DECIMOSÉPTIMA ENTREGA
Capítulo 17
La luna brillaba a través de un anillo de niebla entre las altas ramas de los eucaliptos de Láveme Terrace. La radio de una casa de la parte baja de la colina sonaba muy fuerte. El muchacho detuvo el coche delante del seto frente a la casa de Geiger, paró el motor y permaneció sentado mirando al frente y con las manos sobre el volante. No se veía luz alguna por encima del seto. Pregunté:
-¿Alguien en la casa, hijo?
-Debería usted saberlo.
-¿Cómo voy a saberlo?
-¡Váyase al diablo!
-Así es como la gente consigue dientes postizos -le contesté; él me enseñó los suyos con una mueca.
Entonces abrió la portezuela de un puntapié y salió del coche. Bajé tras él. Se quedó con los puños en las caderas, mirando silenciosamente la casa por encima del seto.
-Muy bien -dije-. Tú tienes una llave. Entremos.
-¿Quién dijo que yo tenía una llave?
-No trates de engañarme, hijo. Geiger te dio una. Tienes aquí un precioso cuartito, muy masculino. Te echaba fuera y lo cerraba con llave cuando tenía visitas femeninas. Era, como César, el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos. ¿Crees que no puedo imaginarme a la gente como tú y como él?
Yo seguía aún apuntándole con la pistola; pero a pesar de ello, se me echó encima y me golpeó en la misma barbilla. Pude haberme echado hacia atrás con rapidez suficiente para no caerme, pero asimilé el puñetazo; pudo ser un golpe duro, pero un afeminado no
tiene hierro en los huesos, sea cual fuere su aspecto.
Tiré la pistola a sus pies, diciéndole:
-Quizá necesites esto.
Se agachó a cogerla como un rayo. No era lento en sus movimientos. Le di un puñetazo en un lado del cuello. Cayó de costado intentando alcanzar la pistola, pero sin conseguirlo. Volví a coger la pistola y la tiré dentro del coche. El muchacho vino hacia mí a cuatro patas, mirándome con los ojos abiertos de forma desmesurada. Tosió y movió la cabeza.
-Tú no quieres pelear -le dije-; estás echando demasiada grasa.
Pero no era así. Se lanzó sobre mí como un avión disparado con catapulta y, en una embestida, intentó cogerme por las rodillas. Me eché a un lado y busqué su cuello, cogiéndole la cabeza debajo de mi brazo. Arañó el suelo fuertemente con los pies, sobre los que se mantuvo el tiempo suficiente como para utilizar sus manos en sitios que podían dolerme. Le di la vuelta y lo levanté un poco más. Me sujeté la muñeca derecha con la mano izquierda e hice girar mi cadera derecha contra el cuerpo del muchacho; por un momento hubo un equilibrio de pesos. Parecíamos estar colgados allí, bajo la nebulosa luz de la luna, dos criaturas grotescas cuyos pies rascaban el suelo y cuyo aliento jadeaba penosamente.
Ahora tenía mi antebrazo derecho contra su tráquea y toda la fuerza de ambos brazos contra él. El muchacho pataleaba frenéticamente y ya no jadeaba. Estaba preso en un círculo de hierro. Su pie izquierdo se fue de lado y la rodilla se le aflojó. Lo sostuve medio minuto más. Cayó como un fardo sobre mi brazo, un peso enorme que yo apenas podía sostener. Lo dejé caer y se desplomó a mis pies, sin conocimiento. Fui al coche y saqué de la guantera unas esposas que le puse después de colocarle las manos a la espalda. Lo levanté por las axilas y le arrastré detrás del seto para que no le vieran desde la calle. Volví al coche y lo llevé unos cien metros hacia lo alto de la colina.
El gallo estaba todavía sin conocimiento cuando volví. Abrí la puerta de la casa, lo arrastré hacia el interior y cerré. Empezaba a volver en sí. Encendí una lámpara. Sus ojos comenzaron a parpadear y los fijó poco a poco en mí. Me incliné, procurando no ponerme al alcance de sus rodillas.
-Quédate quieto o volveré a darte. No te muevas y contén la respiración hasta que no puedas más; entonces te dices a ti mismo que tienes que respirar, que tienes la cara negra, que los ojos se te salen de las órbitas y que vas a respirar en seguida, pero que estás amarrado a la silla en esa linda y limpia cámara de gas de San Quintín y que, cuando quieras tomar esa bocanada que has luchado con toda tu alma por no tomar, no será aire lo que aspirarás, sino vapores de cianuro. Eso es lo que ahora llaman ejecución humanitaria en este estado.
-¡Váyase al diablo! -dijo con un suspiro entrecortado.
-Vas a tener que enfrentarte con un juicio; no creas que vas a escaparte. Y vas a decir exactamente lo que queramos que digas y nada que no queramos que digas.
-¡Váyase al diablo!
-Repítelo y te pondré una almohadita debajo de la cabeza.
Torció la boca. Le dejé tirado en el suelo, con las muñecas esposadas a la espalda, la mejilla contra la alfombra y un brillo animal en su ojo visible. Encendí otra lámpara y me fui al vestíbulo, detrás de la sala. El dormitorio de Geiger parecía no haber sido tocado. Abrí la puerta, que ahora no estaba cerrada con llave, del dormitorio que había en el vestíbulo, frente al de Geiger. Había una luz vacilante en la habitación y olor a sándalo. Dos conos de incienso estaban uno junto al otro en un pequeño cenicero de cobre en el escritorio. La luz era la de dos altas velas negras que estaban colocadas en candelabros de un pie de alto. Los candelabros estaban en dos sillas de respaldo alto, una a cada lado de la cama.
Geiger se hallaba tendido en la cama. Las dos tiras de bordado chino que faltaban en la pared formaban una cruz de San Andrés en la mitad de su cuerpo, ocultando la pechera manchada de sangre de su chaquetilla china. Debajo de la cruz, las piernas, derechas y rígidas. Sus pies seguían calzados y sus manos yacían contra el cuerpo, con las palmas hacia abajo y los dedos juntos y estirados ligeramente. Tenía la boca cerrada, el bigote a lo Charlie Chan resultaba tan falso como un tupé. Su ancha nariz estaba contraída y pálida y los ojos casi cerrados.
El débil brillo de su ojo de cristal, herido por la luz, me hacía un guiño. No le toqué ni me acerqué mucho a él. Debía de estar frío como el hielo y tieso como un palo. Las velas negras goteaban en medio de la corriente de aire que venía de la puerta abierta. Gotas de cera negra serpenteaban por los lados. El aire de la habitación era venenoso e irreal. Salí, cerré la puerta y volví a la sala. El muchacho no se había movido.
Me quedé inmóvil, esperando oír el sonido de las sirenas. Todo dependía de lo que Agnes tardara en hablar y de lo que dijese. Si hablaba de Geiger, la policía llegaría de un momento a otro, pero también podía tardar horas en hablar. Incluso podía haber huido.
Miré al muchacho.
-¿Quiere sentarse, jovencito?
Cerró los ojos y fingió dormir. Fui al escritorio, descolgué el auricular del teléfono morado y llamé a la oficina de Ohls. Se había marchado a su casa a las seis. Llamé a la casa y allí estaba.
-Soy Marlowe -dije-. ¿Encontraron tus chicos un revólver a Owen Taylor esta mañana?
Pude oír cómo se aclaraba la garganta y me di cuenta de que intentaba no mostrar sorpresa.
-Eso es cosa de la policía -dijo.
-Si no me equivoco, había en él tres cápsulas vacías.
-¿Cómo demonios sabes eso? -preguntó Ohls.
-Ven al siete mil doscientos cuarenta y cuatro de Láveme Terrace, después del bulevar Laurel Canyon, y te enseñaré adonde fueron a parar las balas.
-Así, sin más, ¿eh?
-Así, sin más.
Ohls me contestó:
-Asómate a la ventana y me verás doblando la esquina. Creo que te has pasado de astuto en este asunto.
-Astuto es la palabra adecuada.
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