miércoles

RAYMOND CHANDLER - EL SUEÑO ETERNO



DECIMOCTAVA ENTREGA

Capítulo 18

Ohls se quedó mirando al joven que se encontraba en un sofá, apoyado de medio lado en la pared. Le examinó silenciosamente; tenía sus pálidas cejas erizadas y redondas, como los pequeños cepillos para limpiar verduras que se ven en los anuncios de la fábrica Fuller.

-¿Confiesas haber matado a Brody? -le preguntó.

El muchacho, con voz sorda, soltó como respuesta sus tres palabras favoritas. Ohls suspiró y me miró.

-No tiene que confesarlo; tengo su revólver -dije.

-Quisiera tener un dólar por cada una de las veces que me han dicho eso -dijo Ohls-. ¿Qué tiene de gracioso?

-Por mi parte, no tenía intención de ser gracioso -contesté.

-Bueno, eso ya es algo. -Ohls dio media vuelta-. He llamado a Wilde. Vamos a ir a verle y le llevaremos a este mariconcete. Que venga conmigo y tú síguenos por si intenta darme un golpe en la cara.

-¿Te gusta lo que hay en el dormitorio?

-Muchísimo -dijo Ohls-. Me alegra, en cierto modo, que Taylor cayese al mar. No me habría gustado ayudar a meterlo en capilla por asesinar a ese cerdo.

Volví al dormitorio pequeño, apagué las velas negras y las dejé echando humo. Cuando regresé a la sala, Ohls tenía al chico en pie. Este lo miraba con sus penetrantes ojos negros; su rostro estaba tan rígido y blanco como la grasa de cordero cuando se enfría.

-Vámonos -ordenó Ohls, y le cogió por el brazo como si no le gustase mucho tocarlo.

Apagué las lámparas y los seguí. Entramos en los coches y yo seguí las luces traseras del auto de Ohls colina abajo. Confiaba en que ésta sería mi última visita a Láveme Terrace.

Taggart Wilde, el fiscal del distrito, vivía en la esquina de Fourth y Lafayette Park, en una casa de madera blanca del tamaño de una terminal de tranvías, con una puerta cochera de piedra roja construida a un costado y unos cuantos metros de ondulante césped al frente. Era una de esas casas sólidas que solían trasladarse en bloque a nuevos barrios cuando la ciudad crecía hacia el oeste. Wilde venía de una vieja familia de Los Angeles y probablemente había nacido en la casa cuando ésta se encontraba en West Adams, Figueroa o Saint James Park.

Había dos coches frente a la entrada: un enorme Sedán particular y un coche de la policía con chófer uniformado. Este se hallaba fumando recostado contra el parachoques trasero y contemplando la luna. Ohls fue a él y le habló, y el chófer miró al chico que seguía en el coche de Ohls.

Fuimos a la casa y tocamos el timbre. Un hombre con pelo rubio brillante abrió la puerta y nos condujo a través de un zaguán abarrotado de pesados muebles oscuros y de otro enorme vestíbulo en el extremo opuesto. Golpeó en una puerta y entró, sosteniéndola después para que pasáramos.

Entramos en un despacho de techo artesonado, que tenía una puerta de cristal abierta en un extremo y un paisaje de jardines oscuros y misteriosos árboles. Un olor a tierra mojada entraba por la ventana. Había cuadros grandes y oscuros en las paredes, butacas, libros y aroma de buen tabaco, que se mezclaba con el de la tierra mojada y el de las flores.

Taggart Wilde estaba sentado detrás de su escritorio. Era un hombre grueso, de  mediana edad, con ojos azules que daban la sensación de poseer una expresión amistosa, aunque en realidad carecían de expresión. Tenía ante sí una taza de café y sostenía un puro delgado entre los cuidados dedos de su mano izquierda. Le acompañaba, sentado en una butaca de cuero azul, un hombre de ojos fríos con cara de cuchillo, tan flaco como una calavera y tan duro como el director de una casa de empeños. Su bien cuidado rostro parecía como acabado de afeitar. Llevaba un traje  color castaño bien planchado y una perla negra en la corbata. Tenía los dedos largos y nerviosos de los hombres de mente ágil. Parecía estar listo para una pelea. Ohls cogió una silla y se sentó, al tiempo que decía:

-Buenas noches, Cronjager. Le presento a Philip Marlowe, un detective privado que está metido en un lío.

Ohls sonrió.

Cronjager me miró sin saludar. Me observó de arriba abajo como si estuviera contemplando una foto e inclinó la barbilla no más de un centímetro. Wilde dijo:

-Siéntese, Marlowe. Trataré de manejar a Cronjager pero ya sabe cómo están las cosas. Esta es una gran ciudad ahora.

Me senté y encendí un cigarrillo. Ohls miró a Cronjager y preguntó:

-¿Qué ha averiguado del asesinato de Randall Place?

El hombre con cara de cuchillo se estiró uno de los dedos hasta que la articulación crujió. Habló sin levantar la vista.

-Un tipo con dos balas dentro. Dos revólveres que no habían sido disparados. En la calle encontramos a una rubia que intentaba poner en marcha un coche que no le pertenecía. El suyo era el siguiente, del mismo modelo. Parecía atontada y los muchachos se la llevaron y confesó. Estaba allí cuando despacharon a Brody, pero afirma que no vio al asesino.

-¿Eso es todo? -preguntó Ohls.

Cronjager levantó las cejas ligeramente.

-Ocurrió hace apenas una hora. ¿Qué esperaba? ¿Una película del asesinato?

-Quizá una descripción del asesino.

-Un individuo alto con chaqueta de cuero, si a eso se le puede llamar descripción.

-Está ahí afuera, en mi coche -dijo Ohls-, esposado. Marlowe le echó el guante para usted. Aquí está su revólver.

Ohls sacó de su bolsillo la automática del jovencito y la dejó en una esquina del escritorio de Wilde. Cronjager miró el revólver, pero no hizo ademán de cogerlo. Wilde soltó una risita ahogada. Estaba recostado en su sillón, dando chupadas a su puro. Se echó hacia adelante para sorber el café. Sacó después un pañuelo de seda del bolsillo del esmoquin, se limpió los labios y lo volvió a guardar.

-Hay un par de muertes más relacionadas con este asunto -continuó Ohls, pellizcándose la barbilla. Cronjager se puso visiblemente rígido. Sus ojos hoscos se volvieron dos chispas. Ohls prosiguió-: ¿Ha oído algo acerca de un coche que han sacado del océano por el muelle del Lido esta mañana, con un hombre muerto dentro?

-No -contestó Cronjager, y continuó con cara de pocos amigos.

-El individuo muerto era el chófer de una familia rica -dijo Ohls-. Esa familia era víctima de un chantaje a causa de una de las hijas. El señor Wilde recomendó a Marlowe a la familia y Marlowe siguió el asunto de cerca.

-Me gustan los detectives privados que siguen de cerca los asesinatos -dijo Cronjager-; no tiene usted que ser tan condenadamente reservado sobre eso.

-Sí -dijo Ohls-, no tengo que ser tan condenadamente reservado sobre eso. No es tan condenadamente frecuente que tenga la oportunidad de ser reservado con un policía de la ciudad. Me paso la mayor parte del tiempo diciéndoles dónde tienen que poner los pies para no romperse un tobillo.

La picuda nariz de Cronjager se puso blanca alrededor de las aletas. Su aliento hizo un ligero ruido silbante que se oyó en la silenciosa habitación. Por fin, dijo pausadamente:

-A ninguno de mis hombres ha tenido usted que decirle dónde debía poner los pies, señor profesor.

-Ya lo veremos -dijo Ohls-. Este chófer de que hablé, que se ha ahogado en el Lido, mató anoche a un individuo en su área. Un tipo llamado Geiger, que tenía un negocio de libros pornográficos en una tienda del bulevar Hollywood. El tal Geiger vivía con el invertido que tengo afuera, en mi coche. Se comprende lo que quiero expresar al decir que vivía con él.

Ahora Cronjager le estaba mirando a los ojos.

-Eso suena como el principio de una historia sucia -dijo.

-Sé por experiencia que la mayoría de las historias policíacas lo son -gruñó Ohls, volviéndose hacia mí con las cejas erizadas-. Te toca a ti, Marlowe. Cuéntaselo.

Así lo hice.

Sólo omití dos cosas, sin saber en aquel momento por qué lo hacía: la visita de Carmen a la casa de Brody y la visita de Eddie Mars a la casa de Geiger. El resto lo conté tal como había sucedido.

Cronjager no apartó de mi rostro su mirada, cuya expresión fue inmutable durante todo el relato. Cuando terminé, se quedó silencioso durante un largo minuto. Wilde permanecía callado, sorbiendo el café y fumando su puro con suavidad. Ohls se miraba uno de los pulgares.

Cronjager se recostó en el respaldo de la silla, cruzó las piernas, poniendo el tobillo sobre la rodilla de la otra pierna y frotándoselo con su mano delgada y nerviosa. Frunció
el entrecejo y, con abrumadora cortesía, dijo:

-Así que todo lo que hizo fue no dar cuenta de un asesinato que ocurrió anoche y luego pasarse todo el día husmeando por ahí para que este muchacho de Geiger pudiera cometer hoy un segundo crimen.

-Eso es todo -dije-; me encontraba en una situación bastante apurada. Presumo que hice mal, pero quería proteger a mi cliente y no tenía razón alguna para pensar que ese gallito mataría a Brody.

-Esas conjeturas son cosa de la policía, Marlowe. Si la muerte de Geiger hubiera sido denunciada anoche, los libros no podrían haber sido trasladados del almacén a la casa de Brody. El muchacho no se hubiera lanzado contra Brody y éste no habría sido asesinado. Digamos que Brody vivía de prestado, pues la gente de su calaña vive así habitualmente, pero una vida es una vida.

-Exacto -contesté-; dígale eso a sus hombres la próxima vez que disparen sobre algún raterito que haya por un callejón con una baratija en los bolsillos.

Wilde dio un puñetazo en la mesa con ambas manos.

-Ya está bien -dijo-. ¿Por qué está tan seguro, Marlowe, de que ese muchacho, Taylor, mató a Geiger? Incluso si el revólver con que Geiger fue asesinado apareció sobre el cuerpo de Taylor o en el coche, eso no quiere decir que fuera el asesino. El arma quizá pudo haber sido puesta por Brody, el verdadero asesino.

-Es posible, por lógica -dije-; pero moralmente imposible. Supone demasiadas coincidencias y demasiados hechos que no encajan en el carácter de Brody y su amiga, y desentonan con lo que intentaban hacer. Hablé con Brody un largo rato. Era un marrullero, pero no un asesino. Tenía dos pistolas, pero no llevaba ninguna encima. Estaba buscando la manera de participar en el negocio de Geiger del que tenía conocimiento por la chica. Dijo que había estado vigilando a Geiger para conseguir sus libros. Suponer que salió huyendo con la foto que Geiger acababa de hacerle a Carmen y que luego puso la pistola sobre Taylor y le tiró al mar por el Lido, es suponer demasiado. Taylor tenía, como motivo, unos celos rabiosos y la oportunidad de matar a
Geiger. Había salido sin permiso con uno de los coches de la familia a cuyo servicio estaba. Mató a Geiger delante de la chica, lo que Brody no habría hecho nunca, aunque
fuera un asesino. No puedo imaginarme a nadie haciendo esto por un interés puramente comercial. Pero Taylor lo habría hecho; la foto de Carmen desnuda es precisamente lo que le impulsaría a hacerlo.

Wilde rió ahogadamente y miró a Cronjager. Éste aclaró su garganta con un bufido. Aquél preguntó:

-¿Y por qué eso de esconder el cadáver? No veo motivo para eso.

-El muchacho no nos lo ha dicho -contesté-, pero debe de haber sido él. Brody no hubiera ido a la casa después de la muerte de Geiger. El muchacho llegaría mientras yo llevaba a Carmen a su casa. Temía a la policía, y le pareció buena idea esconder el cadáver hasta que se hubiese llevado sus cosas de la casa. Lo arrastró por la puerta principal, a juzgar por las señales que dejó en la alfombra, y muy probablemente lo escondió en el garaje. Después recogió todo lo que le pertenecía y se lo llevó de allí; más tarde, durante la noche, se operó un cambio en sus sentimientos y pensó que no había tratado muy bien a su amigo muerto. Así que volvió y le puso en la cama. Todo esto me lo imagino, claro está -Wilde asintió-. Entonces, esta mañana volvió a la tienda como si nada hubiera ocurrido y abrió bien los ojos. Y cuando Brody trasladó los libros, y averiguó adonde los llevaban, dio por sentado que el que se los llevaba era el que había matado a Geiger con ese propósito. Puede que incluso supiera sobre Brody y la chica más de lo que ellos imaginaron. ¿Qué cree usted, Ohls?

Este contestó:

-Ya lo averiguaremos, pero eso no resuelve las preocupaciones de Cronjager. Lo que le revienta es que todo esto ocurrió anoche y él acaba de enterarse ahora.

Cronjager dijo con voz agria:

-Creo que puedo encontrar algún modo de resolver esta cuestión.

Me miró con ojos penetrantes y al instante desvié la mirada.

Wilde hizo un ademán con el puro y dijo:

-Veamos las pruebas, Marlowe.

Me vacié los bolsillos y puse el botín sobre la mesa: los tres recibos y la tarjeta de Geiger al general Sternwood, las fotos de Carmen y la libreta con la lista de direcciones en clave. Ya le había entregado las llaves de Geiger a Ohls.

Wilde miró lo que le entregaba, dando suaves chupadas al puro. Ohls encendió uno de los suyos y empezó a echar plácidas bocanadas de humo hacia el techo. Cronjager se reclinó en el escritorio y contempló lo que yo entregaba a Wilde, y golpeó con la mano los tres recibos firmados por Carmen, al tiempo que decía:

-Me imagino que éstos serían sólo para entrar en materia. Si el general los pagaba, sería por temor a algo. Entonces Geiger habría apretado las clavijas. ¿Sabe usted qué era lo que temía? -preguntó, mirándome. Negué con la cabeza-. ¿Ha hecho usted un relato completo en cuanto a todos los detalles importantes?

-Omití un par de cuestiones personales. Y quiero seguir omitiéndolas, señor Wilde.

-¡Ah! -bufó con fuerza Cronjager.

-¿Por qué? -preguntó Wilde con tranquilidad.

-Porque mi cliente tiene derecho a esa protección ante todos, excepto ante un Gran Jurado. Tengo licencia para operar como detective privado. Supongo que la palabra privado tiene algún significado. La policía de Hollywood tiene en las manos dos asesinatos resueltos. Posee el motivo y el instrumento en cada caso. La cuestión del chantaje debe suprimirse en lo que concierne al nombre de las partes.

-¿Por qué? -volvió a preguntar Wilde.

-Sí, perfectamente -dijo Cronjager con sequedad-. Estamos encantados de ser cómplices de un detective de su condición.

-Van ustedes a ver algo -dije.

Me levanté y salí de la casa. Me dirigí a mi coche y saqué el libro de Geiger. El chófer del coche de policía estaba de pie junto al coche de Ohls. El chico estaba dentro, recostado en un rincón.

-¿Ha dicho algo? -pregunté.

-Hizo una insinuación -dijo el policía, y escupió.

Volví, puse el libro sobre la mesa de Wilde y lo desenvolví. Cronjager estaba utilizando el teléfono en un extremo del escritorio. Colgó y volvió a sentarse cuando entré.

Wilde hojeó el libro sin mover un músculo de su rostro; lo cerró y lo empujó hacia Cronjager. Este lo abrió, miró un par de páginas y lo cerró con rapidez. Se veían en sus mejillas unas manchas rojas del tamaño de las monedas de medio dólar.

-Mire las fechas que figuran en la página del frente -dije.

Cronjager volvió a abrir el libro y las examinó.

-¿Y bien?

-Si es necesario -dije-, estoy dispuesto a declarar bajo juramento que este libro salió de la tienda de Geiger. La rubia, Agnes, reconocerá la clase de negocios que hacía el establecimiento. Es evidente, para cualquiera que tenga ojos, que esa librería era sólo una pantalla para algo. Pero la policía de Hollywood, por las razones que tuviera, permitía que operase. Me atrevo a decir que al Gran Jurado le agradaría conocer cuáles son esas razones.

Wilde sonrió y dijo:

-Los grandes jurados hacen a veces esas preguntas embarazosas en un vano intento por averiguar por qué las ciudades están gobernadas como lo están.

Cronjager se levantó de repente y se puso el sombrero.

-Soy uno contra tres -dijo-. Los homicidas son mi especialidad. Si Geiger traficaba con literatura indecente, eso no es cosa que me importe. Pero estoy dispuesto a admitir que a mis hombres no les servirá de mucho aparecer en los periódicos. ¿Qué es lo que ustedes quieren?

Wilde miró a Ohls, que dijo con serenidad:

-Quiero entregarle un preso. Vamos.

Se levantó. Cronjager le echó una mirada fiera y salió de la habitación. Ohls fue tras él y la puerta se cerró. Wilde golpeó su mesa y me miró con sus claros ojos azules.

-Debiera usted comprender lo que siente un policía con un arreglo como éste -dijo-. Tendrá usted que hacer declaraciones de todo, al menos para los ficheros. Creo que será posible que los dos asesinatos permanezcan separados y que el nombre del general Sternwood no aparezca en ninguno de ellos. ¿Sabe usted por qué no le arranco una oreja?

-No. Creía que me arrancaría las dos.

-¿Qué saca usted de todo esto?

-Veinticinco dólares diarios y los gastos.

-Como mucho, eso vendrá a sumar cincuenta dólares y un poco de gasolina.

-Más o menos.

Ladeó la cabeza y se frotó el dorso del meñique en el borde de la barbilla.

-¿Y por ese importe está usted dispuesto a buscarse problemas con la mitad de la policía de este país?

-No es que me guste -dije-. Pero, ¿qué diablos voy a hacer? Tengo un caso. Vendo lo que tengo que vender para vivir: el valor y la inteligencia que Dios me ha dado y buena voluntad para aguantar empujones con el fin de proteger a un cliente. Va contra mis principios el contar todo lo que he contado esta noche sin consultar con el general. En cuanto a arreglos, yo he estado en la policía, como usted sabe. Salen a diez centavos la docena en cualquier gran ciudad. Los policías se ponen muy dignos y solemnes cuando un extraño trata de ocultar algo, pero ellos lo hacen a cada momento para complacer a un amigo o a cualquiera que tenga un poco de influencia. Además, aún no he terminado; todavía estoy en el caso. Volvería a hacer lo mismo si se presentara la oportunidad.

-Con tal de que Cronjager no le quite la licencia... -sonrió Wilde-. Usted dijo que ocultó un par de cosas. ¿De qué importancia?

-Estoy todavía en el caso -dije, mirándole a los ojos.

Wilde me sonrió. Tenía la sonrisa franca y atrevida de un irlandés.

-Permítame que le diga algo, hijo. Mi padre era amigo íntimo del viejo Sternwood. He hecho todo lo que mi cargo me permite, y quizá bastante más, para evitarle preocupaciones al anciano. Pero a la larga no podrán evitarse. Esas hijas suyas están destinadas a tropezar con algo que no pueda pasarse por alto, especialmente la rubia. No deberían dejarlas sueltas por ahí. Yo culpo al viejo de eso. Me imagino que no se da cuenta de cómo está el mundo ahora. Y hay otra cosa más que quisiera mencionar mientras hablamos de hombre a hombre y no le voy a gruñir. Apostaría un dólar contra un real canadiense a que el general teme que su yerno, el ex contrabandista, esté mezclado en este asunto y lo que realmente desea es que usted averigüe que no lo está. ¿Qué opina de esto?

-Regan no me parece un chantajista, por lo que he oído decir de él. Tenía un punto débil y se marchó por eso.

Wilde dio un bufido.

-La debilidad de ese punto, ni usted ni yo podemos juzgarla. Si era ese tipo de hombre, débil no es la palabra. ¿Le pidió el general que buscara a Regan?

-Me dijo que le gustaría saber dónde estaba y si se encontraba bien. Quería a Regan y estaba dolido por la forma en que desapareció, sin despedirse de él.

Wilde se recostó en la butaca y frunció el ceño.

-Comprendo -dijo, con la voz cambiada.

Su mano se movió sobre las pruebas que estaban encima del escritorio. Apartó a un lado la libreta azul de Geiger y empujó lo demás hacia mí.

-Puede llevárselos -dijo-, ya no los necesito.

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