Capítulo 5
Cuando volví al bulevar, entré en la cabina telefónica de unas galerías comerciales y busqué el teléfono de la residencia de Arthur Gwynn Geiger. Vivía en Láveme Terrace, una calle situada en la falda de una colina, al lado del bulevar Laurel Canyon. Por gusto, metí un níquel en la ranura y marqué el número. Nadie contestó. Busqué en la sección de direcciones clasificadas y anoté las de un par de librerías próximas al lugar donde yo me encontraba.
La primera de ellas se hallaba en la parte norte, en un amplio piso bajo dedicado a papelería y material de oficina; en el entresuelo sólo se veía un montón de libros. No me pareció en lugar adecuado. Crucé la calle y anduve dos manzanas hacia el este, en busca de la otra librería. Esta se acercaba más a lo que yo buscaba; una pequeña tienda estrecha, llena de libros desde el suelo hasta el techo y cuatro o cinco personas ojeando libros ociosamente y manoseando las novedades. Nadie se fijaba en los demás. Me fui al fondo de la tienda; atravesé un tabique y hallé a una mujer pequeña y morena que estaba leyendo un libro de Derecho en un escritorio.
Puse mi cartera abierta sobre la mesa y dejé que viese la insignia prendida en la solapa. La miró, se quitó las gafas y se recostó contra el respaldo de la silla. Me guardé la cartera. Aquella mujer tenía el rostro finamente dibujado de judía inteligente. Se me quedó mirando y no dijo nada.
-¿Podría usted hacerme un favor, un pequeño favor? -dije.
-No sé. ¿De qué se trata? -hablaba con voz un poco ronca.
-¿Conoce la tienda de Geiger, cruzando la calle, dos manzanas al oeste?
-Creo que he pasado por delante alguna vez.
-Es una librería -dije-, no del tipo de la de ustedes; lo sabe usted muy bien.
Hizo una pequeña mueca con la boca y no respondió.
Yo pregunté:
-¿Conoce usted de vista a Geiger?
-Lo siento. No le conozco.
-Entonces ¿no puede decirme qué aspecto tiene?
Sus labios se curvaron aún más.
-¿Y por qué había de hacerlo?
-Por ningún motivo. Si usted no quiere hacerlo, no puedo obligarla a ello.
Miró a través de la puerta divisoria y se recostó de nuevo en la silla.
-Es una insignia de la policía, ¿no?
-Diputado honorario. No significa nada. No vale una perra chica.
-Ya.
Sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. Se lo encendí. Me dio las gracias, volvió a colocarse como estaba y me miró a través del humo. Después dijo discretamente:
-¿Quiere saber qué aspecto tiene y no quiere visitarle?
-No se encuentra allí en este momento.
-Presumo que estará. Después de todo, es su tienda.
-No quiero visitarle precisamente ahora -contesté.
Volvió a mirar hacia la puerta.
Pregunté:
-¿Sabe usted de libros raros?
-Puede ponerme a prueba.
-¿Tiene usted un Ben Hur mil ochocientos sesenta, tercera edición, la que tiene una línea duplicada en la página ciento dieciséis?
Puso a un lado el libro de Derecho y alcanzó un grueso volumen que estaba en el escritorio; buscó una página y la estudió.
-Eso no puede tenerlo nadie -contestó sin levantar la vista-. Esa edición no existe.
-Exacto.
-¿Qué se propone con eso?
-La dependienta de la tienda de Geiger ignoraba que no existía esa edición.
Levantó la mirada.
-Ya. Está usted empezando a interesarme, aunque no demasiado.
-Soy detective privado e investigo un caso. Quizá pido demasiado. A mí, sin embargo, no me lo parece.
Dio una chupada al cigarrillo y lo apretó contra el cenicero. Habló con voz suave, con indiferencia:
-Creo que tiene cuarenta y tantos años, estatura media, grueso. Pesará unos 80 kilos. De cara ancha; bigote a lo Charlie Chan; cuello grueso y blando. Blando todo él. Bien vestido; va siempre sin sombrero. Presume de entender de antigüedades y no es cierto. ¡Ah, su ojo izquierdo es de cristal!
-Sería usted un buen policía -dije.
Colocó en su sitio el libro de referencias y volvió a abrir el libro de Derecho delante de ella.
-Espero que no -dijo, y se puso de nuevo las gafas.
Le di las gracias y me marché. Había empezado a llover y tuve que correr con el paquete bajo el brazo. Mi coche estaba en una bocacalle del bulevar, casi frente a la tienda de Geiger. Antes de llegar ya estaba completamente empapado. Me metí en el coche, subí ambas ventanillas y sequé el paquete con mi pañuelo. Luego lo abrí.
Ya me figuraba lo que era, claro. Un pesado libro, bien encuadernado, magníficamente impreso en papel fino, repleto de fotografías, de las llamadas artísticas, a toda plana. Tanto las fotos como el texto eran de una indecencia indescriptible. El libro no era nuevo. Había fechas estampadas en una hoja en blanco, fechas de entrada y salida. Un libro de préstamo. Una biblioteca circulante de obscenidades.
Envolví de nuevo el libro y lo guardé detrás del asiento. Un negocio como ése, en pleno bulevar, parecía significar amplia protección. Permanecí allí sentado, envenenándome con el humo del tabaco, escuchando la lluvia y pensando en el asunto.
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