CUARTA ENTREGA
UNO: LOS BORRACHOS VAN AL CIELO (4)
5 / EL SUELO
ABEL ROSSO llegó tarde a su casa y encontró a su mujer mirando televisión en el dormitorio, junto a su hijo varón. Del otro dormitorio surgía estruendosamente la versión rockera de Cambalache.
-Qué pasa -dijo Abel. -Son las diez de la noche.
-Están desde las ocho. Bailando lo mismo. Para y vuelve a empezar, para y vuelve a empezar.
La mujer de Abel Rosso era una mexicana de fría frescura y dulce delgadez. Se llamaba Candela.
-¿Pero están todos locos? -gritó el hombre, arrancándose la ropa para ponerse un short.
Candela lo inmovilizó clavándole unos ojazos de sombría transparencia y apoyándose un índice en la boca.
-Tato te está esperando -explicó. -Vino rengueando una barbaridad. ¿Comiste?
-Algo. Quería tomarme un whisky escuchando a Mozart. Nada más. Uno no pide tanto.
Abel acarició la cabeza de su hijo dormido y fue hasta la cocina. Cambalache arreciaba. Se sirvió demasiado whisky y sorbió un centímetro para dejarle lugar al hielo y al agua mineral. Cuando entró al dormitorio chico sin golpear encontró a Tato y a Paloma aullando y contorsionándose. Los chiquilines corrieron a apagar el grabador. Tato ya no rengueaba. Paloma tenía el pelo suelto y se había pintado la cara con dry-pen rojo y amarillo.
-Tato tiene que hablar contigo -le dijo.
El chiquilín recogió la pelota y la cantimplora, y lo miró con devoción.
-Tiene que ser a solas -preguntó Abel.
-Sí.
-Entonces vamos para mi escritorio. Y de paso escuchamos a Mozart.
Al entrar al escritorio Abel abrió la ventana y eligió el concierto para flauta y arpa. La noche estaba fresca y perfumada, ahora.
-Hace cuántas horas saliste de tu casa -preguntó.
-Yo qué se. Salí a eso de las dos.
-Y qué hiciste.
-Jugué al fútbol en la cantera.
-¿Tu vieja sabe que estás aquí?
Tato subió los hombros.
-Se lo va a imaginar, cuando llegue -dijo acostándose en el suelo. Apoyó la cabeza sobre la pelota. -Además está mi hermana en casa, con el novio. Ella debe saber que vine para aquí. ¿Cómo se llaman esos árboles grandes que hay al costado de la cantera?
-Álamos plateados.
-Esta música me hace acordar a esos árboles.
El hombre miró el tocadiscos.
-Qué querías, hijo -dijo.
Tato se incorporó para sentarse, aunque bajó los ojos en el momento de preguntar:
-Vos no comprás poemas.
-¿Comprar?
-Poemas o adivinanzas. O trabalenguas. Una vez Rabí me compró dos adivinanzas. A lo mejor te sirven para tus libros.
Abel besó su copa.
-Tendrías que mostrarme algunos -dijo. -¿A cuánto los vendés?
-Rabí me pagó cincuenta por cada adivinanza. Hace mucho. Cuando quise morirme.
-¿Y para qué precisás la guita, si se puede saber?
-Para comprarle una pulsera a Paloma.
-Está bien. Mostrame alguna cosa, después.
-Tengo una adivinanza. ¿Quiénes son los hermanos de un rico?
Abel tomó más whisky. El andante empezaba.
-No sé. Me rindo -dijo.
-Los billetes.
El hombre sacó un billete arrugado y preguntó:
-Cien está bien.
-Ta bárbaro.
-Tomá. Pero tratá de no sentirte hermano de este billete. Seas rico o no seas rico.
El chiquilín abrió la cantimplora medio llena y volvió a colocar el tapón presionando los cien pesos.
-Cómo era que se llamaba el poeta que hizo este disco -preguntó.
LOS CARRO se habían mudado a los bloques de enfrente un año y medio atrás. La madre de Tato se llamaba Fantina y era amiga de Abel desde la adolescencia. Esa noche tocó timbre en lo de los Rosso pasadas las doce.
-Estabas durmiendo -preguntó por el portero eléctrico.
Abel dijo que no y atravesó pesadamente el living. Fantina trabajaba dieciséis horas diarias y tenía el ojo izquierdo desfigurado por un aleteo permanente.
-Adiós, consuegra -dijo el hombre calvo y barbudo, terminando de abrocharse la camisa. -Pasá.
-Disculpá que te joda a esta hora, pero Tato me va a terminar de enloquecer. Yo no sé más qué hacer con ese chiquilín.
Fantina tenía treinta y cuatro años prolijamente llevados pero ya había perdido para siempre la hermosura física. Prendió un cigarrillo.
-¿Querés? -dijo.
-Dejé el verano pasado. Pero de vez en cuando peco. Dame uno.
-Veo que estás enterado de todo el despelote del casamiento en el tablado.
-Sí. Y no es ningún despelote, mujer. Son cosas de botijas. Y de murguistas.
-Pero Tato no es un botija: es un monstruo.
Abel fumaba con ganas.
-¿Y sabés quién acaba de aparecer en escena, para completarla? -bajó la voz la mujer. -Mi madre. Me llamó por teléfono al trabajo para decirme que Tato le había vaciado una botella de moscato Faraut. Que no sabe cómo hizo, pero que cuando se fue le faltaba el moscato.
-Disculpame, ¿pero quién puede creerle algo a tu madre, a esta altura? Últimamente el botija ha andado bien, además. ¿Ya hablaste con él?
-No. Tato está llorando hace media hora porque la hermana mató de un chancletazo a una cucaracha que entró por la ventana. Dice que tenía derecho a vivir. La cucaracha.
Abel aplastó el cigarrillo.
-Pero además yo venía a hablarte por el asunto de los poemas y las adivinanzas -dijo Fantina. -Me contó algo Alejandra. No le sigas comprando esas cosas, por favor. Últimamente le ha venido una desesperación tan grande por la plata que lo voy a tener que volver a llevar a la psicóloga. No tendría que haber dejado de ir nunca. Pero no me dio el cuero.
-La obsesión por la plata es normal, a esa edad.
El ojo izquierdo de Fantina se puso casi bizco.
-Nada es normal, Abel. Y están solos todo el día. Ahora acabo de conseguir una mujer que va a venir a limpiar y a cocinarles. Esperemos que dure. Bueno, me voy. ¿Qué le puedo explicar al monstruo sobre la cucaracha?
-Explicale lo que le hubiera explicado el padre, si estuviera aquí.
Fantina prendió otro cigarrillo en la puerta.
-Y qué le hubiera dicho Tarzán -preguntó.
-Que la justicia que uno quiere que exista no existe. En el Penal hablábamos mucho con Tarzán sobre eso.
6 / LUZ
UN SÁBADO de primavera atravesaste la Plaza Matriz despeinada por el verdor sedoso de los plátanos y te frenaste frente a la catedral a mirar largamente las estrellas y al entrar al cabaret recibiste la noticia de que Sixto Juárez estaba llamándote por teléfono cada media hora: yo recién había comprado el diario y volví a vichar la foto del bebé escrachado en primerísima plana porque jugaba de titular nada menos que en un clásico de rompirraja Qué querrá preguntaste Que lo vayas a ver al hotel Oceanía me dijo el barman: y a los cinco minutos sonó el teléfono y volviste a atender y escuchaste un estertor de alivio Estoy aquí en la concentración se quejó Sixto Y no voy a poder dormir si no venís Más bien que si me dejaran entrar a tranquilizarte no apolillarías hasta el próximo clásico murmuraste: me lo agarré un poco para la chacota porque daba la impresión de estar jodido de veras y él gritó Preciso que me perdones Momo ya te perdonó campeón retruqué de la bemba para afuera Pero vos no gritó él Necesito que me tengas fe mi amor: y te apoyaste en una banqueta y pediste una copa por señas Mi amor aullaba él hasta que se cortó la comunicación y ya no hubo llamadas Le dieron la captura te explicó el barman Lo que yo no entiendo es para qué carajo quiere que vaya al Oceanía razonaste en voz alta Para verte morocha eso ni se pregunta dijo el viejo desnudando unos dientes picados y piadosos: y al llegar tambaleando al conventillo le golpeaste la puerta a Cirilo y lo encontraste con la cara deshecha y lo curaste como a un gatito Esto me pasa por ser una marica boba gemía el único negro uruguayo capaz de candombear con el esqueleto incandescente Porque yo no soy loca soy boba y a veces hago entrar a cualquiera de lástima nomás Eso nos pasa a todas lo consolé y él dijo Está bien Lucecita no re revientes más ayudame a acostarme y prendele una vela a la Virgen por favor y yo lo acomodé y antes de irme le acaricié los pedazos sanos de la cara y se durmió enseguida: y al entrar a tu pieza ya se te había pasado la borrachera y el silencio era un pozo y cuando te acostaste a fumar empezaron los timbrazos telefónicos a perforarte la memoria hasta que no aguantaste más y manoteaste la cartera para frotar las fotos de once años atrás Ahora se va a dormir el bebé canturreabas y me desperté con las fotos en la mano y el sol entrando desde el corredor y pegué un salto y enchufé la cabeza en la palangana y corrí a lo de la Pocha justo cuando Solé gritaba el quinto gol bolsilludo y decía que Juárez había quedado pegándole piñazos al pasto como si la cancha tuviera la culpa: A la mierda pensé y me arreglé a cien por hora y me puse los lentes negros y una pañoleta en la cabeza y llevé un paraguas por si las moscas aunque ni el taximetrista me reconoció y me quedé quietita abajo de una acacia blanca mientras la gente salía puteando o riéndose del Barba Juárez: y entre la luz horizontal viste desaparecer los frankfurteros los carameleros los sorocabaneros y las bañaderas de los jugadores sin que subiera Sixto y los coches de los dirigentes menos el Cadillac de D’Artagnan y te cobijaste con el paraguas: yo tenía veintiún años y era la reina de los carnavales y arrasaba con todos los concursos de baile organizados en la frontera y un día una hermana de mi patrona se las arregló para llevarme a un asalto que había en el Club Uruguay y allí me entreveré con la crema de la crema disfrazada de Virgen negra: nunca supiste cómo no te echaron ni en qué momento entró Sixto disfrazado de golero y atravesó el salón de punta a punta para reverenciarte y después que bailaron toda la noche se arrodilló y alzó su rostro lampiño y falto de mentón y declaró cegado por un flash Soy de Tacuarembó y en quince años de vida nadie me dijo que la patrona de Rivera era usted señora: y de repente vi salir a D’Artagnan ladeado por otro coso engominado y pasar frente con el pucho corcoveándole en la jeta y decir Si se quiere pudrir sentado en el vestuario que haga lo que quiera y apenas arrancaron cerré el paraguas: la tarde se anaranjaba y dos o tres pétalos remolinearon y se te pegaron en las mejillas como papel picado y casi corriste hasta la entrada para jugadores donde te frenó un negro desdentado El señor Sixto Juárez no está dijo El señor Sixto Juárez me está esperando a mí ladraste y le clavaste un peso en la mano: Ojo que no podés dejar pasar a nadie más le dije antes de entrar al vestuario y me metí en aquel horno con olor a pata y a linimento y me encontré al bebé desnudo en un banco de madera y apenas nos miramos: entonces entendiste y aceptaste y te hincaste mirando fijamente el ojo de la garza y no te subió a los labios otro deseo que el del caballero de Asís: Yo a vos te tengo fe dijo Sixto empujándome la cabeza y allí fue que escuché los tacos de D’Artagnan y me quedé quietita Hijo de puta dijo el fazendeiro Me ganaste la apuesta y Sixto me soltó y gritó No le creas Lucecita y yo me la banqué con los ojos cerrados hasta que vomité.
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