traducción de José Ferrater Mora
QUINCUAGÉSIMOCUARTA ENTREGA
XVII
KIERKEGAARD Y LUTERO (4)
Volvemos con esto a la idea del pecado original y a la idea de la fe tal como la concebían Kierkegaard y la filosofía existencial en el más propio sentido de este vocablo. Los horrores de la existencia, tanto humana como divina, nos han conducido a una serie de problemas de los cuales el sentido común discute hasta su misma posibilidad. Cosa extraña: hasta en sus discursos edificantes, donde nos muestra la jauría de leones furiosos que después de haber roto sus cadenas y revestido los pomposos ornamentos de “lo ético” y de “lo eterno” se han echado sobre el hombre indefenso, Kierkegaard no deja de recordanos que la pérdida del hombre se debe únicamente a su pecado. Si se sonfrontan con esta afirmación sus propias palabras de que lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe, de que el concepto que se opone al pecado es la libertad y que no se trata aquí de la libertad de elegir entre el bien y el mal, sino de la “posibilidad”, por cuanto Dios significa que todo es posible, entonces llegaremos a entender lo que Kierkegaard entendía por filosofía existencial. Esta no tiene nada que ver con la “sabiduría” que hemos heredado de los griegos. La “dialéctica intrépida” de Kierkegaard ha descubierto bajo la sabiduría de Epicteto la soberbia diabólica, y el propio Sócrates se le ha aparecido, en fin de cuentas, como el pecador por excelencia. Y lo que constituye su pecado es justamente lo que de ordinario se considera como su virtud, lo que constituye para nosotros su mérito inmortal ante los hombres y ante el cielo: ambos realizaban el ideal, es decir, ambos vivían de acuerdo con las categorías que su pensamiento había establecido. Si Hegel y Schopenhauer herían dolorosamente a Kierkegaard por cuanto su vida no transcurría de conformidad con su filosofía, lo que le parecía absolutamente intolerable en Sócrates y en Epicteto era que no se limitaban a realizar su filosofía en la enseñanza, en meras palabras, sino en su propia vida. “Si la ética es la realidad suprema, Abraham está perdido”. Ahora bien, la filosofía de la existencia, como la comprendían los griegos y como también la comprendía Kierkegaard cuando contemplaba la figura de Sócrates, se reducía precisamente a establecer que “lo ético” es lo supremo, que no existe ningún principio superior a él. La razón lo exigía imperiosamente, tan imperiosamente que tenemos derecho a agregar: “si la razón es la fuente de la verdad, entonces la ética es la realidad suprema y no puede existir ningún principio superior a ella”.
Pero, ¿cuál es ese principio contra el cual la filosofía griega defendía con tal ardor sus verdades? No puede haber sobre este punto dos opiniones diferentes: la verdad, en efecto, pretende no someterse al Creador. Estima que ambos no pueden sacar de este acuerdo más que ventajas. Y el hombre ganará también con ello: se verá libre de la arbitrariedad divina, se hará semejante a Dios, que conoce la verdad y sabe lo que es el bien y lo que es el mal. Pero, ¿es exacto que esas verdades emancipadas de Dios proporcionan la libertad a los hombres? ¿No ocurre más bien lo contrario? ¿No es la verdad justamente verdad por venir de Dios, por haber sido creada por Dios de modo que, desligada de Dios, abandonada a sí misma, se transforma en su contrario, es decir, no vivifica, sino que mata, no libera, sino que encadena? ¿No se petrifica entonces ella misma y transforma en piedra a quienes la miran? La filosofía especulativa ni siquiera piensa en este problema. Desdeña las verdades creadas: “la razón aspira ávidamente”, nos ha dicho Kant (con lo cual repetía, en verdad, el pensamiento de Aristóteles), a los juicios generales y necesarios, es decir, a los juicios que no dependen de nadie y que reinan por sí mismos sobre el mundo. Y el hombre cree que si hace suya esta “codicia” de la “razón” y se entrega enteramente a ella, comulga con la verdad y con el bien. Lejos está de suponer que en este punto lo acecha el mayor peligro, que aquí reside su pérdida.
Según él mismo nos dice, Kierkegaard ha leído poco a Lutero. Nosotros recordamos, por otro lado, que no lo apreciaba mucho. Y, sin embargo, han sido muy pocos los que han experimentado tan fuertemente como Lutero que ninguna gracia puede iluminar las verdades desvinculadas de Dios (veritates emancipatae a Deo). De ahí su doctrina de la sola fide. De ahí también la radical oposición que establecía entre la ley y la gracia. El hombre no puede salvarse por la ley; la ley no hace más que humillar al hombre: no posee ninguna fuerza vivificante. La ley sólo puede revelarnos nuestra debilidad y esta impotencia que en vano intentamos disimular bajo un orgullo aparente. He aquí por qué Lutero dice en su Comentario a la Epístola de San Pablo a los Gálatas: quia homo superbit et somniat, se sapere, se sanctum et justum ese, ideo opus est, ut lege humiliatur, ut si bestia ista, opino justitiae, occidatur, qua non occisa gomo non potest vivere. La confianza del hombre en su “saber”, y su seguridad de poder alcanzar por sus propias fuerzas la finalidad suprema, no sólo no pueden salvarlo, sino que lo entregan a ese monstruo terrible que el hombre debe matar si quiere vivir. Justus ex fide vivit -el justo vivirá por la fe-, dice el profeta Habacuc. Justus ex fide vivit, repite San Pablo. La razón, que aspira ávidamente a las verdades generales y necesarias (concupiscentia invincibilis), conduce a la muerte; el camino de la vida pasa por la fe. La advertencia de Platón, al ponernos en guardia contra la desconfianza hacia la razón, constituye la mayor de las tentaciones. Los males no amenzan al menospreciador, sino al adorador de la razón. En la medida en qu el hombre se someta a la razón, en la medida en que cuente con las virtudes que de ella nacen, se hallará en poder de una fuerza enemiga, de un monstruo que hay que aniquilar con el fin de poder vivir. Las palabras de Lutero antes citadas revelan el sentido auténtico de la filosofía kierkegaardiana: la filosofía existencial es la lucha suprema del hombre contra ese monstruo misterioso que ha logrado sugerirle que su felicidad, tanto en este mundo como en el otro, depende exclusivamente de su consentimiento a inclinarse ante las verdades emancipadas de Dios. Que esta lucha era inevitable, es cosa que ya había presentido y tuvo la audacia de anunciar el último gran representante de la filosofía griega: “Una grande y última lucha aguarda al alma humana.” La filosofía de Plotino ardía en deseos de alcanzar lo que se halla “más allá de la razón y del conocimiento”. E invitaba a los hombres a volar por encima del conocimiento. Plotino tenía tras él la experiencia milenaria de los más notables representantes de la humanidad, y todos ellos habían afirmado que los hombres deben confiar en su destino y en las verdades de la razón. Pero “de repente” descubrió que allí donde los hombres esperaban encontrar la libertad les aguardaba una esclavitud vergonzosa e insoportable. A menos que no haya “visto”, sino que haya “oído”, y que la “buena nueva” no haya llegado hasta él. A menos, pues, que tras haberla oído, haya eludido la razón sin jamás volver a mirarla, sin ni siquiera saber él mismo hacia dónde se dirigía.
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