correspondió a este avance tomando al capitán por la cintura.

Así se mantuvieron entrelazados en la noche ciega, sosteniéndose contra el viento, mejilla contra mejilla, como dos cascos amarrados de popa a proa.

Y Jukes escuchó, apenas si más fuerte que antes, pero más cerca, la voz de su comandante, como si marchando a través del prodigioso ímpetu del huracán se le hubiera acercado, trayendo consigo esa extraña sensación de tranquilidad del fulgor sereno de un halo.

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