miércoles

RAYMOND CHANDLER - EL SUEÑO ETERNO



DECIMOSEXTA ENTREGA

Capítulo 16

Me acerqué a la ventana francesa y miré el cristal roto en la parte superior. La bala del pequeño revólver de Carmen lo habla roto sin agujerearlo, como de un golpe. Había un pequeño agujero en la escayola, que cualquier vista aguda descubriría rápidamente.

Corrí las cortinas sobre el cristal roto y saqué el revólver de Carmen de mi bolsillo. Era un Banker especial, calibre 22, con balas de punta hueca. La culata era de nácar y una plaquita de plata incrustada tenía grabado: «Carmen de Owen.» Los volvía locos a todos. Volví a guardarme el revólver y me senté junto a Brody, mirándole a los ojos.

Pasó un minuto. La rubia se arreglaba la cara con ayuda de un espejito de mano. Brody
buscó un cigarrillo y gruñó:

-¿Satisfecho?

-Hasta ahora, sí. ¿Por qué le echó el anzuelo a la señora Regan en lugar de echárselo al viejo?

-Ya le di el sablazo una vez, hace seis o siete meses; me figuré que podría llegar a molestarse bastante y llamar a la poli.

-¿Y qué le hizo pensar que la señora Regan no lo haría?

Me examinó con cuidado, fumando el cigarrillo sin quitarme los ojos de encima. Finalmente, preguntó:

-¿La conoce usted mucho?

-He hablado con ella dos veces. Sin embargo, usted debe de conocerla bastante mejor para correr el riesgo de ese chantaje con las fotos.

-Anda bastante por ahí, y me figuro que tiene un par de puntos flacos de los que no quiere que se entere el viejo. Creo que hubiera podido conseguir fácilmente cinco grandes.

-Un poco flojo el argumento -dije-, pero pase... Está usted en quiebra, ¿eh?

-Me he pasado un mes entero agitando dos monedas a ver si criaban.

-¿Y de qué vive?

-Seguros. Tengo despachos en la oficina de Puss Walgreen, en el edificio Fulwinder, Oeste y Santa Mónica.

-Vaya, cuando se mete en negocios lo hace de lleno. ¿Tiene los libros aquí en la casa?

Hizo sonar los dientes y ejecutó un amplio ademán con la mano. La confianza renacía de nuevo en sus movimientos.

-¡Diablos, no! En un almacén.

-¿Hizo que un hombre los trajera aquí y luego que viniera un equipo de una empresa de almacenaje para que se los llevaran inmediatamente después?

-Naturalmente. No quería que los transportaran directamente del local de Geiger.

-Es usted listo -dije con admiración-. ¿Alguna complicación hasta este momento? -Parecía preocupado de nuevo pero negó con la cabeza-. ¡Estupendo! -dije.

Miré a Agnes. Había terminado de arreglarse y miraba la pared, escuchando apenas. Su rostro tenía la somnolencia que dejan la tensión y el sobresalto, pasado el primer momento.

Brody parpadeó cautelosamente.

-¿Y bien?

-¿Cómo se hizo con la foto?

Puso mala cara.

-Escuche... ha conseguido lo que venía buscando y, además, barato; así que ha hecho un bonito trabajo. Ahora vaya y véndaselo a su jefe. Estoy limpio. No sé nada de ninguna foto, ¿verdad, Agnes?

La rubia abrió los ojos y le miró con vaga pero descortés condescendencia.

-Un tipo listo... a medias -dijo, suspirando con cansancio-. Esto es siempre lo que consigo. No hay uno solo que sea listo hasta el final. Ni una sola vez sucede.

Le sonreí.

-¿Le hice daño en la cabeza?

-Usted y todos los hombres con quienes me he tropezado.

Volví a mirar a Brody. Estaba pellizcando nerviosamente el cigarrillo. Su mano parecía temblar ligeramente. Su cara morena seguía impasible.

-Tenemos que ponernos de acuerdo sobre un testimonio -dije-. Por ejemplo: Carmen no estuvo aquí. Esto es muy importante. No estuvo aquí. Fue un sueño que usted tuvo.

-¡Huy...! -gruñó Brody burlonamente-. Si usted lo dice, amigo, y si... -extendió la mano y frotó elocuentemente el pulgar con el índice.

Asentí con la cabeza.

-Veremos. Puede haber una pequeña retribución, aunque no la contará en grandes. Ahora, dígame: ¿dónde consiguió la fotografía?

-Un fulano me la pasó.

-¡Pchs, pchs...! Un fulano que se cruzó con usted en la calle. No lo conocería si lo viera. Nunca lo vio antes.

Brody bostezó.

-Se le cayó del bolsillo -apuntó.

-Sí, sí, eso es. ¿Tiene usted una coartada para lo de anoche, cara de palo?

-Claro. Estuve aquí mismo. Agnes estaba conmigo. ¿De acuerdo, Agnes?

-Estoy empezando otra vez a sentir lástima de usted. -Abrió los ojos y se quedó con la boca abierta y el cigarrillo colgando del labio inferior-. Se cree listo y es de lo más idiota -continué-. Si no lo ahorcan en San Quintín, tendrá una larga temporada de sombría soledad por delante.

El cigarrillo dio una sacudida y la ceniza se le derramó sobre el chaleco.

-Pensando en lo listo que es usted...

-Vaya a tomar vientos -gruñó Brody de repente-. ¡Largo! Ya hemos hablado bastante. ¡Lárguese!

-¡De acuerdo!

Me levanté y me dirigí al escritorio; saqué del bolsillo las dos pistolas de Brody y las puse sobre el secante, una al lado de la otra, de modo que los cañones estuvieran paralelos. Cogí mi sombrero del suelo, al lado del sofá, y me dirigí hacia la puerta.

Brody llamó:

-¡Eh!

Me volví y esperé. Su cigarrillo se movía como una muñeca de muelles.

-Todo está bien, ¿no? -preguntó.

-Pues claro. Este es un país libre. Usted no tiene por qué permanecer fuera de la cárcel si no quiere. Es decir, si es usted un ciudadano. ¿Es ciudadano?

Se quedó mirándome y moviendo el cigarrillo. La rubia Agnes volvió la cabeza lentamente y me dirigió una mirada. Los ojos de ambos contenían mezcla de astucia, duda y rabia contenida. Bruscamente, Agnes se arrancó un cabello con las uñas plateadas y lo partió con una amarga sacudida.

Brody dijo por fin:

-No va a ir a la poli, hermano. No lo hará si es para los Sternwood para quienes está trabajando. Sé demasiado de esa familia y usted ha conseguido las fotos y el silencio. Lárguese y venda sus papeles.

-Decídase -dije-. Me dijo que me largase y estaba a punto de hacerlo; me chilló y me paré. Ahora estoy de nuevo camino de la puerta. ¿Es eso lo que quiere?

-Nada tiene usted contra mí -me contestó.

-Sólo un par de asesinatos. Poca cosa en sus círculos.

No saltó más de dos centímetros, pero fue como si hubiera dado un salto de medio metro. La córnea blanca asomó por completo alrededor del iris color tabaco de sus ojos. Su cutis moreno tomó un tinte verdoso bajo la lámpara. La rubia Agnes dejó escapar un gemido brutal y escondió la cara en un cojín que había en un extremo del sofá. Me mantuve quieto y admiré la línea alargada de sus muslos.

Brody humedeció sus labios lentamente y me dijo:

-Siéntese, amigo. Quizá tenga algo más para usted. ¿Qué significa ese chiste de los dos asesinatos?

Me recosté contra la puerta y le pregunté:

-¿Dónde estaba anoche a las siete y media?

Hizo una mueca con la boca y se quedó mirando fijamente el suelo.

-Estaba vigilando a un fulano, un tipo que tenía un bonito negocio y yo me figuré que necesitaba un socio: a Geiger. Le vigilaba de vez en cuando para averiguar si tenía alguna conexión firme. Pensaba: tendrá amigos, porque si no, no explotaría el negocio tan abiertamente como lo hace. Pero éstos no van a su casa; sólo van señoras.

-No vigiló lo suficiente -dije-. Siga.

-Estaba anoche allí, en la calle que hay detrás de la casa de Geiger. Estaba lloviendo fuerte y permanecí encerrado en mi cupé y no veía nada. Había un coche frente a la casa
de Geiger y otro un poco más arriba y, por ello, me quedé abajo. También había un Buick grande aparcado cerca del mío y al que fui a echarle un vistazo después de un rato. Estaba registrado a nombre de Vivian Regan. Como nada de particular ocurría, me largué. Eso es todo.

Hizo un ademán con el cigarrillo al tiempo que sus ojos recorrían mi rostro de arriba abajo.

-Es posible -dije-. ¿Sabe dónde está el Buick ahora?

-¿Por qué iba a saberlo?

-En el garaje del sheriff. Esta mañana lo sacaron del dique del Lido, donde se hallaba bajo unos cuatro metros de agua. Había un hombre muerto dentro. Fue golpeado y el coche estaba mirando al dique y con la palanca del freno bajada.

La respiración de Brody se hizo más fuerte. Uno de sus pies golpeaba el suelo incesantemente.

-Jesús! No puede colocarme eso a mí -dijo con voz ronca.

-¿Por qué no? El Buick, según usted, estaba en la parte trasera de la casa de Geiger; pues bien, la señora Regan no lo llevaba, sino su chófer, un muchacho llamado Owen Taylor, que fue a casa de Geiger para hablar unas palabras con él, porque Owen Taylor le hacía la corte a Carmen y no le gustaba el juego que Geiger se traía con ella. Entró por la puerta trasera con una llave inglesa y una pistola y sorprendió a Geiger sacándole una foto a Carmen sin ninguna ropa encima. Su pistola funcionó, como es usual en toda pistola, y Geiger cayó muerto. Owen huyó, pero no sin llevarse el negocio de la foto que acababa de tomar Geiger. Usted corrió tras él y le quitó el negativo. ¿Cómo, si no, se hubiera apoderado de él?

Brody humedeció sus labios.

-Sí -contestó-, pero eso no quiere decir que lo despachara. Oí los tiros y vi al asesino bajar por la escalera trasera, meterse en el Buick y largarse. Le seguí. Cuando llegó al fondo del cañón, giró al oeste, hacia Sunset. Detrás de Beverly Hills se deslizó fuera de la carretera y tuvo que parar. Yo me acerqué entonces, fingiéndome policía. Tenía una pistola, pero estaba nervioso y le golpeé en la cabeza. Le registré, averigüé quién era y, por pura curiosidad, miré al contraluz la placa. Me estaba preguntando de qué se trataba y mojándome el cogote, cuando volvió en sí y me sacó del coche de un puñetazo. Cuando me levanté, había desaparecido. No le volví a ver más.

-¿Y cómo sabía que había matado a Geiger? -pregunté ásperamente.

Brody se encogió de hombros.

-Me figuré que era él, pero pude haberme equivocado. Cuando revelé la placa y vi lo que había en ella, estaba bastante seguro; al no venir Geiger a la oficina esta mañana ni contestar al teléfono, ya no tuve la menor duda. Por eso calculé que era el momento más oportuno para trasladar los libros y establecer un rápido contacto con los Sternwood, a fin de obtener pasta para el viaje y desaparecer una temporada.

Asentí.

-Eso parece razonable. Quizá no haya asesinado a nadie. ¿Dónde escondió el cuerpo de Geiger?

Levantó las cejas; después sonrió.

-Ni hablar de eso, hombre. A otra cosa. ¿Cree usted que iba a volver allí y moverlo sin saber si de un momento a otro iban a aparecer por la esquina dos coches llenos de policías? Ni pensarlo.

-Alguien escondió el cadáver -afirmé.

Brody se encogió de hombros. La sonrisa seguía en su rostro. No me creía. Mientras se hallaba así, el timbre de la puerta empezó a sonar. Brody se levantó bruscamente. Los ojos se le endurecieron. Echó una mirada a sus pistolas que seguían sobre el escritorio.

-¡Vaya, ya está ésa aquí otra vez! -gruñó.

-Si es ella, ya no tiene su revólver -le tranquilicé-. ¿No tiene usted otros amigos?

-Alguno -gruñó-. Ya estoy harto de este juego de las cuatro esquinas.

Fue al escritorio, cogió el Colt, se lo colocó junto a la pierna, agarró con la mano izquierda el picaporte de la puerta y le dio la vuelta, abriendo solamente lo suficiente para asomar la cabeza sin dejar de mantener la pistola en la misma posición. Una voz preguntó:

-¿Brody?

Brody contestó algo que no pude entender a causa de dos súbitas detonaciones que, por lo apagadas, demostraron que la pistola que las produjo estaba apoyada en su cuerpo. Este cayó contra la puerta y su peso la cerró de golpe. Se deslizó por la madera y sus pies empujaron la alfombra; su mano izquierda soltó el picaporte y el brazo golpeó el suelo con un ruido sordo. La cabeza quedó apoyada contra la puerta. No se movió. El Colt seguía en su mano derecha.

Salté a través de la habitación y le moví lo suficiente para abrir la puerta y pasar por ella. Una mujer asomó la cabeza por la puerta que había casi enfrente. Su cara expresaba un gran temor, y con una mano, que parecía una garra, señaló hacia el pasillo.

Me precipité pasillo abajo y oí pasos rápidos por las escaleras de baldosas. Seguí los pasos por el ruido. Al llegar a la altura del portal, la puerta principal se estaba cerrando y pude percibir pasos que corrían afuera, en el pavimento. Alcancé la puerta antes de que llegara a cerrarse del todo, la abrí y salí disparado.


Una figura alta sin sombrero, con chaqueta de cuero, corría en diagonal, a través de la calle, por entre coches aparcados. El tipo se volvió y brilló un fogonazo. Dos disparos dieron en la pared de estuco que había detrás de mí. Siguió corriendo y, sorteando los coches, se esfumó.

Un hombre se acercó a mí y preguntó:

-¿Qué ha ocurrido?

-Que ha habido tiroteo.

-Jesús! -exclamó y echó a correr hacia la casa.

Fui rápidamente a mi coche y lo puse en marcha. Me separé del bordillo y marché cuesta abajo, no muy deprisa. Ningún coche de los aparcados al otro lado se movió. Me
pareció oír pasos, pero no estaba seguro. Seguí bajando la colina y al cabo de manzana y media di la vuelta en el cruce y empecé a retroceder. Oí un silbido ahogado que llegaba débilmente; luego, pasos; aparqué y me deslicé entre dos coches. Saqué de mi bolsillo el revólver de Carmen.

El ruido de los pasos subió de tono y los silbidos continuaron con más entusiasmo. Al cabo de un rato asomó la chaqueta de cuero. Salí de entre los coches y le pregunté:

-¿Tiene una cerilla, amigo?

El muchacho se volvió hacia mí y se llevó la mano derecha al interior de la chaqueta. Tenía en la mirada un brillo húmedo bajo la luz de los redondos faroles. Sus ojos eran oscuros y almendrados; la cara pálida; el pelo negro ondulado que crecía muy bajo en dos puntos de la frente. Era un joven muy bien parecido; se trataba realmente del muchacho de la tienda de Geiger.

Se quedó mirándome silenciosamente, con la mano en el borde de la chaqueta, sin ocultarla todavía del todo. Yo tenía el revólver preparado.

-Debe de haber pensado mucho en ese amigo -dije.

-¡Váyase al diablo! -me contestó, aunque con suavidad, inmóvil entre los dos coches y el muro de contención.

Una sirena sonó en la distancia, hacia la parte alta de la colina. Volvió la cabeza en esa dirección. Me acerqué a él y le incrusté el revólver en la chaqueta de cuero.

-¿Yo o la poli? -le pregunté.

Volvió un poco la cabeza como si le hubiese golpeado en ella.

-¿Quién es usted? -dijo.

-Amigo de Geiger.

-¡Déjeme en paz, hijo de perra!

-Esto es un pequeño revólver, chico. Lo dispararé contra tu ombligo y necesitarás tres meses para volver a andar, pero te curarás para poder ir por tus propios pies a la cámara de gas nuevecita del penal de San Quintín.

-¡Váyase al diablo! -me respondió.

Movió la mano en el interior de la chaqueta de cuero y yo apreté el revólver contra su estómago. Dejó escapar un largo suspiro y sacó la mano de la chaqueta, dejándola caer con lentitud. Sus anchos hombros estaban caídos.

-¿Qué quiere usted? -murmuró.

Metí la mano en su chaqueta y le quité la pistola.

-Métete en mi coche, anda.

Pasó delante de mí y yo le empujé, metiéndole en mi coche.

-Tú al timón. Vas a conducir.

Siguió mis indicaciones y yo me senté a su lado. Al ir a ponernos en marcha, le advertí:

-Deja pasar el coche de la policía. Creerán que hemos arrancado al oír la sirena. Da la vuelta por debajo de la colina e iremos a la casa.

Me guardé la pistola de Carmen y puse la pistola automática contra las costillas del muchacho. Miré a través de la ventanilla. El gemido de la sirena se oía muy fuerte ahora. Dos luces rojas aparecieron en medio de la calle. Se fueron agrandando hasta fundirse en una sola y el coche pasó de largo envuelto en una ráfaga de ruidos.

-Vámonos -ordené.

El muchacho obedeció y nos deslizamos cuesta abajo.

-Vámonos a la casa, a Láveme Terrace -le dije.

Haciendo una mueca, torció los labios. Dirigió el coche en dirección este, hacia la
calle de Franklin.

-Eres un muchacho muy ingenuo. ¿Cómo te llamas?

-Carol Lundgren —me contestó con voz apagada.

-Te has equivocado de tipo; Joe Brody no mató a tu amigo.

Masculló tres palabras y continuó conduciendo.

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