lunes

HUGO BERVEJILLO


PUCHOS


Sobre una pequeña franela violeta se puede leer:“Severino Villamide. Campeón Sudamericano de Foot-ball. Año 1926.”

Y la tarjeta de cartulina, blanca, abajo, que dice: u$s 200.oo.

La mesa está contra la ventana. Tiene un mantel gris oscuro, apropiado para lucir todo esto que figura prolijamente encima, casi en orden geométrico.

en un susurro, alguien le pregunta al de su costado ¿será de oro, nomás?.

Un poco más atrás de esta medalla está ubicada una foto de Severino Villamide, que es una ampliación de un recorte de diario.

Nadie de los que caminan por la casa lo conoció ni tiene idea de qué rasgos son los de su cara, pero  es posible saber que se trata de Villamide porque está su nombre al pie de la foto, dominando una pelota con el pecho entre dos jugadores de otro equipo, en una cancha ignota, con pocos espectadores.

Algo más arriba, en la pared, está, también ampliada, otra foto de diario, donde Villamide integra un grupo de jugadores, al sol, contra una pared encalada: todos sonrientes, todos vestidos como para salir a la cancha, pero luciendo una peinada como para llegar a un baile, tal vez estrenando equipo nuevo, alegres como chiquilines.

Quizá Villamide supiera de qué año era esa foto, y pudiera identificar a todos los integrantes -claro: allí estaban el Ruso, el Japonés, Melgarejo, el Cochemba, el Mono-, pero Villamide no estaba ni estaría, porque había fallecido el año anterior -aunque su memoria había estado dormida los últimos cinco o seis años- y entonces no era posible saber quiénes eran ni qué edad tenían, ni en qué puesto se desempeñaban ni qué historias tenían consigo.

A un costado, del lado de la chimenea de piedra, figura la camiseta  del Universal, y al costado, la del Reformers, dos rarezas, que apenas duraron sobre la mesa poco más de cuarenta minutos, porque dos finlandeses de apariencia exótica las compraron sin chistar.

“¿Quinientos Dólarres” preguntaron como queriendo verificar o eludir errores. ¿quinientos dólarres?. Y ya no pudieron moverse, apretados por los demás que habían entrado detrás, en ese malón sorpresivo e incomprensible de gente- la mayoría europea- que, avisada por la prensa, concurrió a comprar los recuerdos de Villamide, pertenecientes a una época en que ellos mismos no habían nacido.

Al día siguiente, el comentarista radial que se refirió a aquella feria, dijo enfáticamente que los europeos compraban aquello porque estaban sedientos de gloria, de esa gloria que solamente el fútbol uruguayo había sido capaz de conquistar, y por eso querían rozarla comprando reliquias.

También se exhibieron los zapatos de Villamide.

Eran dos mazacotes de cuero, cosidos como si el tano zapatero hubiera querido inmovilizarlos para llevárselos presos. El agua y el barro -y el uso prolongado- los habían deformado, transformándolos en algo grotesco, oscuro, de aspecto fatigado.

Hasta algún día lejano, solamente Villamide los había mirado con afecto, porque fue el que los tuvo en los pies tantos años: él sabía qué origen tenía cada muesca en el cuero, o cuántas veces había tenido que cambiar los cordones -y alguien notó, entonces, que eran de colores diferentes-, o antes de qué partido dejó de pasarles grasa cruda de vaca.

Pero los nietos de Villamide habían puesto elegantemente aquellas cosas ruinosas de cuero sobre un mantelito de terciopelo con una tarjeta que decía que con aquellos zapatos toscos, Villamide había disputado la final del Campeonato Mundial en 1930 -era fama que con el zapato izquierdo estuvo a punto de abrir el marcador con un tiro furibundo, apenas a diez minutos de comenzado el partido-, y, finalmente, abajo, en caracteres que no dejaban ninguna duda, se había dibujado la cifra de  mil seiscientos cincuenta dólares.

Mentira  dijo Zaldombide, que estaría viejo, pero tenía una memoria fantástica; y además estuvo en aquella final- se había vestido al lado de Villamide- : ya en la final del Veintiséis, él empezó a usar unos tarros nuevos que le trajo Barlocco de Italia  y dejó de hablarle a su hijo y miró rencorosamente a los nietos de Villamide : éstos, son unos tránsfugas.

Pero antes de media hora, un inglés de lentes sin montura se los llevó, alucinado, como si llevara la Corona de la Reina.

Tal vez Villamide hubiera podido explicar -era el único que podía saberlo- que aquellos tamangos lo habían acompañado desde Intermedia hasta Primera, desde las canchas de Jacinto Vera y Capurro hasta Buenos Aires, Río de Janeiro y Valparaíso, pasado por el Estadio Centenario.

Con esos únicos zapatos corrió por la cancha del Solferino, del Charley, del Albion, del Güánder; con ellos había hecho calistenia en El Fortín, en el Parque Central, bajo techos de chapa; y se había embarrado en la cancha del Dublín y en el Campo Chivero de Parque Batlle.

Pero eso sólo lo hubiera podido contar él mismo, y ya estaba bajo tierra desde el año anterior.

Otra rareza era la medalla que consagraba a Villamide como Campeón de 200 metros llanos en el Sudamericano de 1919, noticia que conmocionó a los europeos, que se apelotonaban delante de esa mesa, con ademanes de asombro. Uno de ellos, después de varios minutos de discusión enconada con otro, se la llevó por 300 dólares, envuelta en una servilleta de papel, porque no tenía estuche.

Al lado, otra medalla algo más grande lo consagraba como integrante del equipo que ganó el vicecampeonato sudamericano de fútbol en 1918, en Santiago de Chile, y delante, la foto encuadrada del equipo celeste ganador de la Copa Cusenier en 1913.

El cronista deportivo que hablaba por radio comentó al día siguiente que a Uruguay le sobraban gloria y trofeos y que Uruguay continuaría ganando Copas, porque la historia manda y tiene sus favoritos.

Además  resopló Zaldombide  Villamide estuvo en la final del Treinta, pero como invitado especial, para cantar con la guitarra en la concentración y cebar mate en el vestuario, porque las tabas, a esa altura, ya no le daban más. Pero sabía aconsejar a los muchachos. Mentira, eso de que jugó.

Los nietos de Villamide sonreían detrás de la mesa donde se apiñaban los compradores, que no los veían por atender todo aquel muestrario del viejo gladiador, reliquias de una época pasada y gloriosa.

En aquellos tiempos sí que se jugaba al fóbal, comentaba en la esquina, un vecino enterado.

En aquella época, las medallas de oro eran de oro, y no pintadas, como ahora le deslizó el comerciante a su esposa, dos casas por medio.

Cuando, unas dos horas después, ya quedaba la mitad de los artículos que se habían expuesto al principio, fue que trajeron la pelota con la que se jugó la final del Treinta, y un zapato de fútbol -único- que los nietos definieron como perteneciente a Héctor Scarone.

Pero el propio Villamide se hubiera escandalizado por el error: cómo no se daban cuenta que ese tamango era dos puntos más grandes que los que calzaba El Héctor.

Nabos.

aquella era su posesión más valiosa y más secreta.

Cuando la Selección uruguaya volvió de Colombes con el título Olímpico- que entonces era un título Mundial-, Argentina, enconado rival desde treinta años antes, los desafió para un partido amistoso que se jugó en cancha de Barracas, donde ganó con un gol de corner que tiró Onzari.

Después del partido se dieron de trompadas un buen rato hasta que la policía disolvió la fiesta, pero a Villamide le había quedado de recuerdo ese zapato, que era de Onzari, el que hizo el gol. Hubiera podido revivir el momento y hasta el color del sol de la tarde que se iba, cuando levantó el trofeo mostrándolo a los argentinos, que ya estaban sobre el portón con rumbo a los ventuarios, todavía cruzándose gritos y provocaciones.

¡Vení a buscarlo que te lo devuelvo en Montevideo!

Y también de la tristeza que lo empapó cuando se enteró de la muerte de Onzari, muchos años después. ¡Cómo hubiera querido poder devolverle aquel trofeo, y charlar con él y hasta compartir  un asado y darle un abrazo, para poder olvidarse, los dos, de lo chiquilines que habían sido!.

Pero eso sólo lo hubiera podido contar él mismo, y ya no podía.

Afuera, sobre la puerta de entrada, Zaldombide escuchaba los comentarios de otros acerca del pase de un argentino a un club europeo por una cifra que superaba los veinte millones de dólares.

¿Y quién es ése?¿Qué títulos tiene?, masticaba, rencoroso.

Un canadiense, periodista en su país, preguntó a los nietos de Villamide qué era lo que guardaban para ellos, valioso, de todo aquel tesoro de recuerdos que estaban vendiendo. Los tres sonrieron y el mayor de los tres contestó que en realidad, lo estaban donando al mundo porque no podían costearse un Museo de su abuelo, como hubieran querido.

Mentira  volvió al ataque Zaldombide  éstos venden todo para cobrar la guita. No valoran lo que hizo El Chueco porque éstos nunca supieron  parar una pelota: lo más lejos que salieron de la casa fue para ir a la despensa a comprar leche.

El cronista deportivo dijo al día siguiente que Villamide pertenecía a una generación que había vivido en la pura gloria, para envidia del resto del mundo.

El remate de las cosas de Villamide terminó a la siete de la tarde y las ganancias netas fueron de unos muchos miles de dólares.

Los tres nietos, rato más tarde, se repartieron el dinero y solamente el menor comentó, midiendo su parte: pensar que con esto, papá, hace años, hubiera podido comprar una casa para todos, y hasta le hubiera sobrado. Pero solamente el hermano del medio le dio una palmadita suave en la nuca, a manera de contestación.

Son unos cuervos, rezongó, malhumorado, Zaldombide, más tarde, cuando se estaba acostando.

Antes de que llegara la noche, la casa de Villamide quedó desierta y oscura. Sin muebles, el último portazo retumbó en todas las paredes.

En el piso quedaron varios puchos de cigarrillo, los cartones con los precios y en la boca del quemador de leña una pocas fotos, ya inservibles y un viejo reloj pulsera, roto.

Al día siguiente, también esto desapareció, barrido, y la casa quedó a la venta sin recuerdos, impersonal, anónima.

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