(Versión castellana de DIORKI)
DUODÉCIMA ENTREGA
SEGUNDA FASE: LA VIDA EN EL CAMPO (3)
Una sesión de espiritismo
De vez en cuando se suscitaba una discusión científica y en una ocasión presencié algo que jamás había visto durante mi vida normal, aun cuando, tangencialmente, se relacionaba con mis intereses científicos: una sesión de espiritismo. Me invitó el médico jefe del campo (prisionero también), quien sabía que yo era psiquiatra. La reunión tuvo lugar en su pequeño despacho de la enfermería. Se había formado un pequeño círculo de personas entre los que se encontraba, de modo totalmente antirreglamentario, el oficial de seguridad del equipo sanitario. Un prisionero extranjero comenzó a invocar a los espíritus con una especie de oración. El administrativo del campo estaba sentado ante una hoja de papel en blanco, sin ninguna intención consciente de escribir. Durante los diez minutos siguientes (transcurridos los cuales la sesión concluyó ante el fracaso del médium en conjurar a los espíritus para que se mostraran), su lápiz trazó -despacio- unas cuantas líneas en el papel, hasta que fue apareciendo, de forma bastante legible, “vae v.''. Me aseguraron que el administrativo no sabía latín y que nunca antes había oído las palabras "vae victis, ¡ay los vencidos!” Mi opinión personal es que seguramente las habría oído alguna vez, aunque sin llegar a captarlas de forma consciente, y quedaron almacenadas en su interior para que el "espíritu" (el espíritu de su subconsciente) las recogiera unos meses antes de nuestra liberación y del final de la guerra.
La huida hacia el interior
A pesar del primitivismo físico y mental imperantes a la fuerza, en la vida del campo de concentración aún era posible desarrollar una profunda vida espiritual. No cabe duda que las personas sensibles acostumbradas a una vida intelectual rica sufrieron muchísimo (su constitución era a menudo endeble), pero el daño causado a su ser íntimo fue menor: eran capaces de aislarse del terrible entorno retrotrayéndose a una vida de riqueza interior y libertad espiritual. Sólo de esta forma puede uno explicarse la paradoja aparente de que algunos prisioneros, a menudo los menos fornidos, parecían soportar mejor la vida del campo que los de naturaleza más robusta. Para aclarar este punto, me veo obligado a recurrir de nuevo a la experiencia personal. Voy a contar lo que sucedía aquellas mañanas en que, antes del alba, teníamos que ir andando hasta nuestro lugar de trabajo.
Oíamos gritar las órdenes: "¡Atención, destacamento adelante! ¡Izquierda 2,3,4! ¡Izquierda 2,3,4! ¡El primer hombre, media vuelta a la izquierda, izquierda, izquierda, izquierda! ¡Gorras fuera!
Todavía resuenan en mis oídos estas palabras. A la orden de: "¡Gorras fuera!" atravesábamos la verja del campo, mientras nos enfocaban con los reflectores. El que no
marchaba con marcialidad recibía una patada, pero corría peor suerte quien, para protegerse del frío, se calaba la gorra hasta las orejas antes de que le dieran permiso.
En la oscuridad tropezábamos con las piedras y nos metíamos en los charcos al recorrer el único camino que partía del campo. Los guardias que nos acompañaban no dejaban de gritarnos y azuzarnos con las culatas de sus rifles. Los que tenían los pies llenos de llagas se apoyaban en el brazo de su vecino. Apenas mediaban palabras; el viento helado no propiciaba la conversación. Con la boca protegida por el cuello de la chaqueta, el hombre que marchaba a mi lado me susurró de repente: "¡Si nos vieran ahora nuestras esposas! Espero que ellas estén mejor en sus campos e ignoren lo que nosotros estamos pasando."
Sus palabras evocaron en mí el recuerdo de mi esposa.
Cuando todo se ha perdido
Mientras marchábamos a trompicones durante kilómetros, resbalando en el hielo y apoyándonos continuamente el uno en el otro, no dijimos palabra, pero ambos lo sabíamos: cada uno pensaba en su mujer. De vez en cuando yo levantaba la vista al cielo y veía diluirse las estrellas al primer albor rosáceo de la mañana que comenzaba a mostrarse tras una oscura franja de nubes. Pero mi mente se aferraba a la imagen de mi mujer, a quien vislumbraba con extraña precisión. La oía contestarme, la veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su mirada era más luminosa que el sol del amanecer. Un pensamiento me petrificó: por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado del mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad -aunque sea sólo momentáneamente- si contempla al ser querido. Cuando el hombre se encuentra en una situación de total desolación, sin poder expresarse por medio de una acción positiva, cuando su único objetivo es limitarse a soportar los sufrimientos correctamente -con dignidad- ese hombre puede, en fin, realizarse en la amorosa contemplación de la imagen del ser querido. Por primera vez en mi vida podía comprender el significado de las palabras: "Los ángeles se pierden en la contemplación perpetua de la gloria infinita."
Delante de mí tropezó y se desplomó un hombre, cayendo sobre él los que le seguían. El guarda se precipitó hacia ellos y a todos alcanzó con su látigo. Este hecho distrajo mi mente de sus pensamientos unos pocos minutos, pero pronto mi alma encontró de nuevo el camino para regresar a su otro mundo y, olvidándome de la existencia del prisionero, continué la conversación con mi amada: yo le hacía preguntas y ella contestaba; a su vez ella me interrogaba y yo respondía.
"¡Alto!" Habíamos llegado a nuestro lugar de trabajo. Todos nos abalanzamos dentro de la oscura caseta con la esperanza de obtener una herramienta medio decente. Cada prisionero tomaba una pala o un zapapico.
"¿Es que no podéis daros prisa, cerdos?" Al cabo de unos minutos reanudamos el trabajo en la zanja, donde lo dejamos el día anterior. La tierra helada se resquebrajaba bajo la punta del pico, despidiendo chispas. Los hombres permanecían silenciosos, con el cerebro entumecido. Mi mente se aferraba aún a la imagen de mi mujer. Un pensamiento me asaltó: ni siquiera sabía si ella vivía aún. Sólo sabía una cosa, algo que para entonces ya había aprendido bien: que el amor trasciende la persona física del ser amado y encuentra su significado más profundo en su propio espíritu, en su yo íntimo. Que esté o no presente, y aun siquiera que continúe viviendo deja de algún modo de ser importante. No sabía si mi mujer estaba viva, ni tenía medio de averiguarlo (durante todo el tiempo de reclusión no hubo contacto postal alguno con el exterior), pero para entonces ya había dejado de importarme, no necesitaba saberlo, nada podía alterar la fuerza de mi amor, de mis pensamientos o de la imagen de mi amada. Si entonces hubiera sabido que mi mujer estaba muerta, creo que hubiera seguido entregándome -insensible a tal hecho- a la contemplación de su imagen y que mi conversación mental con ella hubiera sido igualmente real y gratificante: "Ponme como sello sobre tu corazón... pues fuerte es el amor como la muerte". (Cantar de los Cantares, 8,6.)
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