sábado

JOSEPH CONRAD - TIFÓN



DÉCIMA ENTREGA


IV (3)

El capitán MacWhirr le había hecho entender a Jukes que tenía que ir allá abajo, para  informarse.

-¿Qué es lo que debo hacer, capitán? -El temblor de todo su cuerpo mojado hacía vibrar su voz como si estuviera balando.

-Primero ver. .. Contramaestre. .. dice... a la deriva...

-El contramaestre es un maldito idiota -bramó, tiritando, Jukes.

El absurdo de lo que se le exigía sublevó a Jukes. Era reacio a ir, como si creyera que  el barco se fuera a hundir justo en el momento que él dejara el puente.

-Tengo que saber..., no puedo dejar...

-Ya se las arreglarán, capitán.

-Pelean..., el contramaestre dice que pelean... ¿Por qué?..., no puedo... permitir peleas  a bordo... Preferiría tenerlo a usted aquí..., en caso... de ser yo barrido... al mar... Deténgalos en alguna forma... Vaya a ver... y dígame... por el tubo de la sala de máquinas... No suba... acá... muy seguido. Es peligroso... caminar por... el puente.

Jukes, colocado en un aprieto, tuvo que escuchar estas horribles posibilidades.

-No quiero... perderlo... mientras... el barco... no esté... Rout..., buen maquinista...  Barco... puede... salir a salvo... todavía...

De súbito, Jukes comprendió que de todas maneras tendría que ir.

-¿Cree que se puede salvar, capitán? -gritó.

El viento devoró la contestación, pero Jukes alcanzó a oír una sola palabra, pronunciada con energía:

-Siempre...

El capitán MacWhirr soltó a Jukes, e inclinándose sobre el contramaestre, ordenó:

-Vuelva con el oficial.

Jukes sólo sabía una cosa: ya no tenía ese brazo sobre sus hombros. Se le había despedido con sus órdenes..., para hacer ¿qué? Estaba tan exasperado, que inadvertidamente se soltó de su soporte, y de inmediato fue arrastrado por el viento. Le pareció que nada podría impedirle ser volado por sobre la popa al mar. Rápidamente se dejó caer y el contramaestre que lo seguía se le dejó caer encima.

-No se vaya a levantar todavía, señor -exclamó el contramaestre-. Hay tiempo.

Una ola los cubrió. Jukes oyó al otro murmurando que las escaleras del puente habían sido voladas.

-Lo voy a ayudar a bajar, despacio, con las manos, señor.

También lo oyó vociferar que más probabilidades tenían las chimeneas de caerse fuera de borda que de permanecer donde estaban. A Jukes esto le pareció muy posible, y se imaginó los fuegos apagados, el barco impotente. A su lado, el contramaestre continuaba vociferando.

-¿Qué? ¿Qué es lo que sucede? -preguntaba Jukes, desesperado, y el otro decía: -¿Qué diría mi vieja si me viera ahora?

En el pasadizo ya se había infiltrado una gran cantidad de agua que salpicaba todo en la obscuridad. Los hombres estaban quietos como  la muerte; pero Jukes, tropezando con uno de ellos, se puso a injuriarlos salvajemente por  estar en el camino. Dos o tres voces ansiosas y débiles preguntaron:

-¿Tenemos alguna esperanza?

-¿Qué les pasa a ustedes, idiotas? -contestó brutalmente. Tuvo deseos de dejarse caer  entre ellos para no levantarse nunca más. Pero los hombres parecieron regocijarse, y, multiplicando las advertencias obsequiosas de "¡Cuidado! Preste atención a la escotilla",  lo dejaron caer cuidadosamente dentro del pañol.

El contramaestre se desplomó detrás de él y, no bien se hubo enderezado, comentó:

-Ella diría: "Te viene bien, viejo imbécil; esto te enseñará a no irte al mar haciéndote
el marino".

El contramaestre tenía un poco de dinero y se complacía en hacer alusión a esto con  frecuencia. Su mujer -una matrona gorda- y sus dos hijas crecidas tenían una verdulería en el barrio este de Londres.

En la obscuridad, Jukes, que se tambaleaba sobre sus piernas, escuchó un zapateo  tenue. Una gritería apagada le llegaba de muy cerca; y desde arriba los ruidos más fuertes  de la tormenta descendieron sobre estos otros. La cabeza le daba vueltas. Él también, encerrado en esa pieza, encontraba insólitos y amenazantes los movimientos del barco, que sacudían y minaban su voluntad como si fuera ésta la primera vez que viajaba.

Tuvo la tentación de salir de allí; pero el solo recuerdo de la voz del capitán MacWhirr lo imposibilitó. Se le había dado la orden de inspeccionar. Hubiera querido saber para qué. Enfurecido se dijo: "¿Qué es lo que voy a ver?"

El contramaestre, dando tumbos, le advirtió que tuviera cuidado al abrir la puerta; había una feroz pelea allí adentro. Y Jukes, como sufriendo un gran dolor físico, se preguntó por qué diablos estarían peleando.

-¡Por los dólares ! Dólares, señor. Todos sus cofres de porquería se les han reventado, las malditas monedas se desparraman por todos lados, y ellos, en el afán de encontrarlas, se derriban desgarrándose y mordiéndose como locos. Hay un verdadero infierno allí dentro.

Jukes abrió la puerta convulsivamente. El pequeño contramaestre dio una ojeada por  debajo de su brazo.

Una de las lámparas se había apagado, posiblemente quebrada.

Gritos guturales y de rencor llegaron a sus oídos, junto con el sonido de pechos palpitantes al esforzarse. Un golpe rudo se sintió contra el costado del barco; el agua caía sobre el puente con un ruido ensordecedor; y en el primer plano de la penumbra, allí donde el aire era rojizo y espeso, Jukes vio una cabeza golpeándose violentamente contra el piso, dos gruesas pantorrillas agitándose en el aire, brazos musculosos enroscados a un cuerpo desnudo, una cara amarilla, la boca abierta, que, mirándolo fijamente, volvió la vista para desaparecer deslizándose.

Un cofre vacío se volcó ruidosamente; un hombre, de un salto, cayó de cabeza, como si hubiera sido encumbrado por un puntapié; más allá, otros pasaban veloces, confusos, como piedras precipitadas desde una pendiente, cayendo sobre el piso, de pie, y agitando los brazos violentamente. La escalera de la escotilla estaba llena de coolies como un enjambre de abejas sobre una rama. Colgaban de los escalones en racimos que se movían y trepaban y golpeaban salvajemente la parte interior de la bodega cerrada; entre medio de las lamentaciones, se oía cómo pasaban allá arriba los torrentes de agua. El barco se inclinó más y empezaron a caer, primero uno, después dos, y, finalmente, todo el resto junto se desprendió lanzando un gran alarido.

Jukes estaba aterrado. El contramaestre le rogó con brusca ansiedad: -No entre allí, señor.

El entrepuente parecía girar sobre sí mismo. El barco, sin dejar de sacudirse, se elevó  sobre una ola, y Jukes tuvo la impresión de que todos esos hombres se le iban a caer encima, en una sola masa. Retrocediendo, cerró la puerta y aseguró el pasador con manos  que le temblaban.

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