sábado

MARIO LEVRERO - ALICE SPRINGS (EL CIRCO, EL DEMONIO, LAS MUJERES Y YO)


TERCERA ENTREGA

III
LA MUJER
Gracias a la enfermedad de Peter y a la paciencia paternalista de Dante, llegamos a juntar unos sesenta dólares en pocos días. Al mismo tiempo descubría con divertida extrañeza mi gran habilidad para atender a los parroquianos. Dante había resistido firmemente todos mis embates, hasta que al fin me cansé de jugar al niño perverso e intenté colaborar conmigo mismo; así la vida se hacía más llevadera. Dante estaba cada día más satisfecho.
Una tarde bastante fría del mes de junio, la profesora de fran­cés loca que hablaba con los perros y los caballos entró a la taberna, lo cual no dejó de sorprendernos. Hasta ese momento no se había dignado mezclarse con los seres humanos, fuera de su trabajo en el Colegio. Se sentó a una mesa y yo me acerqué.
-Whisky, please -dijo. Yo no podía desperdiciar aquellos tres largos años perdidos en el liceo:
-Oui, mademoiselle. A vôtre service -dije, haciendo una pequeña reverencia. Entonces la francesita sonrió, se le formaron hoyue­los en las mejillas, me miró a los ojos y vi los ojos más extraordi­narios de la tierra. Todos los músculos se me aflojaron de golpe, completamente hipnotizado, y fui flotando hasta la repisa y volví flotando con el vaso de whisky. Arrimé una silla y me senté fren­te a mademoiselle, apoyando los brazos cruzados sobre la mesa, sin poder separar mis ojos de los suyos-. Je vous aime -dije, casi involuntariamente, sin llegar a extrañarme de las palabras que brotaban de mí con total naturalidad. Ella arqueó levemente las cejas, pero siguió sonriendo con hoyuelos en las mejillas y con los ojos llenos de chispeantes demonios de Maxwell.
-Vous êtes fou, monsieur -respondió-. Et, en plus, je suis marée, et mon man est en chemin. Il arrive Dimanche.
-Ça n’en fait aucune difference -respondí fríamente-. Je vous aime. C’est tout.
Me levanté y salí a la calle, silbando “La vie en rose”. Todo había cambiado radicalmente. Alice Springs resplandecía a la luz de un tibio sol primaveral que jugaba en las calles; el cielo era límpido y azul, el aire dulce, la gente amable y bondadosa. Era muy fácil caminar leguas así, sin sentir cansancio; podría haber atravesado los kilómetros del desierto sin perder esa blanda sensación. Estaba enamorado.
De noche no acepté jugar a los naipes. Tampoco tenía ganas de beber. El grandote miraba con disimulada preocupación mi sonrisa inusual y mis ojos extraviados.
-¿Tienes algo que hacer el domingo? -le pregunté, después de una larga cavilación.
Por supuesto, Dante negó con la cabeza.
-Tenemos que matar a un hombre -le dije, y vi que se ponía aun más tenso-. Necesito un rifle con mira telescópica -Dante resopló-. ¿Alcanzarán los sesenta dólares?
Movió la cabeza, ya sin disimular su gran preocupación.
-Escucha –dijo-, tal vez necesites descansar unos días. Tú no estás acostumbrado a trabajar así, y tal vez…
-No estoy loco, Dante. Cuando sonríe, se le forman hoyue­los en las mejillas… Dante trató de ser paciente.
-Hay muchos hombres a quienes, cuando sonríen, se les for­man hoyuelos en las mejillas. Es normal. Puede ser desagrada­ble, pero si uno fuera a matar a un hombre porque se le for­man…
-No seas imbécil, Dante. No es un hombre, es una mujer. Cuando sonríe, se le forman hoyuelos en las mejillas, y tiene la mirada más hermosa y más buena del mundo, con filamentos de oro que giran y se entrecruzan y despiden chispitas de oro, irradia plenitud, calor, vida, no sé cómo explicarte.
-Claro, claro -respondió Dante, y vi que estaba a punto de llorar-. Ya la mataremos el domingo; pero ahora sería mejor ir a dormir, ¿no crees? Has trabajado mucho estos días…
-Dante, imbécil irredento, es al marido a quien hay que matar. Llega el domingo, en la diligencia de las cinco. Ya lo tengo todo pensado. Tú entretienes a la gorda Jessie, fuera de su altillo; desde la ventana del altillo de la gorda se domina per­fectamente todo el panorama de la estación de la Wells-Fargo. Ella irá sin duda a recibir al marido y yo podré así reconocerlo, y con el rifle de mira telescópica será muy fácil terminar con ese imbécil. El único problema es conseguir el rifle sin despertar sospechas. Tal vez, fuera de este pueblo. ¿Qué te parece que se pueda hacer?
Dante comenzó a comprender que allí había algo.
-Vamos despacio -dijo-. Por favor, ¿quién es ella?
-La profesora de francés. Cuando sonríe, se le forman…
-Estás enamorado.
-Claro.

-Y el marido llega el domingo.

-Claro.
-Y hay que matarlo con un rifle de mira telescópica.
-Claro.
Dante suspiró.
-Y ella, en agradecimiento, te amará hasta el fin de sus días.
Eso era algo que no se me había ocurrido. En ningún momento había pensado que, probablemente, ella no estuviera tan enamorada de mí como yo de ella. Comencé a sentirme deprimido.
-Paciencia -dijo Dante-. Con paciencia todo se logra. Ya ves que logramos reunir sesenta dólares; ya no te caben dudas de que llegarás pronto a los quinientos. Con paciencia, también, podrás conquistar a la profesora. El marido no tiene importan­cia.
Nunca había imaginado tanta sabiduría en el grandote imbé­cil.
-¿Te parece? -pregunté, tratando de reanimar la esperanza.
-Sin duda -respondió con firmeza.
-Entonces, trataré de ganar terreno lo antes posible. Buenas noches.
Me fui a acostar temprano. Al día siguiente conseguí un ade­lanto del Sr. Jonathan y me compré un traje usado muy elegan­te y una corbata irresistible; y entre el miércoles y el viernes logré que Marie, la profesora, me aceptara dos invitaciones a tomar el té en una confitería de lujo. El sábado desapareció de la vista; y el domingo estábamos todos apostados en las inmediaciones de la agencia de la Wells-Fargo: Marie, parada exactamente en la puerta de la agencia; Dante y yo en una esquina, medio ocultos por un tonel para recoger el agua de la lluvia. Los minutos se alargaban y se alargaban a medida que se iban haciendo las cinco; la francesita permanecía inmóvil como un soldado. Dante y yo cruzábamos como sombras sigilosas de una esquina a la otra, tratando de divisar desde la mitad de la calle la nube de polvo de la diligencia, sin ser vistos por Marie. A las cinco de la tarde llegó la Wells-Fargo con su puntualidad legendaria. Vimos descender un puñado de pasajeros que rápidamente se dispersa­ron en abanico, como si después de la forzosa convivencia quisieran estar ahora lo más lejos posible unos de otros; vimos de­senganchar los caballos y llevarlos al establo, y Marie seguía sola, parada allí. El marido no había venido. Después de mucho rato logró ponerse en marcha, lentamente, hacia su hotel.
Estuvo enclaustrada durante una semana entera. El domingo siguiente, volvimos todos a esperar la diligencia, nuevamente en vano.
El lunes me aposté en la puerta del Colegio, con mi traje y mi corbata irresistible. Cuando ella salió, caminé a su lado sin decir nada. Su paso era rápido y me costaba mantener el ritmo. No me miraba. Yo le echaba miradas fugaces, de reojo. De pronto se detuvo, me miró con ojos llenos de furia y de lágrimas, y me dijo no.
Fue un “no” terminante, redondo, definitivo, lleno de odio hacia mí y hacia el marido y hacia todos los hombres del mundo. Siguió caminando y yo quedé parado, y luego me di vuelta lentamente y lentamente empecé, a andar hacia el altillo, lentamente, insensiblemente, mecánicamente. Me rondaban una cantidad de cosas sin forma pero yo no las dejaba entrar, cerraba cuidadosamente todas las puertas para guardar ese vacío interior que crecía y crecía. Subí pausadamente la escale­ra endeble y sin quitarme el traje ni los zapatos me tiré en la cama. El llanto fue surgiendo lentamente, suavemente, amable­mente, como el de un bebé que se despierta con hambre y empieza a llamar a la madre. Luego se fue transformando en un grito desgarrado y me tapé la cabeza con la almohada para no alborotar el hotel. No era yo quien gritaba; era un grito sin dueño que pasaba a través de mi cuerpo como por un tubo hueco, cobrando forma y amplificándose en mi cuerpo.
Dante soportó todo sin decir una sola palabra durante dos días. Al tercero, me dijo que se iba. Yo había dejado de llorar, y cuando no dormía me quejaba con una especie de canto monó­tono, con la vista clavada en el techo. Había perdido toda fuer­za, me sentía aplastado contra la cama, no podía mover ni un dedo. Como si toda mi energía hubiese provenido de la única fuente de la mirada de Marie, y alguien hubiese cortado con unas tijeras el hilo hipnótico que me había mantenido unido a ella, y a través de ella a la vida y al mundo. No sentía nada, ape­nas el dolor de la soledad del recién nacido, y todas y cada una de las cosas incluyendo mi propio ser me resultaban por com­pleto indiferentes. Sólo tenía una oscura necesidad de seguir resbalando sin prisa y sin pausa hacia la muerte.
-Me voy -dijo Dante, parado junto a mi cama, enorme­mente alto y sombrío.
-Dante -mi voz salió manejada por un centro nervioso totalmente ajeno a mi conciencia y a mi voluntad, tal vez un centro minúsculo ubicado en el dedo gordo del pie derecho-. Que venga Linda.
Linda era la prostituta más fea de Alice Springs. Era muy flaca y le faltaban unos cuantos dientes. Yo no sabía bien cuál era la idea del centro nervioso del dedo gordo, y me olvidé del asun­to durante el tiempo incalculable que a Dante le llevó ubicarla y convencerla de que viniera al altillo. Cuando la tuve ante mis ojos, a los pies de la cama, mi voz le ordenó que se acercara. Toda la escena era controlada por un Dante preocupadísimo, sentado ahora en un banquito en el rincón de la pieza opuesto al de mi cama.
-El saco -dije, y Linda creyó comprender y sonrió, mos­trando unos huecos horribles en la boca-. La corbata. La camisa. Los zapatos -me fue desvistiendo hábilmente-. Ahora, tu blusa y el sostén.
La vista de esos pechos menudos y caídos, uno ligeramente más grande que el otro, me dio cierta energía para darme vuel­ta, bocabajo.
-Ahora, dale con ganas -dije-. Con el cinturón, con todas tus ganas.
Linda comprendió al fin pero no terminaba de creerlo. Dudaba. Se oyó entonces la voz de Dante.
-Dale con ganas -dijo. Entonces Linda actuó con la mayor celeridad y eficacia. Se me subió encima y se sentó cómodamente sobre mis nalgas. El primer latigazo me sorprendió por el dolor increíble que me produjo; era exactamente como si me hubieran golpeado con un hierro caliente. El segundo fue peor. Linda comenzó a gozar; escuché una risita abominable e imagi­né esa boca llena de agujeros y mi espalda convirtiéndose en una especie de puré de pulpa de tomates, y apreté los dientes. No podía permitirme el menor quejido. El dolor que se iba acu­mulando llegó a ser inconcebible, no cabía ya dentro de mis límites; me incorporé, volcando automáticamente de espaldas a la prostituta, y sin transición me volví sobre ella, le subí la falda, le arranqué la minúscula prenda rosada y la poseí con la feroci­dad de un demonio de Maxwell encerrado durante siglos en una caja oscura. Por primera vez en su vida, supongo, la puta frígi­da llegó al orgasmo, y después no quería irse del altillo. Casi tenemos que tirarla escaleras abajo.
Retomé mi ritmo anterior al de aquella tarde maldita en que la profesora loca había entrado a la taberna a pedir su whisky. El Sr. Jonathan llegó a encariñarse conmigo, lo cual significaba que mi trabajo le rendía más que el de Peter, y pasé a ocupar ese puesto en forma oficial. Ya no lavaba vasos ni platos y tenía un sueldo bastante aceptable. Pronto podría regresar a mi patria y proteger a mi hija de los corruptores con patas de goma. Mi forma exquisita de atender al público había hecho progresar la taberna, la que lentamente se iba transformando en algo de mayor categoría. Pensé que no estaba lejos el día en que debe­ría declinar amablemente la invitación del Sr. Jonathan para que me asociara a su empresa en lugar de abandonar el país.
Cuando Marie volvió a la taberna, con aspecto de mujer que­brada, le serví té en lugar de whisky y la traté con una cortesía más bien indiferente. Después siguió viniendo, y una tarde, a mediados de año, después de tomar el té siguió sentada duran­te horas a la mesa. Como a las ocho de la noche me le acerqué. -Q´est-ce qu’il-y-a, la petite? -pregunté. Me miró a los ojos sin sonreír, de una manera muy especial. Me excusé con el Sr. Jonathan y nos fuimos al altillo.
A la mañana siguiente comprobé que los ángeles se habían ocupado nuevamente de Alice Springs, y la habían convertido en una especie de paraíso terrenal, la ciudad más hermosa de la tierra. Decidí colaborar con ellos y me tomé el día libre. Con la ayuda de Dante transformamos el altillo; lo pintamos, le pusi­mos cortinas y cuadritos, un jarrón con flores y una cama de dos plazas. Le dije a Dante que dispusiera libremente de mis ahorros y se fuera por un tiempo a otro lugar, por ejemplo al mejor hotel de Alice Springs, mientras las cosas buscaban su equilibrio.
Esa tarde Marie no apareció por la taberna ni por ningún lado y me sentí muy inquieto. A la tarde siguiente la fui a buscar a la salida del Colegio. La tomé de la mano y la llevé al altillo, que todavía tenía olor a pintura. Al amarla ese día, comprendí que nunca antes había amado. Estaba descubriéndolo todo, por pri­mera vez, minuto a minuto.
-Sabes -le dije, mirándola a los ojos, apoyado en mis codos-, ahora sé por qué no me suicidé a los catorce años, ni a los diecisiete, ni a los dieciocho, ni a los veintiuno, ni a los veintiséis, ni a los veintiocho, ni a los treinta. Est-ce que tu comprends?
Sonrió, con hoyuelos en las mejillas y chispas en los ojos marro­nes, verdes, dorados. Pero después los ojos se fueron apagando, se puso triste, se sentó en la cama y se vistió como para irse.
-No debiste hacer eso -dijo, señalando la pieza y los cua­dritos y las cortinas-. Me voy para Francia.
Mi mente se llenó con una odiosa sinfonía de Beethoven, una orquestación ampulosa llena de timbales y efectos germánicos. Algo estaba mal, incuestionablemente mal, muy mal, y la músi­ca, ahora decididamente wagneriana, tenía la misión de ahogar todas las voces interiores de rebeldía.
-Yo también -respondí de inmediato, manoteando para acomodarme a la nueva situación. Pero todo estaba mal, muy mal.
-No -dijo ella-. Tú te vas al Uruguay.
Dvorak; Sinfonía del Nuevo Mundo.
-Me voy contigo.
-Tu hija te necesita. Tu país te necesita. Allá hay mucho para hacer.
La Muerte y la Niña, por el Cuarteto Húngaro.
-Hay mucho para hacer en todas partes -dije, sin convic­ción- y, de todos modos, te voy a seguir adonde vayas.
La acompañé hasta el hotel, y después caminé por Alice Springs hasta el amanecer.
Atendí a mis parroquianos obsequiándolos con una versión silbada de la “Tocatta y Fuga”, que tuvo la virtud, al cabo de tres o cuatro horas, de irritar al Sr. Jonathan. Se puso el saco y se fue, mirándome con furia pero sin decir nada.
Dante notó enseguida que algo no andaba bien.
-Se va para Francia -dije.
-Es natural -respondió.
-Yo también me voy a Francia -dije.
-Es idiota -respondió.
-Dentro de quince días -dije. Él se encogió de hombros.
Los días siguientes fueron de una actividad múltiple y febril. Fingí aceptar que me quedaría en Alice Springs, para facilitar las cosas con Marie, al punto de que se quedó todo el tiempo en el altillo como si estuviera en su casa; vivía con total libertad su pequeña luna de miel reduciéndola a los estrechos límites de una aventura pasajera y feliz. Mientras tanto, yo trabajaba esca­samente en la taberna y conspiraba asiduamente con Dante. El ahorrativo Dante no se había mudado al mejor hotel de Alice Springs, sino a otro altillo infecto.
-Tienes que venir con nosotros -le dije, con los ojos bri­llantes-. París, la Tour Eiffel, les Grands Boulevards, le Follies Bergère…
Dante no decía nada. Me había olvidado por completo de que él seguía esperando a la imposible Mariarrosa.
-Pero el dinero no alcanza. No hay más remedio que asaltar al Banco.
Dante asintió. Yo no advertía, ensordecido por la música de Beethoven, Wagner, Dvorak y las canciones de Yves Montand, que todo se deslizaba con demasiada facilidad.
-Tomaremos sólo lo necesario para los pasajes -añadí, y Dante volvió a asentir-. Debemos planificarlo todo perfecta­mente; será un golpe limpio, admirable, científicamente calculado.
Le hablé del esquema de mi plan y acordamos turnarnos para espiar durante varios días la actividad del Banco. Al mismo tiempo, Dante debía ocuparse de conseguir armas, y yo un par de pelucas y pasaportes falsos.
El miércoles, ya hacia el fin del plazo de la aventura con Marie, volví a reunirme con Dante en una oscura taberna, muy lejos de la taberna del Sr. Jonathan. Pedimos bebidas y nos incli­namos sobre la mesa para hablar con susurros.
-El Banco cierra al público exactamente a la hora 18 -informé como resumen de nuestras observaciones-. A más tardar, los últimos clientes que suelen quedar dentro salen 18.15. A las 18.35 sale el último empleado, y a las 18.45 se va el gerente, el Sr. Parkinson, escoltado por un solo guardia. Adentro no queda nadie, ni guardias ni serenos. Parece que jamás hubo un asalto en Alice Springs.
-Entonces… -dijo Dante.
-Entonces tenemos diez minutos para actuar. Cuando sale el último empleado, a más tardar 18.35, llegas tú con tu disfraz de mensajero de la Western-Union y el telegrama falso. Yo vendré caminando como por azar y en el momento en que el guardia te abra la puerta, empujamos y nos meternos para adentro sacando las armas. Mientras tú entretienes al guardia, yo ame­nazo al Sr. Parkinson. Tomaremos sólo el dinero necesario para los pasajes. ¿Tienes las armas?
-Escondidas en mi altillo.
-OK. Marie ya tiene su pasaje. Sale el lunes a las 15 horas para Sidney en la avioneta local. El jet para Francia sale el mismo lunes a las 23. Por lo tanto, el golpe tiene que ser maña­na, jueves. Debemos tener el viernes de reserva por si falla algo; el sábado y el domingo el Banco está cerrado, y el lunes ya sería tarde para alcanzar el jet. Mañana, entonces, damos el golpe y salimos para Sidney en la avioneta de las 19.15. Tú sacas los pasajes, temprano por la tarde. ¿De acuerdo en todo?
-De acuerdo. Pero pienso que en Sidney tienen demasiado tiempo para atraparnos; hasta el lunes de noche.
-Correremos el riesgo. De cualquier manera ya me ocupé de las pelucas y los pasaportes falsos -efectivamente, había dado con un falsificador, cuyos turbios asuntos propios hacían difícil que sintiera tentación de delatarnos; por otra parte, yo conser­vaba en buen uso mi pasaporte auténtico. Las pelucas las había comprado Marie; le expliqué que se trataba de un encargo que me había hecho una tía de Montevideo. Después, a solas en el altillo, las había recortado y peinado aceptablemente para masculinizarlas.
-Ok.
-Ok.
Nos dimos un fuerte apretón de manos y nos despedimos hasta el día siguiente, a las 18 horas en mi altillo para repartir las armas, las pelucas y los pasaportes; 18.05 saldría él primero para llegar a las 18.30 separadamente cerca de la puerta del “Alice Springs & London Bank”. Con las solapas del sobretodo levan­tadas, tomamos direcciones opuestas al salir.
Volví a dormir abrazado a Marie. Su presencia magnética di­luía todos mis temores y por primera vez en muchos años podía dormir sin ensueños ni rechinamiento de dientes. De mañana, después del desayuno, ella se fue para el Colegio. Atendí ner­viosamente a mis parroquianos, controlando a cada rato el paso del tiempo en el gran reloj de la taberna. De tarde, después del almuerzo, Marie volvió al Colegio y yo pedí la tarde libre al Sr. Jonathan. Fui al altillo y me tiré en la cama, a fumar y a repasar mentalmente todos los detalles del plan. Como siempre que no estaba junto a Marie, la orquesta instalada dentro de mi cabeza me entorpecía los pensamientos. En los últimos días, se había enriquecido notablemente el sector de la percusión.
En el marco de la puerta abierta del altillo apareció la cabeza de Dante. Estaba parado en la escalera endeble y desde la cama se veía sólo su cabeza, siempre cubierta por el sombrero blan­do. Parecía una de esas pesadillas del Circo de Oklahoma. Serían recién alrededor de las tres de la tarde.
-¿Se puede? -preguntó.
Me sentí sumamente molesto.
-¿Qué haces aquí? Habíamos quedado…
-¿Se puede? -insistió. Le dije que sí, y me senté en la cama.
-¿Qué pasa?
Arrimó una silla y se sentó muy cerca. Me miró a los ojos sin decir una palabra durante largo rato.
-¿Qué pasa?
-¿De veras estás dispuesto? -preguntó.
-¿Dispuesto a qué?
-A toda esa historia estúpida. El asalto. El viaje. Todo eso.
Me agarré la cabeza.
-Dante, animal, no creíste una sola palabra.
Dante se revolvió en la silla.
-Te creí -dijo.
-No compraste las armas, no sacaste los pasajes, no tomas­te en serio nada de lo que hablamos. Nunca debí confiar en un imbécil…
-No compré las armas, no saqué los pasajes, pero te creí. Simplemente quería ver hasta dónde eras capaz de llegar. Por esa francesa que habla con los perros y los caballos.
-Los perros y los caballos… -comencé, pero me faltaron las fuerzas. Quería matar a Dante, pero ya no podía hacer nada. Pensé por un instante asaltar el Banco yo solo, a mano limpia, pero me di cuenta de que era absurdo. Todo había fallado. Marie se alejaba definitivamente de mi vida, todo volvía a per­der sentido de nuevo. Y para siempre.
-Los perros y los caballos -Dante se ocupó de continuar con mi frase-, merecen más que cualquiera de nosotros, hom­bres malos y estúpidos, que un ángel como Marie les dirija la palabra. Marie sería una mujer muy feliz si en el mundo sólo existieran perros y caballos. Pero en el mundo hay hombres. Como el marido de Marie. Como tú. Como yo. Como el Dr. Forster. Si en el mundo sólo existieran perros y caballos y Marie y tú y yo, entonces te pediría que la dejaras en paz. Pero en el mundo hay muchos hombres, y entonces, da lo mismo que el daño se lo hagas tú o cualquier otro. El grandote me estaba anonadando.
-Tú crees amarla, ¿verdad? Eres capaz de asaltar un banco, de matar a un marido con un rifle, de irte con ella a cualquier parte, ¿verdad? Me parece bien.
Metió la mano en el bolsillo del sobretodo raído y sacó el puño cerrado.
-Toma -dijo. Yo estiré la mano derecha con la palma extendida, y Dante depositó allí un pequeño huevo de oro macizo-. En la joyería me dijeron que vale lo suficiente como para un pasaje a Francia, y algo más. Lo miré con incredulidad.
-Y aquí están tus dólares -agregó-. Descubrí que yo tam­bién puedo lavar copas y platos y atender una taberna. Tal vez mejor que tú.
Sin poder decirle una sola palabra, lo vi desaparecer lenta­mente por la escalera endeble, como si el hueco de la puerta lo fuera cortando en rodajas desde los pies a la cabeza.
Me fue imposible encontrarlo en toda Alice Springs durante el viernes, el sábado y el domingo. El lunes no vino a despedirnos, pero desde la ventanilla de la avioneta que se ponía en mar­cha me pareció ver una figura larga y flaca que nos miraba soli­taria en la azotea del aeropuerto local.
El miércoles de mañana llegábamos a Orly, y al mediodía Marie y yo nos soltamos las manos para tomar las bandejas de “La Source”, el restaurante de autoservicio del Boulevard Saint-Michel. Me sentía radiante, pero por algún motivo, de vez en cuando, se me aparecía en primer plano la cara de aquel gran­dote, murmurándome sin tristeza ni asombro, con una total aceptación, la frase que resumía toda su filosofía de la vida: “nada es real”.

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