martes

C. G. JUNG / RICHARD WILHELM


EL SECRETO DE LA FLOR DE ORO

DECIMOSÉPTIMA ENTREGA

EL DESLIGAMIENTO DE LA CONCIENCIA
RESPECTO DEL OBJETO

Mediante el comprender nos liberamos de la dominación por lo inconsciente. Éste es, en el fondo, también el objetivo de las instrucciones de nuestro texto. El discípulo es enseñado cómo debe concentrarse sobre la Luz del recinto más interno y, con ello, soltarse de todos los encadenamientos externos e internos. Su voluntad de vida es dirigida al estado de conciencia sin contenido que, no obstante, deja existir todos los contenidos. El Hui Ming King dice sobre el desligamiento:

"Un resplandor de Luz circunda el mundo del espíritu,
Se olvida uno a otro, quieto y puro, por completo potente y vacío.
Lo vacío es traslucido por el fulgor del Corazón del Cielo.
El agua de mar es lisa y refleja en su superficie la luna.
Las nubes se atenúan en el espacio azul.
Las montañas lucen claras.
La conciencia se disuelve en el contemplar.
E1 disco de la luna reposa solitario."

Esa característica de la consumación describe un estado anímico que quizás pueda designarse del mejor modo como una separación de la conciencia respecto del mundo y un retraimiento de la misma a un punto por decir así extramundano. De tal modo, la conciencia está vacía y no-vacía. Ya no está más preocupada por las imágenes de las cosas, sencillamente las contiene. La anterior plenitud del mundo, inmediata y oprimente, por cierto nada ha perdido de su abundancia y su belleza, pero no domina más a la conciencia. Ha cesado la pretensión mágica de las cosas, pues se ha desenredado el primitivo entrelazamiento de la conciencia con el mundo. Lo inconsciente ya no es proyectado, por cuyo motivo es anulada la participation mystique original con las cosas. En consecuencia, la conciencia ya no está colmada de intenciones
compulsivas, sino que pasa a contemplar, como muy bien dice el texto chino.

¿Cómo se llega a producir este efecto? (De hecho presuponemos que el autor chino no sea, en primer lugar, un mentiroso; en segundo, que tenga un sano sentido; y en tercero, que se trate de un hombre extraordinariamente penetrante.) A fin de comprenderlo o explicarlo se precisan, para nuestro entendimiento, ciertos rodeos. No se lo hace con el sentir externo; pues nada sería más infantil que querer hacer estético tal estado anímico. Se trata aquí de un efecto que conozco muy bien a partir de mi práctica médica; es el efecto terapéutico par excellence, por el que me ocupo con mis discípulos y pacientes: la disolución de la participation mystique. LévyBruhl1 con visión genial, ha expuesto como signo distintivo de la mentalidad primitiva lo que llamó Participation mystique. Lo que designó no es otra cosa que el resto, indeterminadamente grande, de indiferenciación entre sujeto y objeto, que en los primitivos posee todavía dimensiones tales que no puede dejar de sorprender a los hombres de conciencia europea. Mientras no sea consciente la distinción entre sujeto y objeto, reina la identidad inconsciente. Entonces lo inconsciente es proyectado sobre el objeto, y el objeto introyectado en el sujeto, es decir, psicologizado. Animales y plantas se conducen entonces como hombres, los hombres son simultáneamente animales, y todo está animado con espectros y dioses.

El hombre de cultura se cree, claro está, inmensamente elevado por encima de esas cosas. Pero a menudo se halla, durante su vida entera, identificado con los padres, identificado con sus afectos y prejuicios, y afirma del otro, impúdicamente, lo que no quiere ver en sí mismo.

Precisamente tiene todavía también un resto de inconsciencia inicial, es decir, de indiferenciación de sujeto y objeto. En virtud de esa inconsciencia es afectado mágicamente por incontables hombres, cosas y circunstancias, o sea, incondicionalmente influido; está colmado casi tanto de contenidos perturbadores como el primitivo, y por consiguiente emplea igual cantidad de magia apotropéyica. Pero sus prácticas mágicas no las realiza más con bolsitas medicinales, amuletos y sacrificios animales, sino con remedios para los nervios, neurosis, "ilustración", cultos de la voluntad, etc.

Ahora bien, si se logra reconocer lo inconsciente como magnitud co-condicionante al par de la conciencia, y vivir de manera que las exigencias conscientes e inconscientes ( o sea instintivas) sean en lo posible tomadas en consideración, el centro de gravedad de la personalidad no es más el yo, que es un mero centro de conciencia, sino un punto, por así decir, virtual entre lo consciente y lo inconsciente, al que cabe designar como sí-mismo. Si se logra tal trasposición, el resultado es la anulación de la participation mystique y de ello nace una personalidad que, por decirlo así, sufre sólo en los pisos inferiores pero está en los superiores singularmente alejada del acontecer penoso o gozoso.

La producción y nacimiento de esa personalidad es lo que nuestro texto tiene por objetivo cuando habla del "fruto santo", del "cuerpo diamantino" o, de alguna otra manera, acerca de un cuerpo imputrescible. Tales expresiones son psicológicamente simbólicas de una actitud invulnerable al conflicto emocional incondicionado y con ello a la conmoción violenta; en otras palabras, simbolizan una conciencia desligada del mundo. Tengo razones para creer que ésta sea realmente una preparación natural para la muerte, que se instituye después de la mitad de la vida. Para el alma la muerte es tan importante como el nacimiento y, como éste, un elemento integrante de la vida. No se tiene el derecho de preguntar al psicólogo lo que acontece finalmente con la conciencia desligada. Sea cual fuere la posición teórica que adoptara, sobrepasaría sin esperanza los límites de su competencia científica.

Sólo puedo indicar que lo que nuestro texto afirma con respecto a la intemporalidad de la conciencia separada está en concordancia con el pensar religioso de todos los tiempos y con la abrumadora mayoría de la humanidad y que, por lo tanto, quien no pensara así estaría fuera del orden humano y sufriría en consecuencia de un equilibrio psíquico perturbado. Por tal motivo me tomo como médico todo trabajo para apoyar, en la medida de mis fuerzas, la convicción en la inmortalidad, especialmente entre mis pacientes de edad a quienes tales preguntas llegan con amenazadora proximidad. La muerte, en efecto, vista psicológicamente de manera correcta, no es un término sino una meta, por lo tanto comienza la vida para la muerte tan pronto como se sobrepasa la altura del mediodía.

La filosofía del yoga chino se erige sobre el hecho de esa preparación instintiva para la muerte como meta y, en analogía con la meta de la primera mitad de la vida, o sea, la generación y propagación, el medio de perpetuar la vida física, pone como objetivo de la existencia espiritual la generación y nacimiento simbólicos de un "cuerpo-hálito" psíquico (subtle body), que asegura la continuidad de la conciencia desligada. Es el nacimiento del hombre neumático, conocido desde la antigüedad por el europeo, quien busca empero alcanzarlo con símbolos y procedimientos mágicos completamente diferentes, con fe y conducta cristianas. También aquí nos hallamos otra vez sobre una base totalmente distinta a la del Este. De nuevo suena por cierto nuestro texto como si no estuviese distante de la moral ascético-cristiana. Nada sería sin embargo más errado que aceptar que se trata de lo mismo. Tras nuestro texto se halla la cultura milenaria, que se ha construido orgánicamente sobre los instintos primitivos y por consiguiente no conoce nada en absoluto de aquella moral brutal, que nos es apropiada a los bárbaros germanos recientemente civilizados. Falta ahí en consecuencia el impulso de la violenta represión de instintos, que exalta y envenena histéricamente nuestra espiritualidad. Quien vive sus instintos puede también separarse de ellos, y eso de manera tan natural como los ha vivido. Nada sería más ajeno a nuestro texto que el heroico vencerse a sí mismo, a lo cual empero vendría a parar infaliblemente entre nosotros si observásemos literalmente las instrucciones chinas.

No tenemos el derecho de olvidar nuestras premisas históricas: sólo hace algo más de mil años hemos caído de los más crudos comienzos del politeísmo en una religión oriental altamente desarrollada, que llevó al espíritu imaginativo del semisalvaje a una altura que no correspondía al grado de su desarrollo espiritual. Para mantener de alguna manera esa altura por fuerza había que reprimir ampliamente la esfera de los instintos. Por eso la práctica religiosa y la moral adoptaron un carácter manifiestamente brutal, casi maligno. Naturalmente, lo reprimido no se desarrolla, sino que sigue vegetando, en primitiva barbarie, en lo inconsciente. Por cierto quisiéramos, pero de hecho no somos en absoluto capaces, escalar las alturas de una religión filosófica. Lo mejor que podemos hacer, con tal objeto, es crecer hasta ella. Aún no están curadas las heridas de Amfortas y el desgarramiento fáustico del hombre germánico. Su inconsciente está todavía cargado de esos contenidos, que en primer lugar deben hacerse conscientes antes de que pueda uno librarse de ellos. Hace poco, recibí una carta de una antigua paciente, que describe con palabras sencillas pero justas la trasposición necesaria: "De lo malo me ha venido mucho bueno. El mantenerme calma, no reprimir, estar atenta, y al mismo tiempo aceptar la realidad -las cosas como son, y no como yo las querría- me ha procurado un raro discernimiento, y también fuerzas pocos comunes, que antes ni siquiera hubiera podido imaginar. Pensaba yo siempre que, si se aceptan las cosas, la abruman a una de alguna manera; ahora bien, esto no es de ningún modo así, y sólo al aceptarlas puede adoptarse una posición hacia ellas. [¡Anulación de la participación mystique!] De modo que jugaré ahora al juego del vivir, aceptando lo que cada vez me traen el día y la vida, bueno y malo, sol y sombra, que constantemente cambian, y así acepto también mi propia naturaleza con su positivo y negativo, y todo se hará más viviente. ¡Qué tonta era! ¡Cómo he querido forzar todo según mi cabeza!"

Únicamente sobre la base de una actitud tal, que no renuncia a ninguno de los valores adquiridos durante el desarrollo cristiano sino que, por lo contrario, acepta, también con amor y longanimidad cristianos lo más humilde en la propia naturaleza, se hará posible un nivel superior de conciencia y cultura. Esa actitud es religiosa, en su más legítimo sentido, y por lo tanto terapéutica, pues todas las religiones son terapias para los sufrimientos y perturbaciones del alma.

El desarrollo del intelecto y voluntad occidentales nos ha otorgado la capacidad casi diabólica de imitar, aparentemente con éxito, esa actitud, a pesar de las protestas de lo inconsciente. Pero es siempre cuestión de tiempo que se abra paso de alguna manera la posición contraria, con un contraste tanto más crudo. Con el cómodo imitar invariablemente se crea una situación insegura, que a cada momento puede ser derribada por lo inconsciente. Surge una base segura sólo cuando las premisas instintivas de lo inconsciente son tomadas en igual consideración que el punto de vista de la conciencia. Pero no nos engañemos: esa necesidad se halla en oposición violenta con el culto cristiano-occidental de la conciencia, y en especial el protestante. A pesar, sin embargo, de que parezca lo nuevo ser constantemente enemigo de lo antiguo, un más profundo deseo de comprender no puede menos que descubrir que, sin la aplicación más seria de los valores cristianos conquistados, tampoco puede en absoluto llegar lo nuevo a establecerse.

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