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PLATÓN - APOLOGÍA DE SÓCRATES


PRIMERA ENTREGA

PRIMERA PARTE (1)

INTRODUCCIÓN

¡Ciudadanos atenienses! Ignoro qué impresión habrán despertado en vosotros las palabras de mis acusadores. Han hablado de forma tan seductora que, al escucharlas, casi han conseguido deslumbrarme a mí mismo.

CUALIDADES DE ORADOR

Sin embargo, quiero demostraros que no han dicho ninguna cosa que se ajuste a la realidad. Aunque de todas las falsedades que han urdido, hay una que me deja lleno de asombro: la que dice que tenéis que precaveros de mí y no dejaros embaucar, porque soy una persona muy hábil en el arte de hablar.

Y ni siquiera la vergüenza les ha hecho enrojecer ante la sospecha de que les voy a desenmascarar con hechos y no con unas simples palabras. A no ser que ellos consideren orador habilidoso al que sólo dice y se apoya en la verdad. Si es eso lo que quieren decir, gustosamente he de reconocer que soy orador, pero jamás en el sentido y en la manera usual entre ellos. Aunque vuelvo a insistir en que poco, por no decir nada, han dicho que sea verdad.

Y, ¡por Zeus!, que no les seguiré el juego compitiendo con frases redondeadas ni con bellos discursos bien estructurados, como es propio de los de su calaña, sino que voy a limitarme a decir llanamente lo primero que se me ocurra, sin rebuscar mis palabras, como si de una improvisación se tratara, porque estoy tan seguro de la verdad de lo que digo, que tengo bastante con decir lo justo, de la manera que sea. Por eso, que nadie de los aquí presentes espere de mí, hoy, otra cosa. Porque, además, a la edad que tengo sería ridículo que pretendiera presentarme ante vosotros con rebuscados parlamentos, propios más bien de los jovenzuelos con ilusas aspiraciones de medrar.

ESTILO DE ALEGATO

Tras este preámbulo, debo haceros, y muy en serio, una petición. Y es la de que no me exijáis que use en mi defensa un tono y estilo diferente del que uso en el ágora, curioseando las mesas de los cambistas o en cualquier sitio donde muchos de vosotros me habéis oído. Si estáis advertidos, después no alborotéis por ello.

Pues ésta es mi situación: hoy es la primera vez que en mi larga vida comparezco ante un tribunal de tanta categoría como éste. Así que -y lo digo sin rodeos- soy un extraño a los usos de hablar que aquí se estilan. Y si en realidad fuera uno de los tantos extranjeros que residen en Atenas, me consentiríais, e incluso excusaríais el que hablara con la expresión y acento propios de donde me hubiera criado.

Por eso, debo rogaros, aunque creo tener el derecho a exigirlo, que no os fijéis ni os importen mis maneras de hablar y de expresarme (que no dudo de que las habrá mejores y peores) y que, por el contrario, pongáis atención exclusivamente en si digo cosas justas o no. Pues, en esto, en el juzgar, consiste la misión del juez, y en el decir la verdad, la del orador.

Así, pues, lo correcto será que pase a defenderme.
En primer lugar, de las primeras acusaciones propaladas contra mí por mis antiguos acusadores; después pasaré a contestar las más recientes.


LAS PRIMERAS ACUSACIONES

Todos sabéis que, tiempo ha, surgieron detractores míos que nunca dijeron nada cierto, y es a éstos a los que más temo, incluso más que al propio Anitos y a los de su comparsa, aunque también ésos sean de cuidado. Pero lo son más, atenienses, los que tomándoos a muchos de vosotros desde niños os persuadían y me acusaban mentirosamente diciendo que hay un tal Sócrates, sabio, que se ocupa de las cosas celestes, que investiga todo lo que hay bajo la tierra y que hace más fuerte el argumento más débil. Éstos, son, de entre mis acusadores, a los que más temo, por la mala fama que me han creado y porque los que les han oído están convencidos de que quienes investigan tales asuntos tampoco creían que existan dioses. Y habría de añadir que estos acusadores son muy numerosos y que me están acusando desde hace muchos años, con la agravante de que se dirigieron a vosotros cuando erais niños o adolescentes y, por ello, más fácilmente manipulables, iniciando un auténtico proceso contra mí, aprovechándose de que ni yo, ni nadie de los que hubieran podido defenderme, estaban presentes.


LOS ACUSADORES ANÓNIMOS

Y lo más desconcertante es que ni siquiera dieron la cara, por lo que es imposible conocer todos sus nombres, a excepción de cierto autor de comedias [1]. Ésos, pues, movidos por envidias y jugando sucio, trataron de convenceros para, que una vez convencidos, fuerais persuadiendo a otros. Son, indiscutiblemente, difíciles de desenmascarar, pues ni siquiera es posible hacerles subir a este estrado para que den la cara y puedan ser interrogados, por lo que me veo obligado, como vulgarmente se dice, a batirme contra las sombras y a refutar sus argumentos sin que nadie me replique.

Convenid, pues, conmigo, que dos son los tipos de acusadores con los que debo enfrentarme: unos, los más antiguos, y otros, los que me han acusado recientemente. Por ello, permitidme que empiece por desembarazarme primero de los más antiguos, pues fueron sus acusaciones las que llegaron antes a vuestro conocimiento y durante mucho más tiempo que las recientes.

Aclarado esto, es preciso que pase a iniciar mi defensa para intentar extirpar de vuestras mentes esa difamación que durante tanto tiempo os han alimentado, y debo hacerlo en tan poco tiempo como se me ha concedido. Esto es lo que pretendo con mi defensa, confiado en que redunde en beneficio mío y en el vuestro, pero no se me escapa la dificultad de la tarea. Sin embargo, que la causa tome los derroteros que sean gratos a los dioses. Lo mío es obedecer a la ley y abogar por mi causa.

Remontémonos, pues, desde el principio para ver qué acusación dio origen a esta mala fama de que gozo y que ha dado pie a Meletos para iniciar este proceso contra mí.


EL ORIGEN DE LA MALA FAMA

Imaginémonos que se tratara de una acusación formal y pública y oímos recitarla delante del tribunal: "Sócrates es culpable porque se mete donde no le importa, investigando en los cielos y bajo la tierra. Practica hacer fuerte el argumento más débil [2] e induce a muchos otros para que actúen como él".

Algo parecido encontraréis en la comedia de Aristófanes, donde un tal Sócrates se pasea por la escena, vanagloriándose de que flotaba por los aires, soltando mil tonterías sobre asuntos de los que yo no entiendo ni poco ni nada. Y no digo eso con ánimo de menosprecio, no sea que entre los presentes haya algún aficionado hacia tales materias y lo aproveche Meletos para entablar nuevo proceso contra mí, por tan grave crimen.

La verdad es, oh, atenienses, que no tengo nada que ver con tales cuestiones. Y reto a la inmensa mayoría para que recordéis si en mis conversaciones me habéis oído discutir o examinar sobre tales asuntos; incluso, que os informéis los unos de los otros, entre todos los que me hayan oído alguna vez, y publiquéis vuestras averiguaciones. Y así podréis comprobar que el resto de las acusaciones que sobre mí se han propalado son de la misma calaña.


REFERENCIA A LOS SOFISTAS

Pero nada de cierto hay en todo esto, ni tampoco si os han contado que yo soy de los que intentan educar a las gentes y que cobran por ello; también puedo probar que esto no es verdad. Y no es que no encuentre hermoso el que alguien sepa dar lecciones a los otros, si lo hacen como Gorgias de Leontinos o Pródicos de Ceos o Hipias de Hélide, que van de ciudad en ciudad, fascinando a la mayoría de los jóvenes y a muchos otros ciudadanos, que podrían escoger libremente y gratis la compañía de muchos otros ciudadanos y que, sin embargo, prefieren abandonarles para escogerles a ellos para recibir sus lecciones, por las que deben pagar y, aun más, quedarles agradecidos.

Y me han contado que corre por ahí uno de esos sabios, natural de Paros, que precisamente ahora está en nuestra ciudad. Coincidió que me encontré con el hombre que más dinero se ha gastado con estos sofistas, incluso mucho más él solo que todos los demás juntos.

A éste -que tiene dos hijos, como sabéis- le pregunté:
-Calias, si en lugar de estar preocupado por dos hijos, lo estuvieras por el amaestramiento de dos potrillos o dos novillos, nos sería fácil, mediante un jornal, encontrar un buen cuidador: éste debería hacerlos aptos y hermosos, según posibilitara su naturaleza, y seguro que escogerías al más experto conocedor de caballos o a un buen labrador. Pero, puesto que son hombres, ¿a quién has pensado confiarlos? ¿Quién es el experto en educación de las aptitudes propias del hombre y del ciudadano? Pues me supongo que lo tienes todo bien estudiado, por amor de esos dos hijos que tienes. ¿Hay alguien preparado para tal menester?

-Claro que lo hay -respondió.
-¿Quién?, ¿y de dónde?, ¿y cuánto cobra? -le acosé.
-¡Oh, Sócrates! Se llama Evenos, es de Paros y cobra cinco minas.

Y me pareció que este tal Evenos puede sentirse feliz, si de verdad posee este arte y enseña de forma tan convincente. Pues si yo poseyera este don, me satisfaría y orgullosamente lo proclamaría. Pero, en realidad, no entiendo nada sobre eso.

Acaso ante eso alguno de vosotros me interpele: "Pero entonces, Sócrates, ¿cuál es tu auténtica profesión? ¿De dónde han surgido estas habladurías sobre ti? Porque si no te dedicaras a nada que se salga de lo corriente, sin meterte en lo que no te concierne, no se habría originado esta pésima reputación y tan contradictorias versiones sobre tu conducta. Explícate de una vez, para que no tengamos que darnos nuestra propia versión".

Esto sí me parece razonable y sensato, y por ser cuerdo, voy a contestarlo, para dejar bien claro de dónde han surgido esas imposturas que me han hecho acreedor de una notoriedad tan molesta.


LA SABIDURÍA DE SÓCRATES ES SIMPLEMENTE HUMANA

Escuchadlo. Quizá alguno se crea que me lo tomo a guasa; sin embargo, estad seguros de que sólo os voy a decir la verdad. Yo he alcanzado este popular renombre por una cierta clase de sabiduría que poseo. ¿De qué sabiduría se trata? Ciertamente, de una sabiduría propia de los humanos. Y en ella es posible que yo sea sabio, mientras que, por el contrario, aquellos a los que acabo de aludir quizá también sean sabios, pero en relación a una sabiduría que quizá sea extrahumana, o no sé con qué nombre calificarla. Hablo así porque yo, desde luego, ésa no la poseo ni sé nada de ella, y el que propale lo contrario o miente o lo dice para denigrarme.

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