SEXTA ENTREGA
Capítulo 6
La lluvia llenaba las cunetas y en el pavimento salpicaba hasta la altura de la rodilla. Corpulentos policías, protegidos con impermeables relucientes, se divertían de lo lindo cruzando en brazos, a través de los sitios donde los charcos eran mayores, a algunas muchachas que reían alborozadas. La lluvia golpeaba el techo de mi coche, que empezó a calarse. A mis pies se fue formando un charco. Era mucha lluvia para esta época. Me puse el impermeable y corrí al bar más próximo para tomarme un whisky. Cuando volví, sentía menos frío y me encontraba más animado. Había aparcado en sitio prohibido, pero los policías estaban demasiado atareados, transportando muchachas y tocando el silbato, para preocuparse por eso.
A pesar de la lluvia, o quizá a causa de ella, había bastante movimiento en el comercio de Geiger. Hermosos coches paraban frente a la puerta, y gente, con muy buena pinta, entraba y salía con paquetitos. Y no todos eran hombres.
Geiger apareció a eso de las cuatro. Un cupé color crema paró frente a la tienda y tuve una rápida visión del ancho rostro y del bigote a lo Charlie Chan cuando se apeó y entró en el establecimiento. Iba sin sombrero y llevaba un impermeable de cuero verde con cinturón. Debido a la distancia no pude apreciar el ojo de cristal. Un muchacho alto y muy bien parecido salió de la tienda y llevó el coche a la vuelta de la esquina, regresando a pie, con el pelo brillante por la lluvia.
Transcurrió otra hora. Oscureció y nubes de lluvia envolvieron las luces de los comercios, que parecían perderse en la negrura de la calle. Las bocinas de los autos sonaban estridentemente. A las cinco y cuarto, el muchacho alto y bien parecido, con chaqueta de cuero, salió de la tienda con el paraguas y fue en busca del cupé de Geiger.
Cuando el coche estuvo frente a la puerta, salió Geiger y el muchacho sostuvo el paraguas, lo sacudió, lo dejó en el coche y corrió de nuevo a la tienda. Puse mi coche en marcha.
El cupé se dirigió hacia el este, lo que me obligó a virar hacia la izquierda y hacerme un montón de enemigos; incluso un chófer sacó la cabeza por la ventanilla para gritarme. El cupé me llevaba dos manzanas de ventaja antes de que yo consiguiera ponerme en su misma dirección. Esperaba que Geiger fuera camino de su casa. Lo vi de lejos un par de veces y observé que giraba al norte, hacia el bulevar Laurel Canyon.
Subiendo la cuesta, y hacia la mitad, viró a la izquierda y tomó un tramo asfaltado de hormigón llamado Láveme Terrace. Era una calle estrecha, con acera alta a un lado y al otro un pequeño núcleo de casitas, parecidas a cabañas, construidas cuesta abajo de modo que los tejados no sobresalían mucho del nivel de la calle. Las ventanas de las fachadas se ocultaban tras setos y arbustos. Los árboles de todo el contorno escurrían su mojado follaje.
Geiger llevaba encendidas las luces del coche; yo las llevaba apagadas. Aceleré y lo pasé en una curva; me fijé en el número de una casa y di la vuelta al final de la manzana. Él ya había parado. Las luces de su coche se hallaban dirigidas hacia el garaje de una casita que tenía un seto recortado en forma de caja cuadrada y dispuesto de forma que tapaba completamente la puerta de entrada. Lo vi salir del garaje con el paraguas y atravesar el seto. No se condujo como si sospechara que alguien iba siguiéndole. Las luces de la casa se encendieron. Fui hacia la casa de al lado, situada en un plano inferior y que parecía estar vacía aunque ningún signo lo precisara. Aparqué el coche, lo aireé, bebí un trago de mi botella y me senté. No sabía, en realidad, qué era lo que estaba esperando aunque algo me aconsejaba que esperase. Transcurrió bastante tiempo.
Dos coches subieron por la colina y pasaron de largo. Aquella parecía ser una calle muy tranquila. Poco después de las seis surgieron más luces a través del fuerte aguacero. Ya era noche cerrada. Un coche paró ante la puerta de Geiger. Sus faros se apagaron, la portezuela se abrió y se apeó una mujer con sombrero e impermeable transparente. Pasó por el laberinto del seto. Un timbre sonó débilmente y la luz indicó que se había abierto una puerta; se oyó el ruido de ésta al cerrarse y se hizo de nuevo el silencio. Cogí de mi coche una linterna y bajé a observar el otro automóvil. Era un Packard, descapotable, color castaño. La ventanilla izquierda estaba bajada. Busqué a tientas la tarjeta con la licencia y enfoqué con la linterna. Estaba extendida a nombre de Carmen Sternwood, 3765 Alta Brea Crescent, West Hollywood. Volví a mi coche y permanecí sentado durante largo tiempo. El agua me caía sobre las rodillas y el whisky me había producido ardor de estómago. No volvieron a pasar más coches. No se encendió ninguna luz en la casa frente a la cual yo había aparcado. Parecía un barrio demasiado bueno para que en él existieran malos modales.
A las siete y veinte un fuerte fogonazo salió de la casa de Geiger, como un relámpago de primavera. Al hacerse de nuevo la oscuridad, sonó un ligero grito que se perdió entre los húmedos árboles. Antes de que el grito se apagase del todo salí del coche y me dirigí a la casa.
No había temor en el grito. Más bien sonó a sorpresa un tanto agradable, con acento de embriaguez y tono de idiotez. Fue un sonido desagradable. Me hizo pensar en hombres vestidos de blanco, una ventana con barrotes y camas estrechas con correas de cuero para atar las muñecas y los tobillos. La casa de Geiger estaba de nuevo en silencio cuando llegué al seto y avancé por el ángulo que tapaba la puerta. Como aldaba había un aro de hierro en la boca de un león. Lo cogí y me dispuse a llamar. En ese preciso instante, como si alguien hubiera estado esperando la señal, tres disparos retumbaron en la casa. Se oyó después un sonido que podía ser un suspiro largo y áspero. En aquel instante oí un pesado golpe y, después, pasos rápidos que se alejaban de la casa.
La puerta principal estaba situada frente a una escalera estrecha, parecida a una pasarela sobre una zanja, que llenaba el hueco entre la pared de la casa y el borde de la carretera. No había portal, ni suelo firme, ni tampoco por dónde ir a la parte posterior de la casa. La puerta trasera se hallaba al final de una escalerita de madera que subía desde el callejón de atrás. Yo me figuré todo esto porque oí ruido de pasos que bajaban.
Entonces advertí el súbito arranque del motor de un coche que se perdió rápidamente en la distancia. Me pareció que ese sonido fue seguido por el de otro coche, pero no estaba seguro. La casa que había frente a mí estaba silenciosa como un panteón. No había ninguna prisa. Lo que hubiera allí, allí estaba. Pasé por encima de la cerca y me incliné hacia una ventana que no tenía persiana, sino solamente unas cortinas, y traté de mirar por el hueco donde se juntaban éstas. Vi una lámpara en la pared y el extremo de una estantería. Fui por la pasarela que estaba frente a la puerta y, precipitándome contra ésta, traté de abrirla con el hombro.
Fue una tontería. El único sitio por donde no se puede entrar a la fuerza, en una casa de California, es por la puerta principal. Todo lo que conseguí fue lastimarme el hombro y ponerme de mal humor. Volví a saltar por encima de la cerca y utilizando mi sombrero como guante, le di un puñetazo a la ventana, con lo que hice saltar todo el cristal inferior. Así pude alcanzar un pestillo que cerraba la ventana. El resto fue fácil.
No había pestillo en la parte superior y pude abrir. Me subí a la ventana y aparté las cortinas de mi rostro. Ninguna de las dos personas que había en la habitación se inquietó por la forma en que entré, aunque solamente una de ellas estaba muerta.
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