traducción de José Ferrater Mora
QUINCUAGÉSIMOSEGUNDA ENTREGA
XVII
KIERKEGAARD Y LUTERO (2)
En lo que a él atañía, Kierkegaard tenía todas las razones para afirmar que en su vida el “tú debes” había vencido al amor. Esto es un hecho, y con los hechos no se discute. Todos los hombres están convencidos de que no se puede discutir con los hechos. Pero, ¿de dónde extrae Kierkegaard la certidumbre de que cuando tenga que elegir entre el amor y la inmutabilidad del propio Dios obrará como Kierkegaard? Si hubiese querido recordar las “relaciones con Dios” que mantenía su héroe preferido, el padre de la fe, Abraham, habría podido convencerse de que Dios no estaba tan apegado a su inmutabilidad como lo hubiesen deseado los teólogos filósofos. Dios decidió destruir Sodoma y Gomorra, pero renunció a sus designios cuando oyó el clamor y los ruegos de su esclavo. Es evidente que no fue la Escritura la que insinuó o, mejor dicho, sugirió a Kierkegaard que Dios es absolutamente inmutable: en esta ocasión tuvo indudablemente que intervenir otra instancia. Y hay motivos para creer que no era tampoco la Escritura la que inspiraba a Kierkegaard cuando, a propósito de los episodios de los Hechos de los Apóstoles antes citado, glorificaba la misericordia incapaz de hacer nada. Y es completamente cierto que cuando corregía las parábolas evangélicas sobre el sol que sale tanto para los buenos como para los malos, y sobre los lirios de los campos vestidos más suntuosamente que el rey Salomón, Kierkegaard obedecía a una cierta instancia que descubrió (o, mejor, que le fue descubierta) fuera de la Biblia. El propio Kierkegaard nos ha dicho que Dios no obliga al hombre. Ahora bien, los horrores obligan, los horrores son espantosos justamente en la medida en que obligan. ¡Y cuán fuerte es la coacción que ejercen! Recordémoslo: ningún verdugo, por implacable y cruel que sea, puede ponerse en parangón con la ética. Pero la ética no está sola. A su lado alienta tiodavía la eternidad: todos los escorpiones de que pueda jactarse el ser empírico no son nada en comparación con las torturas que la ética reserva para quienes se rebelan contra sus leyes.
Ahora se “comprende” por qué Dios no puede resolverse a renunciar a su inmutabilidad y a responder a los clamores de su Hijo. Tampoco Dios se atreve a desobedecer a la eternidad. El mismo Dios, claro está, no obliga a nadie. Pero la eternidad no se siente más incómoda al lado de Dios que junto a los hombres. Si Él hubiese osado atacar su propia inmutabilidad, esta se habría lanzado sobre Él, aun siendo el propio Dios, todos sus “horrores”. Y en comparación con estos las torturas que le infligieron las invocaciones de su Hijo hubiesen parecido juegos de niños. La eternidad es, como la ética, todopoderosa. Son las únicas realidades que detentan el poder, pues no desprecian la “coacción” y han logrado, además, convencer a los seres vivientes y conscientes de que no hay motivos para despreciarla. Tampoco se puede atacarlas por medio de amenazas, esas realidades no temen los horrores, los horrores no les pertenecen. Presentan a los hombres y a Dios sus inexorables exigencias, y no se limitan a exigir, sino que quieren también que tanto los hombres como Dios hallen en la exigencia su propia felicidad. ¿Estuvo Kierkegaard a la altura de la situación? ¿Conoció efectivamente la “beatitud” cuando hubo vencido su amor “finito” en nombre de los “tú debes” de la eternidad? ¿Y disfrutó Dios también de la “beatitud” cuando se apartó de su Hijo para conservar su inmutabilidad intacta?
Raras veces han sido proclamados con la energía que para ello empleó Kierkegaard los derechos de lo eterno y de lo ético sobre los mortales y los inmortales. Por lo demás, el propio Kierkegaard no se atrevía a hablar abiertamente de estas cosas. Aquí más que en ninguna otra parte recurrió a la “expresión indirecta” Y no puedo ocultar ni al lector ni a mí mismo que, al citar los pasajes anteriores, he intentado ante todo hacer patente el “silencio” de Kierkegaard, es decir, he procurado más bien subrayar lo que calló que lo que dijo. Pero era indispensable obrar de este modo, pues lo que él calló y lo que todos nosotros callamos es infinitamente más importante y más significativo que lo que todos, inclusive Kierkegaard, decimos.
¿Cuál es el amor que obliga a Dios, a ese Dios que es el amor, a permanecer sordo hasta frente a las invocaciones y llamados de su Hijo? ¿Y cuál es esa inmutabilidad que ha podido reducir y paralizar el amor divino? Y, en fin, para plantear la última cuestión: ¿cómo sabe Kierkegaard que existe en el mundo una “coacción” capaz de forzar al amor divino a inclinarse ante la inmutabilidad? Kierkegaard se refiere a su experiencia, y lo hace evidentemente de buena fe, por lo menos en una cierta medida. Mas, ¿proporciona la experiencia juicios “generales y necesarios”? ¿Los proporciona sobre todo esa experiencia a que aquí nos referimos? Kierkegaard amaba a Regina Olsen más que a nada en el mundo. La necesidad de romper con ella le había trastornado hasta tal punto, que aun en los últimos días de su vida, cuando ella era ya la mujer de Schlegel, a pesar de todas las evidencias que repetían a Kierkegaard: es imposible que lo que ha sido no fuera, luchaba todavía interiormente para hacer valer sus derechos. Sobre su lecho de muerte no piensa en el tribunal de la eternidad de que en sus discursos tanto nos ha hablado. Se diría que espera que las evidenciads se aparten, se disipen, se transformen en una nada, dejando transparecer una verdad nueva absolutamente inconcebible para la razón: Regina Olsen, no pertenece a Schlegel, de quien es mujer, sino a Kierkegaard, que la ha abandonado y que durante esta vida no ha llegado a hacer otra cosa que rozar su sombra.
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