(Versión castellana de DIORKI)
DECIMOQUINTA ENTREGA
SEGUNDA FASE: LA VIDA EN EL CAMPO (6)
Suerte es lo que a uno no le toca padecer
Agradecíamos los más ínfimos favores. Nos conformábamos con tener tiempo para despiojarnos antes de ir a la cama, aunque ello no fuera en sí muy placentero: suponía estar desnudos en un barracón helado con carámbanos colgando del techo. Nos contentábamos con que no hubiera alarma aérea durante esta operación y las luces permanecieran encendidas. En la oscuridad no podíamos despiojarnos, lo que suponía pasar la noche en vela.
Los escasos placeres de la vida del campo nos producían una especie de felicidad negativa -"la liberación del sufrimiento", como dijo Schopenhauer- pero sólo de forma relativa. Los verdaderos placeres positivos, aún los más nimios escaseaban. Recuerdo haber llevado una especie de contabilidad de los placeres diarios y comprobar que en el lapso de muchas semanas solamente había experimentado dos momentos placenteros. Uno había ocurrido cuando, al regreso del trabajo y tras una larga espera, me admitieron en el barracón de cocina asignándome a la cola que se alineaba ante el cocinero-prisionero F.
Semioculto detrás de las enormes cacerolas, F. servía la sopa en los cuencos que le presentaban los prisioneros que desfilaban apresuradamente. Era el único cocinero que al llegar los cuencos no se fijaba en los hombres; el único que repartía con equidad, sin reparar en el recipiente y sin hacer favoritismos con sus amigos o paisanos, obsequiándoles con patatas, mientras el resto tenía que contentarse con la sopa aguada de la superficie.
Pero no me incumbe a mí juzgar a los prisioneros que preferían a su propia gente. ¿Quién puede arrojar la primera piedra contra aquel que favorece a sus amigos bajo unas circunstancias en que, tarde o temprano, la cuestión que se dilucidaba era de vida o muerte? Nadie puede juzgar, nadie, a menos que con toda honestidad pueda contestar que en una situación similar no hubiera hecho lo mismo.
Mucho tiempo después de haberme integrado a la vida normal (es decir, mucho tiempo después de haber abandonado el campo), me enseñaron una revista ilustrada con fotografías de prisioneros hacinados en sus literas mirando, insensibles, a sus visitantes: "¿No es algo terrible, esos rostros mirando fijamente, y todo lo que ello significa?" "¿Por qué?", pregunté y es que, en verdad, no lo comprendía. En aquel momento lo vi todo de nuevo: a las 5 de la madrugada, todo estaba oscuro allá afuera, como boca de lobo.
Yo estaba echado sobre un duro tablón en el suelo de tierra del barracón donde "se cuidaba" a unos setenta de nosotros. Estábamos enfermos y no teníamos que dejar el campo para ir a trabajar; tampoco teníamos que desfilar. Podíamos permanecer echados todo el día en nuestro rincón y dormitar esperando el reparto diario de pan (que por supuesto era menor para los enfermos) y el rancho de sopa (aguada y también menor en cantidad). Y, sin embargo, estábamos contentos, satisfechos a pesar de todo. Mientras nos apretujábamos los unos contra los otros para evitar la pérdida innecesaria de calor, emperezados y sin la menor intención de mover ni un dedo sin necesidad, oíamos los agudos silbatos y los gritos que venían de la plaza donde el turno de noche acababa de regresar y formaba para la revista. La ventisca abrió la puerta de par en par y la nieve entró en nuestro barracón. Un camarada exhausto y cubierto de nieve entró tambaleándose y durante unos minutos permaneció sentado, pero el guardia le echó fuera de nuevo. Estaba estrictamente prohibido admitir a un extraño en un barracón mientras se procedía a pasar revista. ¡Cómo compadecía a aquel individuo y qué contento estaba yo de no encontrarme en su lugar, sino dormitando en la enfermería! ¡Qué salvación suponía el permanecer allí dos días y, tal vez, otros dos más!
¿Al campo de infecciosos?
Mi suerte se vio incrementada todavía más. Al cuarto día de mi estancia en la enfermería y a punto de ser asignado al turno de noche -lo que habría supuesto mi muerte segura-, el médico jefe entró apresuradamente en el barracón y me sugirió que me ofreciese voluntario para desempeñar tareas sanitarias en un campo destinado a enfermos de tifus. En contra de los consejos de mis amigos (y a pesar de que casi ninguno de mis colegas se ofrecía), decidí ir como voluntario. Sabía que en un grupo de trabajo moriría en poco tiempo y si tenía que morir, siquiera podía darle algún sentido a mi muerte. Pensé que tenía más sentido intentar ayudar a mis camaradas como médico que vegetar o perder la vida trabajando de forma improductiva como hacía entonces. Para mí era una cuestión de matemáticas sencillas y no de sacrificio. Pero el suboficial del equipo sanitario había ordenado, en secreto, que se "cuidara" de forma especial a los dos médicos voluntarios para ir al campo de infecciosos hasta que fueran trasladados al mismo. El aspecto de debilidad que presentábamos era tal que temía tener dos cadáveres más, en vez de dos médicos.
Ya he mencionado antes que todo lo que no se relacionaba con la preocupación inmediata de la supervivencia de uno mismo y sus amigos, carecía de valor. Todo se supeditaba a tal fin. El carácter del hombre quedaba absorbido hasta el extremo de verse envuelto en un torbellino mental que ponía en duda y amenazaba toda la escala de valores que hasta entonces había mantenido. Influido por un entorno que no reconocía el valor de la vida y la dignidad humanas, que había desposeído al hombre de su voluntad y le había convertido en objeto de exterminio (no sin utilizarle antes al máximo y extraerle hasta el último gramo de sus recursos físicos) el yo personal acababa perdiendo sus principios morales. Si, en un último esfuerzo por mantener la propia estima, el prisionero de un campo de concentración no luchaba contra ello, terminaba por perder el sentimiento de su propia individualidad, de ser pensante, con una libertad interior y un valor personal. Acababa por considerarse sólo una parte de la masa de gente: su existencia se rebajaba al nivel de la vida animal. Transportaban a los hombres en manadas, unas veces a un sitio y otras a otro; unas veces juntos y otras por separado, como un rebaño de ovejas sin voluntad ni pensamiento propios. Una pandilla pequeña pero peligrosa, diestra en métodos de tortura y sadismo, los observaba desde todos los ángulos. Conducían al rebaño sin parar, atrás, adelante, con gritos, patadas y golpes, y nosotros, los borregos, teníamos dos pensamientos: cómo evitar a los malvados sabuesos y cómo obtener un poco de comida. Lo mismo que las ovejas se congregan tímidamente en el centro del rebaño, también nosotros buscábamos el centro de las formaciones: allí teníamos más oportunidades de esquivar los golpes de los guardias que marchaban a ambos lados, al frente y en la retaguardia de la columna. Los puestos centrales tenían la ventaja adicional de protegernos de los gélidos vientos. De modo que el hecho de querer sumergirse literalmente en la multitud era en realidad una manera de intentar salvar el pellejo. En las formaciones esto se hacía de modo automático, pero otras veces se trataba de un acto definitivamente consciente por nuestra parte, de acuerdo con las leyes imperativas del instinto de conservación: no ser conspicuos. Siempre hacíamos todo lo posible por no llamar la atención de los SS.
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