lunes



PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO

VIGÉSIMA ENTREGA

9 / REITERACIONES Y REMINISCENCIAS (1)

Encuentro en sus textos y conversaciones un violín y un tío reminiscentes.

Sacadas a orearse, algunas intrascendencias se tornan trascendentes y algunas trascendencias resultan vagas intrascendencias. Recuerdo aquel violín que declinó el rumbo y resbaló al olvido, como cae el pez sin uso a la profundidad abisal. ¿Puede tal violín atávico, descamisado y sin madera, recuperar la tarde y ser el objeto orfebrerado y fabulosamente vidriado de sudor? Resurge porque tuvo cuerdas y atendí sus conciertos domésticos y sus vibraciones de portal. Tío se lo encajaba torácico y como una abultada daga, para alcanzar el fino quejido musical y vivir de evanescencias en cualquier noche otoñal. El violín a ratos recuperado, libre del encierro de la doble llave del escaparate y el tiempo, interceptando luces y despidiendo cencerros, es el despliegue de la alfombra enrollada de la niñez. ¿Quién afirmó, caramba, que el sinsonte regresa culposo al nido infantil? Bueno, de violines y sinsontes se opinan cosas muy semejantes.

El violín represado se torna mágico en las recuperaciones y suelta una música incitante e imposible, porque hasta recuerdo a los pájaros bailando en las azoteas. Tío Andresito exhibió sus maneras de soplar el café sin soltar el arco, mezclando con la mano maestra aromas y armonías. Andresito, eso lo vi también, calibraba la hembra atractiva siguiendo el hilo de las cuerdas. Las miraba con fulgor tal, que la música sonaba deshonesta y lasciva y acechaba la oreja femenina por todo el salón. Vivió a gusto algunas de tales persecuciones y, sin embargo, había un instante en que aflojaba el cuello lánguido de flamenco y se aletargaba en el éxtasis, dominado más por la locura de afinar y deleitar. Lo recuerdo como macho apasionado, pavo tenaz, desgarbado y donjuanesco, aunque algunas noches lo soñé mofletudo e hinchado de carrillos en un embrollo en que confundí cierto instrumento de viento con una nalga fondilluda y otros de percusión con una inverosímil recua de chivas y orubás. En definitiva, predomina el retrato de una criatura atravesada de diabéticos temblores y nostalgias, de carreritas furtivas, pero siempre a la vera de su violín. Llegó la era de guardar el instrumento y otras en que el tío partió y el óvalo de madera permaneció bajo llave, aguardando nuevos menesteres. Para mí apenas hay más que aquel violín, que trasciende su rincón y llega a instalarse recurrentemente en algunos de mis atardeceres.

En alguna página usted revela que los seguidores de Pitágoras “le situaron un alma a las estrellas”. Ayer asoció a Pitágoras con la suma constante o inconstante de las almas. ¿Duda de esa alma? ¿Ni un alma en las estrellas?

¿A qué criatura seguidora de trasquilados filósofos se le denuncia por trasegar con almas? Los filósofos ganan celebridad por sus afirmaciones menos comprobables. Una estrella como alma es algo bien distinto a un alma en las estrellas, aunque este último rútilo se hizo pirotecnia con Giordano Bruno, que en fin de cuentas fue un alma comprobada del tercer brillo del sistema solar. Tengo mis dogmas, todos los aconsejables, porque algunas cuestiones mejor ni discutirlas ni con uno mismo. Sin embargo, resulta ser aristotélico de cinco a siete y no serlo a las ocho, porque a esa hora sirven la cena y es conveniente distanciar el abdomen. No es denuncia, amigo: la poesía no resiste denuncias, delaciones ni espionajes, por líricos que sean. Por otro lado, hoy ya ni la filosofía trata de imitar a la realidad, tan desconocida como la irrealidad, mientras que el arte se aleja rápido de esos prolegómenos. Me atrevo a afirmar exaltado que cada pulgada tiene su alma, incluso el ente más lejano, por lo relativo del concepto lejanía y porque sabemos que perdura una sustancia llena de vacíos y de sí misma.

Por supuesto, los pitagóricos creyeron los que les vino en ganas. Yo, por tanto, incluso, no le encuentro rendijas ni ventanas al asunto de creer o no creer en los pitagóricos. Más fascinante que creer o no creer, es crear. Y si uno desea crear, coloca el alma donde se le antoja, en la cantidad suficiente o deseada, y deja esas dudas a la inmensa legión de los espectadores. Los pitagóricos disfrutaron su esplendor y a estas alturas ellos mismos son almas y típicas lejanías titilantes.

Hay una reiteración del amarillo y de Van Gogh en sus ensayos. ¿Son viejas lecturas y sustancias que continúan en órbita?

De Van Gogh interesa su manera raigal de captar esencias y ser legítimo. Y cierto, pintores y colores saltan como liebres en las inmediaciones de mi sillón. Siempre laboro en nuevas respuestas disponibles: no es suficiente lo que se haya dicho, porque nos llegará la hora de guardar silencios. Amarilla es la yema eventual, que engendra y alimenta. Amarillo es el genoma que coloca al canario en sus mutaciones, por debajo de un sol prolongado y robustamente amarillo. Inobjetable es que la luz al menos aquí alumbra amarilla y que cualquier cuerpo que se aclara y mueve o encandila y aturde, lo hace sumergido hasta el cuello en esa crispadura. Las imágenes entran lentas y vacuas al agua del revelado y emergen con protuberancias amarillas. Recuerdo una lagartija que cuando divisaba a la mosca rastrillaba de inmediato su pañuelito amarillo. Y en mi memoria predomina un patio que retorna amarillo de la noche.


Las horas absortas de la adolescencia fueron apuntalando una vibrante percepción, hasta el día en que me arrodillé al pie de una oreja sangrante. Entendí que se trataba de una oreja apenada por la cabeza ausente. El golpe de la oreja decapitada fue como una manopla. ¿Quién se deshace de una oreja con el ánimo de no perdurar mutilado de otras señales? Estupor inaugural. Y comienza mi amor por los locos, contaminado de una extraña añoranza por el amarillo oleaginoso. Experimento un cambio de ropajes y una mudanza de cambios. La oreja me visita hasta el retrete, exigiendo siempre algunas confidencias. Hago el intento de vivir con tres orejas y a poco siento que sobran las dos mías. Alcanzo, por añadidura, ciertos presupuestos. El Van Gogh sin la oreja es el Van Gogh cierto. El anterior es un proyecto ambicioso, un esbozo sensible que camina hacia la espléndida navaja. El gran minusválido, amputado de su ínfima sordera, lanza amarillo con su paleta contra el rostro del mundo y expone su otra oreja mortal.

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