traducción de José Ferrater Mora
QUINCUAGÉSIMOTERCERA ENTREGA
XVII
KIERKEGAARD Y LUTERO (3)
No sé cómo comprendían estas palabras aquellos a quienes iban dirigidas. Pero si lo que Kierkegaard decía podía tener el menor sentido, nos vemos obligados a admitir que un hecho tan trivial como el de su ruptura con Regina Olsen fue realmente un acontecimiento más importante que el descubrimiento de América o la invención de la pólvora. Pues si hubiese sucedido que en una cierta perspectiva invisible o inexistente para todos Kierkegaard hubiera logrado, a pesar de todo, hacer valer contra la evidencia sus derechos sobre Regina Olsen, entonces todos los fundamentos de nuestro “pensamiento” habrían quedado sacudidos. Entonces la filosofía se vería obligada a abandonar a Hegel y a acercarse a Job, a alejarse de Sócrates y a aproximarse a Abraham. Entonces se necesitaría abandonar la razón para confiarse a lo Absurdo. Y nuestras verdades fundamentales e inmutables se transformarían en “sueños alados”.
Pero un pensador tan radical y tan valeroso como Duns Escoto, que no temía barrer la “ética” en la medida en que le obstruía la ruta que conduce hacia la arbitrariedad divina (hasta hoy ni los filósofos ni los teólogos han podido perdonarle esa audacia), aun el mismo Duns Escoto no se atrevió a admitir que Dios pudiera hacer que lo que ha sido no fuera, así como no se atrevió a poner en duda el principio de la contradicción. Estaba convencido de que aquí comienza el dominio de las verdades increadas, independientes de todo y de que, por consiguiente, aquí nos vemos obligados a reconocer los límites de todo poder divino. Pero ante los horrores que se abatieron sobre Kierkegaard, esas verdades también se tambalearon: para Dios todo es posible; Dios puede hacer que lo que ha sido no fuera; Dios se halla por encima del principio de la contradicción. Está por encima de todas las leyes. “Si hubiera poseído la fe, no me habría obligado a abandonar a Regina”, nos repite incesantemente Kierkegaard. Y ahora se puede decir: cuando venga la fe, vendrá también Regina. Y todas las “dudas” acerca de si, tras pruebas tan pesadas como las que había vivido Kierkegaard, le es posible al hombre amar de nuevo con un amor joven y despreocupado -dicho de otro modo, si es posible para el hombre que ha probado los frutos del árbol de la ciencia acercarse de nuevo, peronados sus pecados, al árbol de la vida-, todas esas dudas se desvanecerán por sí mismas: los “horrores” que, procedentes del individuo, han sido introducidos en la misma substancia del universo harán saltar los muros tras los cuales se han atrincherado todos nuestros “imposibles”. Los aullidos y las maldiciones de Job habían hecho vacilar ya esos muros: ¿resistirán ante la impotencia de Dios? La cobardía humana -o, más exactamente, la debilidad humana- no pueden soportar lo que le dicen la locura y la muerte. Pero Dios, no el Dios de Hegel y de la filosofía especulativa, sino el Dios de la Biblia, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, ¿permanecerá también sordo a los clamores de la locura y de la muerte?
Recordemos una vez más las palabras de Kierkegaard: “mi dureza no procede de mí”. Vamos a vislumbrar ahora, si no de quién o de dónde procede tal dureza, cuando menos por qué Kierkegaard hablaba con tal frenesí de la “ferocidad” de la más “dulce” de las doctrinas. Kierkegaard utilizaba los “horrores” para forjarse con ellos un arma terrible contra las verdades eternas e inquebrantables de nuestra razón. Si la razón es la fuente de las verdades, y si sus aliados, “lo ético” y “lo eterno”, disponen sobre el ser del poder que les otorgaba el más sabio de los hombres, entonces los hombres y el propio Dios están condenados a las más insoportables torturas. Kierkegaard no se limita ya a pedir a Job permiso para unir al suyo su propio destino. Presiente que tiene derecho a dirigir la misma petición al Creador. Dios le comprenderá, pues cuando tuvo que “sacrificar” su amor a la inmutabilidad experimentó lo que sintió Kierkegaard al verse obligado a romper con Regina. Él no se atreve a desobedecer a la ética, aun cuando en ello estribe su mayor deseo. Y como Kierkegaard, Él se ve obligado a ocultar ese deseo: también Él tiene “un secreto frente a la ética”. Habría querido ser el amor, pero obra como si fuese la inmutabilidad. Se siente tan incapaz de hacer nada por su hijo como se sintió Kierkegaard ante Regina Olsen. El implacable “tú debes” paraliza su libertad. Pero no sólo no puede responder a la invocación que le dirige su Hijo crucificado; debe también dar a entender que el amor impotente y que la misericordia impotente son “lo único necesario” destinado a los mortales y a los inmortales.
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