sábado

TIFÓN - JOSEPH CONRAD (1857 – 1924)


SEXTA ENTREGA


II (4)

Esto era cierto. Había estado leyendo ese capítulo. Pero no había entrado en la sala de navegación con la intención de tomar el libro. Alguna influencia que flotaba en el aire  -la misma quizá que había impulsado al camarero a subir, sin que el capitán se lo ordenara, las botas y el impermeable de hule- habría guiado su mano hacia el estante; y sin perder tiempo en sentarse, se concentró con esfuerzo consciente en la terminología del  tema. Se enfrascó en la lectura de semicírculos que se acercan, cuadrantes a derecha e izquierda, curvas de órbitas, variantes en los vientos y en el barómetro. Procuró asimilar todos estos datos, relacionándolos con lo que lo rodeaba, y terminó fastidiándose despectivamente ante tal cantidad de palabras y de consejos, puramente hipotéticos, todas  suposiciones sin vislumbre de realidad.

-Es lo más endiablado del mundo, Jukes. Si uno creyera todo lo que se dice allí, tendría que pasarse la mayor parte del tiempo  tratando de esquivar los temporales. "¡Correr para esquivar una tempestad!” ¿Alcanza usted a comprender eso, Jukes? ¡Es  cosa de locos! -exclamó MacWhirr, hablando entrecortadamente, y mirando fijo el piso-. Es para hacerle pensar a uno que es una vieja la que ha escrito todo esto. A mí me sobrepasa. Si esos consejos fueran de utilidad, me vería obligado a alterar la ruta, Dios sabe hasta dónde, e irrumpir en Fu-chau desde el norte, evitando así esta tempestad que parece estarnos rodeando. Por el norte, ¿comprende usted eso, señor Jukes? Trescientas millas más de recorrido, y una linda cuenta de carbón para exhibir. Yo no podría decidirme a hacer eso, aunque todas las palabras escritas allí fueran tan veraces como la Biblia. Señor Jukes, usted no pretenderá que... -Y Jukes, en silencio, admiró este despliegue de sentimiento y locuacidad-. Pero lo que sucede es que uno no sabe si el que escribió el libro estaba en lo cierto. ¿Cómo se puede saber lo que provoca una tempestad sin haberla jamás experimentado? Muy bien. Acá se establece que el eje de ellas está a ocho cuartos del centro del vendaval; pero aquí no tenemos viento a pesar de la caída del barómetro. ¿Dónde está entonces el centro?

-Ya pronto tendremos viento -murmuró Jukes.

-Que venga entonces -dijo el capitán MacWhirr con dignidad e indignación-. Sólo quiero demostrarle, señor Jukes, que todo no se encuentra en los libros. Estas reglas para esquivar los temporales y eludir los vientos del cielo me parecen la mayor locura, cuando  se las mira con sensatez.

Levantó la vista, y viendo que Jukes lo observaba como dudando, procuró ilustrar su pensamiento.

-Casi tan extrañas como su ocurrencia de desviar la nave, por no sé cuánto tiempo, sólo para darles más confort a los chinos; mientras que lo único que debemos hacer es desembarcarlos en Fu-chau el viernes a mediodía, y sin retraso. Si me demoro por el tiempo, está bien. Pero supóngase que me desviara, y al llegar con dos días de retraso, por  esa causa, se me preguntara: "¿Dónde ha estado todo este tiempo?" ¿Qué podría contestar? "He estado esquivando el temporal", diría. "Debe de haber sido tremendo", contestarían. Y yo me vería obligado a replicar: "No sé, lo estuve evadiendo". ¿Se da cuenta, Jukes? Toda la tarde he estado pensando en eso.

De nuevo levantó su mirada empañada y sin imaginación. Jamás se le había oído decir tanta cosa de una sola vez. Jukes, con sus brazos abiertos en la apertura de la puerta,  parecía un hombre al que se le ha invitado a presenciar un milagro. El reflejo intelectual de sus ojos expresaba un asombro ilimitado, mientras que su cara denotaba incredulidad.

-Un temporal es un temporal, señor Jukes -insistió el capitán-. Y a una nave en todo su poderío no le queda más que hacerle frente. El mal tiempo recorre todo el mundo, y lo  único que se puede hacer es enfrentarlo, prescindiendo de lo que el viejo capitán Wilson,  del Melita, llama estrategia de tormentas. Días pasados le oí exponer su teoría ante varios  capitanes que se habían sentado a una mesa contigua a la mía. Me pareció la tontería más  grande. Les estaba contando cómo había esquivado una tempestad terrible, sin jamás dejar que se le acercara a menos de cincuenta millas. Cómo pudo él saber que había un temporal a cincuenta millas es lo que no puedo comprender. Tenía la sensación de estar escuchando a un loco. Yo hubiera pensado que el capitán Wilson era lo suficientemente  viejo como para tener más cordura.

El capitán MacWhirr hizo una pausa, y después dijo:

-Le toca su guardia abajo, señor Jukes.

Jukes volvió en sí con un sobresalto. -Sí, mi capitán.

-Dé órdenes de que se me llame ante el menor cambio. -Se estiró para colocar el libro en su sitio, y levantando las piernas se tendió sobre la cucheta-. Cierre la puerta  para que no se vuelva a abrir, ¿quiere? No puedo soportar una puerta que golpea. Debo decir que han puesto una cantidad de cerraduras inservibles.

El capitán MacWhirr cerró sus ojos. Lo hizo así para reposar. Estaba cansado y experimentaba ese estado de vacío mental que se produce después de una discusión llevada a fondo, y en la que se han echado a volar creencias maduradas por largos años de  meditación. Si tan sólo se hubiera dado cuenta, se habría apercibido de que lo que acababa de hacer era una profesión de fe; lo cual tuvo como resultado dejar a Jukes, parado al otro lado de la puerta, rascándose la cabeza durante largo rato.

El capitán MacWhirr abrió los ojos. Pensó que había estado durmiendo. "¿Qué habrá sido ese ruido tan fuerte? ¿El viento? ¿Por qué no me habrán llamado?" La lámpara se sacudió en su soporte, el barómetro giraba en círculos, la mesa variaba de inclinación a cada momento, y un par de  botas lacias con las cañas caídas se deslizaban por enfrente de la cucheta. De inmediato estiró una mano y se apoderó de una de ellas.

Por una rendija de la puerta se asomó la cabeza de Jukes: sólo su cara encendida, con  ojos azorados. La llama de la lámpara vibró, voló un pedazo de papel, y una ráfaga de viento envolvió al capitán MacWhirr. Comenzando a calzarse una bota, dirigió una mirada interrogante a las facciones excitadas y congestionadas de Jukes.

-Se vino así -gritó Jukes-, hace cinco minutos..., súbitamente.

La cabeza desapareció con un portazo, y sobre la puerta cerrada se sintió una fuerte rociada y el salpicar de gotas, como si se le hubiera echado un balde de plomo derretido.  Ahora se podía distinguir un silbido por encima del sonido profundo y vibrante de afuera.  La sofocante sala de navegación parecía tener tantas corrientes de aire como un hangar.

El capitán MacWhirr atrapó la otra bota en su pasaje violento por el piso. No estaba ofuscado, pero no pudo encontrar de inmediato la apertura para insertar el pie. Los zapatos que se había quitado corrían de un lado al otro de la cabina, saltando juguetonamente, como cachorros. No bien se incorporó, les dio un puntapié con rabia, pero sin efecto. Entonces, como un esgrimista se fue al fondo para alcanzar el impermeable de hule; y después, tambaleándose por el espacio reducido de la cabina, se lo fue poniendo a tirones.

Muy grave, con las piernas separadas, estirando el cuello, comenzó a atar cuidadosa-mente, con sus dedos gruesos que temblaban ligeramente, los cordones de su chaqueta debajo de su mentón. Hizo todos estos movimientos como una mujer que se sujeta el sombrero delante de un espejo, y que escucha tensamente y con atención, como si esperara de un momento a otro oír llamar su nombre. El oía a través del clamor confuso que se había desatado de súbito en su nave. Este clamor que aumentaba en sus oídos mientras se preparaba para salir a enfrentar lo que fuera, era muy fuerte y ruidoso. Lo provocaban las ráfagas de viento y el estallido de las olas, con esa vibración profunda y prolongada del aire que hace el redoblar remoto de un inmenso tambor anunciando la embestida de un temporal.

Se inmovilizó un instante a la luz de la lámpara, grueso, desgarbado, informe en su indumentaria de combate, vigilante y congestionado.

--Esto es una cosa muy seria -murmuró.

No bien trató de abrir la puerta, el viento se la quiso arrebatar. Sujetándose a la manija se sintió arrastrado sobre el umbral, y enseguida se encontró luchando con el viento, en una escaramuza personal, cuyo objetivo era cerrar la puerta. A último momento penetró una ráfaga de viento y de un soplo apagó la lámpara.

Más allá del navío pudo percibir, en lo bajo de la gran obscuridad, una multitud de destellos: del costado de estribor, unas pocas y asombrosas estrellas desfallecían por encima de un inmenso mar agitado, vacilantes y veladas, como si se les viera a través de  una nube de humo enfurecida.

Sobre el puente, un grupo de hombres indistinguibles trabajaba haciendo grandes esfuerzos a la luz de las ventanas de la timonera, que brillaba vagamente sobre sus cabezas  y espaldas. Súbitamente la luz se apagó primero en una y después en la otra ventana. Las  voces del grupo, que a MacWhirr se le había perdido en la obscuridad, le llegaban como lo hacen las voces durante una tempestad; entrecortadas y en fragmentos, vociferaciones desamparadas que penetran en el oído al pasar volando.

-Vigía..., ponga contraventana en... timonera, cristales... temo... sean volados.

Jukes escuchó a su comandante que lo recriminaba:

-Previne... que cualquier cosa... avisara.

Jukes procuró explicar, aunque amordazado por el tumulto:

-Viento suave. .. , permanecí... puente. .. , de súbito... nordeste podía virar..., pensé seguramente... usted oiría...

Habían alcanzado el cobertizo y podían conversar, levantando las voces, como lo hace la gente cuando pelea.

-Tengo a toda la tripulación cubriendo los ventiladores. Por suerte me quedé sobre el puente. No pensé que estaría durmiendo, así que. .. ¿Qué dijo, capitán? ¿Qué?

-Nada -gritó el capitán MacWhirr-. Dije que está bien.

-¡Santo cielo ! Esta vez sí que nos ha llegado -rugió Jukes.

-¿No ha cambiado la ruta? -inquirió MacWhirr, forzando la voz.

-No, capitán, por cierto que no. El viento viene de barlovento y parece que el mar también.

Un bandazo del barco terminó con un golpe, como si hubiera apoyado con fuerza su pie sobre algo sólido. Después de un momento de calma, un altísimo abanico de espuma  al vuelo, empujado por el viento, dio contra sus caras.

-Mantenga esta dirección el más tiempo que pueda -gritó el capitán.

Antes de que Jukes se hubiera sacado el agua salada de los ojos, todas las estrellas habían desaparecido.

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